IX

EL ATAQUE

LA casa está ya a medio concluir. En ella hay departamentos para todos. Se está trabajando en un tejar. Es al amanecer. Paradox sale de Fortunate-House, hablando a su perro, que ladra delante de unas matas.

PARADOX. —Pero, vamos a ver, ¿qué pasa, señor Yock?

YOCK. —¡Guau! ¡Guau! Parece mentira que no comprendas que aquí hay algo.

PARADOX. —Anda, vamos, no seas estúpido, que tengo prisa.

YOCK. —¡Guau! ¡Guau! No te vayas, hombre; no te vayas.

PARADOX. —Bueno, pues quédate ahí.

Paradox se dispone a bajar la cuesta, pero Yock sigue ladrando con furia.

SIPSOM. (Desde la muralla.) —¿Qué le pasa a ese perro?

PARADOX. —Nada, manías que se le ponen en la cabeza; ¡como es ya viejo!

YOCK. —Sí, ¡buenas manías! Es que sois tontos.

SIPSOM. —Quizá haya por ahí algún bicho. Le voy a soltar a Dan a ver qué hace.

Sipsom suelta el perro danés, que se pone también a ladrar con furia al lado de Yock.

PARADOX. —Debe de haber algo ahí.

SIPSOM. —Indudablemente. Vamos a verlo.

Entran los dos por la maleza y van dando garrotazos a los arbustos. De pronto sale un negro por entre unas matas y echa a correr. Dan y Yock le siguen. El hombre llega al extremo de la meseta, y no atreviéndose a tirarse al río, corre a la parte baja de la isla, seguido por los perros. Luego, acosado, se decide y se zambulle en el agua desde una gran altura.

SIPSOM. —Bajemos al río a cogerle.

PARADOX. —Y ¿para qué?

SIPSOM. —Porque si no va a indicar dónde estamos a los de Bu-Tata.

Paradox y Sipsom bajan hasta el desembarcadero de la isla, toman el bote y recorren el río, pero el hombre no aparece.

SIPSOM. —Es una contingencia desagradable. Antes de pocos días tenemos aquí a los de Bu-Tata.

PARADOX. —¿Cree usted?…

SIPSOM. —Seguramente. Ese era un espía. Hay que prepararse.

PARADOX. —Pero ¿usted supone que nos atacarán?

SIPSOM. —Claro que sí.

PARADOX. —Con unos cuantos tiros les ahuyentaremos.

SIPSOM. —No se haga usted ilusiones. Saben que somos pocos y apretarán de firme; tenemos que estar prevenidos.

Vuelven a Fortunate-House y cuentan lo que ha pasado. Llaman a Ugú.

SIPSOM. —Es muy probable que, dentro de unos días, los de Bu-Tata nos ataquen. Adviérteles a tus compañeros y diles que estén tranquilos.

Beatriz y Dora, por indicación de Hardibrás, cosen un trapo grande, de distintos colores, que sirve de bandera y se enarbola sobre la torrecilla de la fortaleza a los acordes de una marcha que toca Thady Bray en el acordeón.

HARDIBRÁS. (A los negros.) —Con esta bandera podéis estar seguros que nuestros enemigos no asaltarán la fortaleza.

Los mandingos contemplan el trapo de colores con verdadero respeto, pensando que a lo mejor puede estallar. Después de este acto solemne de izar la bandera se toman precauciones más prácticas, se revisan las armas, se fabrican cartuchos. Las tres canoas y el bote se guardan en un sitio escondido de la orilla del río. Durante la noche dos centinelas pasean continuamente por la muralla. Una semana después, un día, al amanecer, se ve una multitud de negros, que han acampado en la isla; luego, a cada instante, van llegando canoas llenas de gente.

Ya entrada la mañana van subiendo los indígenas la cuesta de la isla hasta que, al llegar a unos doscientos metros de Fortunate-House, se detienen.

PARADOX. —No nos atacarán, ya lo verán ustedes.

SIPSOM. —No sea usted niño; dentro de un momento se han lanzado sobre nosotros.

PARADOX. —Al menos, no dispararemos mientras ellos no nos ataquen.

HARDIBRÁS. —Déjeme usted a mí. Yo soy el jefe militar. Usted, con sus miramientos, nos puede comprometer a todos.

Hardibrás va colocando a cada uno de los tiradores detrás de su aspillera. Thonelgeben sube la torrecilla blindada, en donde han colocado la ametralladora. De pronto, uno de los salvajes, un jefe lleno de adornos pintados en el pecho, se adelanta y dispara una flecha, y a esta señal todos los demás se lanzan corriendo y escalan la primera trinchera.

HARDIBRÁS. (Levantando el brazo de madera con su gancho correspondiente.) —No apresurarse. Esperad. Ahora. ¡Fuego!

Se oye una descarga cerrada; caen algunos de los indígenas; los que vienen detrás retroceden un instante, pero vuelven al poco rato lanzando una nube de flechas.

HARDIBRÁS. —¡Apuntad bien! ¡Que no se pierda un tiro!… ¡Fuego!

Suena una nueva descarga.

PARADOX. —Es un disparate lo que estamos haciendo.

SIPSOM. —Pero ¿no ve usted lo que si no nuestra gente podía sublevarse?

PARADOX. —Sin embargo…

HARDIBRÁS. —Calle usted; soy capaz, si no, de fusilarlo.

Vacilan los de Uganga en lanzarse definitivamente al asalto. Los jefes se consultan entre sí. La fortaleza está muda. Luego se deciden, y más de trescientos hombres saltan la trinchera, atraviesan el foso y comienzan a escalar la muralla. Entonces las descargas cerradas se suceden sin intervalo.

HARDIBRÁS. (Gritando.) —¡Fuego! ¡Fuego!

SIPSOM. —Pero ¡esa ametralladora!

THONELGEBEN. —Es que no funciona.

Paradox corre por encima de la muralla, en medio de las flechas, entra en la torre blindada, y el ingeniero y él se dedican a limpiar los cañones de la ametralladora y a ponerla en marcha.

De pronto, cuando más recio es el combate, la ametralladora comienza a disparar por sus cañones una nube de fuego. La mayoría de los salvajes retrocede; dos han llegado a la parte alta de la muralla. Sipsom y Hardibrás, al verlos, se dirigen a ellos. Uno de los mandingos les amenaza levantando su cortacabezas, y el inglés le hunde la bayoneta en el vientre. El otro se rinde y queda prisionero. Al anochecer, todos los asaltantes se retiran al extremo de la isla.

HARDIBRÁS. —Mañana nos volverán a atacar… Afortunadamente, les daremos otra buena lección.

SIPSOM. —Yo creo que no. Es muy probable que, cuando se haga completamente de noche, se vayan retirando.

PARADOX. —Lo podremos ver. Tenemos un reflector eléctrico, y lanzaremos el cono de luz hacia donde han acampado.

Efectivamente, poco después, en la oscuridad de la noche, Paradox prepara el reflector en lo alto de la muralla. Tras de muchos ensayos infructuosos consigue hacer funcionar el aparato, y el cono de luz va iluminando el río, los árboles de la isla, hasta que se detiene, inundando con la claridad de sus ráfagas el campamento de los mandingos.

En este mismo instante se oye un gran grito de terror y se ve a todos los salvajes que se lanzan a sus canoas y huyen precipitadamente por el río arriba.

PARADOX. —¿Qué les habrá pasado?

SIPSOM. —Que les ha asustado usted con su reflector. Esto les ha hecho más efecto que la ametralladora. No queda nadie; podemos ya salir.

PARADOX. —Recogeremos los heridos.

Tienden el puente levadizo y salen todos. Van recogiendo los heridos en parihuelas y llevándolos a Fortunate-House. Beatriz y Dora los curan.

PARADOX. —Y de los muertos, ¿qué hacemos?

SIPSOM. —Los echaremos al río.

PARADOX. —¿No cree usted que olerán?

SIPSOM. —No; se los comerán pronto los peces.

DIZ. —¡Esta es la guerra! Esos imbéciles querían dominarnos a nosotros, cuando por estar aquí no les hacíamos ningún daño.

SIPSOM. —Podríamos estar contentos si todas las luchas concluyeran dando la razón al que la tiene, como aquí.

PARADOX. —Y ¿cree usted que la tenemos?

SIPSOM. —Vamos, no diga usted tonterías, mi querido amigo. Además, tengamos o no tengamos razón, yo creo que la guerra es una cosa buena.

PARADOX. —Buena para los fabricantes de fusiles, que se arruinarían si no la hubiera.

SIPSOM. —Y para nosotros también. La guerra es un tónico para los nervios debilitados de las razas sedentarias. Es el aprendizaje más fuerte para hacerse hombre de voluntad.

PARADOX. —No le creía a usted tan militarista.

SIPSOM. —No lo soy. Yo odio al militar de oficio y amo la guerra.

Entran todos en Fortunate-House. Hardibrás pasea por la muralla. Los demás están sin acostarse, por si se renueva el ataque. Al alba, salen al campo. No hay nadie en la isla. Va amaneciendo. El aire está puro y embalsamado; las hierbas, granizadas de flores. El sol comienza a brillar, la pradera ríe…

PARADOX. —Yo no comprendo la maldad, el odio, la guerra, ante un sol como este.

SIPSOM. —Es que es usted un poeta, un pobre hombre, Paradox. Mire usted a nuestro general haciendo ondear la gloriosa bandera.

Hardibrás ha izado la bandera en medio de las aclamaciones de todos, Los mandingos ya se consideran invencibles. Al prisionero se le viste con una túnica blanca y se le envía a Bu-Tata.