POR EL RÍO
TRES grandes canoas bajan por el río. Los remeros cantan el himno de guerra de Uganga, que tantas veces les ha llevado a la victoria y otras tantas a la derrota; y al compás del ruido de los remos y del ritmo de las canciones las canoas corren como flechas, dejando en la superficie oscura del agua una estela blanca, que va abriendo el remo del timonel. En las tres embarcaciones marcha a proa un hombre con un bichero para apartar los troncos de los árboles con que pueden tropezar en el camino. Las tres canos van dirigidas por Langa-Rá, el jefe cuyo pecho está adornado con complicados tatuajes.
La parte del río por donde navegan es de dos millas de ancho y se extiende por la selva tupida y exuberante. Los prisioneros van en las canoas, vigilados, pero libres en sus movimientos. Todos contemplan el paisaje que se desarrolla ante su vista. El río parece de oro, y a medida que los afluentes desembocan en él se hace cada vez más turbio. En algunas islas formadas por la maleza, entre las lianas y la hojarasca verdosa, brotan grandes flores de blanca corola y orquídeas de vario color.
Los cocodrilos, inmóviles, duermen en el légamo de las orillas, entre los juncos y los cañaverales; a lo lejos se ven bosques espesos, de grandes árboles, con las ramas y los troncos entrelazados por lianas y plantas parásitas, y de las selvas impenetrables levantan el vuelo pájaros extraños de encendidos colores que cruzan despacio el cielo resplandeciente.
THADY BRAY. (A Beatriz,) —¡Qué tristeza para usted, señorita!
BEATRIZ. —¡Oh, no!; ¡qué alegría! Desde que sé que puedo vivir, la vida me parece más hermosa que nunca.
THADY BRAY. —Usted, que estará acostumbrada a tantas comodidades.
BEATRIZ. —Crea usted que no las echo de menos.
THADY BRAY. —¿No?… ¿De veras?
BEATRIZ. —Lo puede usted creer.
THADY BRAY. —Es usted muy valiente.
BEATRIZ. —¿Usted cree que querrán hacernos daño estos salvajes?
THADY BRAY. —No; los dominaremos. El señor Paradox ha dicho que nos dejen vivir solamente, y dentro de unos meses seremos los amos.
BEATRIZ. —Sí, eso creo yo también; y entonces podremos marcharnos.
THADY BRAY. —¿Usted quisiera marcharse pronto de aquí?
BEATRIZ. —¡Ya lo creo!
THADY BRAY. —Yo me estaría aquí siempre, con tal que usted…
Beatriz se ruboriza y se calla. Van las embarcaciones impulsadas por la corriente. En la proa, un negro está con un bichero, atento a los grandes troncos que flotan en el agua. En las selvas de ambas orillas cantan los pájaros. Los antílopes se acercan a beber en el río, y pasan por entre los árboles algunas jirafas con una velocidad vertiginosa.
LA MÔME FROMAGE. —¿Qué son esos animalitos, señor Paradox?
PARADOX. —Son jirafas. El camelopardalix, jiraffa de Linneo.
LA MÔME FROMAGE. —Y oiga usted, señor Paradox: ¿qué clase de animales son estas jirafas?
PARADOX. —¿Las jirafas? Son unos rumiantes que tienen el cuello muy largo y unos cuernos cónicos cubiertos por la piel pelosa de su cabeza.
LA MÔME FROMAGE. —¡Ah!, ¿tienen cuernos? Yo hubiera creído que eran como los camellos.
PARADOX. —No; los camellos no tienen la misma fórmula dentaria.
LA MÔME FROMAGE. —Y ¿cree usted que me harían daño esas jirafas?
PARADOX. (Mirando a la exbailarina.) —¿A usted? No. Creo que no.
THONELGEBEN. (A Dora.) —La aventura ha sido más larga de lo que nosotros nos figurábamos.
DORA. —Sí, ¡ya lo creo! Y lo que puede durar todavía.
THONELGEBEN. —Sería terrible y cómico que tuviéramos que vivir aquí siempre.
DORA. —¡Uf!, quite usted. Nos escaparemos.
THONELGEBEN. —No es tan fácil.
DORA. —Pero para hombres de talento, como ustedes, no hay nada difícil.
THONELGEBEN. —Si yo le dijera a usted que no me costaría ningún trabajo vivir aquí, ¿usted qué diría?
DORA. —Diría que estaba usted loco.
THONELGEBEN. —Y es verdad; estoy loco por usted, y al lado de usted viviría en cualquier parto.
Al anochecer se acercan las tres canoas a la orilla, desembarcan y los mandingos preparan un campamento.
GOIZUETA. (A Paradox.) —¿No les parece a ustedes? Yo creo que cuando lleguemos a la isla donde nos prendieron, lo que debemos hacer es coger nuestros fusiles y, a tiros, acabar con esta maldita raza.
HARDIBRÁS. —Eso es; estoy conforme.
PARADOX. —No, Goizueta; no, Hardibrás. Déjenme ustedes a mí dirigir este asunto. Creo que a las buenas conseguiremos más.
DIZ. (Por lo bajo.) —¡Farsante!, siempre pensando en darse tono.
PARADOX. —Seamos amables con estos etíopes de ensortijada cabellera; esforcémonos en ganar sus simpatías, y cuando lleguemos a la isla, hagamos nuestros preparativos lo más lentamente posible y busquemos la manera de insinuarnos, demostrándoles a cada momento nuestra superioridad.
SIPSOM. —Creo, Paradox, que en los tres o cuatro días que vamos a estar en la isla será muy difícil conseguir el efecto que usted desea.
PABADOX. —Pero usted, amigo Sipsom, que es un aventajado discípulo de Maquiavelo, comprenderá que no es difícil lograr que en vez de ser tres o cuatro los días que estemos aquí sean veinte o treinta.
SIPSOM. —Y ¿cómo?
PARADOX. —Hay un procedimiento que me parece inocente como una cándida paloma.
SIPSOM. —¿Y es?
PARADOX. —Inutilizar una de las canoas, o todas. Por la noche, uno de nosotros las echa convenientemente a pique.
SIPSOM. —Si no las vigilan.
PARADOX. —No será fácil que las vigilen siempre.
SIPSOM. —Además, mandarán otras a nuestro encuentro.
PARADOX. —Por lo menos esperarán una o dos semanas. De todas maneras, si se piensa un procedimiento mejor, estamos a tiempo de emplearlo.
HARDIBRÁS. —Yo me encargo de echar a fondo estas cáscaras de nuez.
Hacen la comida los mandingos y encienden hogueras. Anochece; comienza a murmurar el viento en los árboles y en los matorrales; después el viento se calma; de las espesuras, de las florestas, no brota ni un murmullo; el silencio reina por todas partes, un silencio solemne, un silencio sonoro que se derrama por el campo sumiéndolo en un letargo profundo. La tierra parece que ha muerto, que no volverá a ser reanimada por el sol y que toda la enorme germinación de vidas que lleva en su seno se ha detenido. Después, a medida que la noche envuelve la selva su manto negro y miles de puntos luminosos brillan y parpadean en el cielo, la esperanza renace; mil ruidos inciertos resuenan en la oscuridad: es el soplo del aire que suspira débilmente de rama en rama hasta perderse en el fondo de los bosques, es el aleteo de un pájaro nocturno, la caída de una hoja o la nota melancólica de un sapo en su flauta de cristal. A la medianoche, cuando todos duermen acurrucados junto al fuego, Ugú se acerca a Paradox.
UGÚ. —Señor.
PARADOX. —¿Qué hay?
UGÚ. —Vosotros queréis escaparos, ¿verdad?
PARADOX. —Sí, sí pudiéramos; ¡ya lo creo!
UGÚ. —Aquí, en esta parte del río, cerca del mar, hay una isla grande, hermosa, donde se puede vivir. ¿Queréis que intentemos huir cuando lleguemos a ella?
PARADOX. —No, nos cogerían en seguida. En tal caso, a la vuelta. Tendremos ya armas y nos podremos defender. Y esa isla, ¿es grande?
UGÚ. —Sí, muy grande, y tiene en la parte más alta un sitio adonde es difícil subir. En nuestro lenguaje se le llama la Isla Afortunada.
PARADOX. —Entonces, a la vuelta nos refugiaremos en ella. Ahora vamos a dormir.
A la mañana siguiente, cuando la pálida aurora, húmeda de rocío, comienza a sonreír en el campo, vuelven todos a las canoas; y al mediodía se comienza a ver el mar que corta en línea recta el cielo. Se siente el olor acre de la marisma y se ven las primeras gaviotas que pasan por el aire chillando. El río, al acercarse a su desembocadura, se ha hecho oscuro, de color de barro, y su corriente es ya tan fuerte que los remeros tienen que contener la marcha vertiginosa con los remos. Las tres canoas van avanzando hasta entrar en un delta cerrado por dunas y tierras de aluvión. Está la marea baja, y la barra, formada por las dunas y por la arena impulsada por el mar contra la playa, constituye un obstáculo infranqueable. Se espera a la pleamar. A medida que las olas van avanzando, la duna se deshace; poco a poco cambia de lugar y se va borrando la línea de la barra hasta que desaparece por completo. Ya, en plena marea alta, pasan las canoas y atracan en el desembarcadero de la isla.