VII

LA TEMPESTAD

ES el tercer día de su navegación, de noche; corre un viento fresco. Paradox y miss Pich pasan sobre cubierta. Miss Pich es flaca, de color de orejón y pelo azafranado. Tiene un cuello de nuez puntiaguda, con un sistema muscular que parece hecho de cuerdas.

MISS PICH. —¿Ha leído usted ya el número de mi Revista Neosófica, señor Paradox?

PARADOX. —Sí, sí; muy interesante. Hay artículos verdaderamente atrevidos.

MISS PICH. —¿Se ha fijado usted en el estudio de la señorita Dubois sobre «Las anomalías nasales de los soldados en Inglaterra»?

PARADOX. —Sí, tiene un gran interés. ¡Oh! Un interés extraordinario. Y diga usted, miss Pich, se me ocurre una duda: esas observaciones nasales ¿son todas oculares?

MISS PICH. —¡Oh! Completamente oculares.

PARADOX. —También he creído observar que la revista entera está escrita por mujeres.

MISS PICH. (Sonriendo.) —En mi Redacción no pone la pluma ningún hombre.

PARADOX. —¿Los desprecian ustedes?

MISS PICH. —Sí; los desdeñamos.

PARADOX. —Vamos, los consideran ustedes como unos pobres pingüinillos.

MISS PICH. —Eso es. Los hombres son seres inferiores. Para la fecundación y la procreación de la especie son indispensables, por ahora al menos; pero para los trabajos especulativos, filosóficos, artísticos…, las mujeres. Ellos, los pobres, son negados para eso.

PARADOX. —Sin embargo, miss Pich, Sócrates, Shakespeare…

MISS PICH. (Vivamente.) —Es que esos eran mujeres.

PARADOX. —¿De veras?

MISS PICH. —Está demostrado. El rey David también era mujer, y en el texto hebreo de la Biblia pone la reina David.

PARADOX. —¿Qué me dice usted?

MISS PICH. —Lo que usted oye.

PARADOX. —¿Y cómo se explica usted ese cambio de sexo tan escandaloso?

MISS PICH. —Muy sencillamente. Es que los hombres, con la necia vanidad que les caracteriza, han querido que la reina David fuera de su sexo y han falseado la Historia.

PARADOX. —¡Ah! Ahí está el secreto. Creo que ha puesto usted el dedo en la llaga.

GANEREAU. —¡Hola, Paradox!

MISS PICH. (Aparte.) —Este francés insustancial viene a interrumpirnos. Ya hablaremos, señor Paradox. ¡Buenas noches!

GANEREAU. —¿Estaba usted oyendo las explicaciones de esa vieja loca?

PARADOX. —Sí.

GANEREAU. —¿Qué le parece a usted?

PARADOX. —Creo que estamos en presencia de una gallinácea vulgar. Ya sabe usted que estas aves tienen la mandíbula superior abovedada, las ventanas de la nariz cubiertas por una escama cartilaginosa, el esternón óseo y en él dos escotaduras anchas y profundas, las alas pequeñas y el vuelo corto. Son los caracteres de miss Pich.

GANEREAU. —¿Cree usted que miss Pich tiene el vuelo corto?

PARADOX. —Estoy convencido de ello.

GANEREAU. —Pues yo la consideraba como una arpía.

PARADOX. —Error. Error profundo. Es una gallinácea vulgar.

GANEREAU. —Y hablando de otra cosa: ¿usted sabe hacia dónde estamos ya? No debe de faltarnos mucho para llegar a las Canarias. Hemos perdido de vista hace tiempo la costa de África. ¿En qué dirección se encuentran ahora Las Palmas?

PARADOX. —Yo creo que por ahí.

GANEREAU. —A mí me parece todo lo contrario. (A Sipsom, que se pasea sobre cubierta.) ¿En qué dirección estarán las Canarias, señor Sipsom?

SIPSOM. —No sé, no me lo figuro. El capitán lo sabrá a punto fijo.

GANEREAU. —No; yo no le quiero decir nada. Ayer, a una pregunta que le hice, me contestó diciéndome que él no tenía necesidad de darme explicaciones.

SIPSOM. —Es un imbécil. Consulten ustedes con el ingeniero alemán.

PARADOX. —No, hombre, dejadlo. Está muy distraído charlando con la americana. Le explicará geología. Es una ciencia muy interesante. (A Goizueta, que está cerca de la borda mirando al mar.) ¿Qué hay, Goizueta? Usted siempre tan pensativo.

GOIZUETA. —Dígales usted a esos señores que se retiren. Vamos a tener mal tiempo.

PARADOX. —¿Cree usted?…

GOIZUETA. —Antes de media hora ha caído el primer chubasco.

PARADOX. —Y ¿usted no piensa retirarse?

GOIZUETA. —Yo, no; a mí me gusta ver de cerca la tempestad.

PARADOX. —A mí, también. Le acompañaré a usted.

GOIZUETA. —¡Vaya un capricho de mojarse!

PARADOX. —Si ha de haber tempestad, prefiero presenciarla sobre cubierta que no padecería en el camarote. Vuelvo en seguida.

Paradox a Thonelgeben para que indiquen a Dora y a Beatriz la conveniencia de retirarse.

Van entrando todos a las cámaras de popa. Goizueta y Paradox, con su perro, quedan sobre cubierta.

Las nubes comienzan a avanzar y ocultan la luna. Sopla un viento frío, mezclada con llovizna. El tiempo se va cerrando en agua, con truenos y relámpagos; el viento ligero se hace más rudo y se convierte luego en un vendaval furioso, acompañado de una lluvia continua.

El mar toma un aspecto imponente A veces, sale la luna entre las nubes y se ve el agua blanca y espumosa. Olas como montañas entran por las bordas, barren la cubierta y vuelven al mar con un estruendo de catarata. Goizueta y Paradox se agarran a dos anillos del puente y callados contemplan la tempestad.

GOIZUETA. —Este capitán no sabe lo que se hace. Ha perdido la cabeza. (A un marinero que corre a clavar la escotilla.) ¿Por qué no tomamos hacia alta mar?

EL MARINERO. —No hay modo de enderezar el rumbo.

Un monte de agua, reventando sobre popa, sube por el puente y sale por la proa, arrastrando una porción de objetos, que no se distinguen en la oscuridad de la noche. La obra muerta chasquea y cruje; las olas caen de través, una tras otra, como golpes de ariete, sobre la cubierta. El barco se balancea de un modo violento y terrible.

GOIZUETA. —Pero ese timonel ¿qué hace? ¿En qué está pensando?

Paradox se separa un momento y mira hacia el puente.

PARADOX. —No hay nadie ahí arriba.

GOIZUETA. —¿No?

PARADOX. —No.

THADY BRAY. (Que viene corriendo.) —Una ola se ha llevado al capitán.

GOIZUETA. —Avisadle al teniente.

THADY BRAY. —El teniente está borracho.

GOIZUETA. —Entonces vamos nosotros al timón.

Goizueta, Paradox y Thady Bray, con el agua hasta las rodillas, llegan hasta la escalera del puente y van subiendo con gran trabajo.

Durante horas y horas siguen los tres en el puente.

Comienza a amanecer; nubarrones rojizos aparecen en el cielo; el viento se calma un tanto; la niebla va tomando un color blanquecino; luego comienza a hacerse transparente, y se ve el mar, que sigue encrespado, con grandes olas espumosas.

GOIZUETA. —Aprenda usted para que pueda sustituirme.

PARADOX. —Ya veo lo que usted hace.

GOIZUETA. —Las olas que vienen de través son las peores; la ola hay que tenerla delante o atrás, nunca a los lados. La mejor manera de pasarlas es cortarlas por derecho. Vea usted cómo vienen.

PARADOX. —Esta es tremenda.

GOIZUETA. —Hay que orzar más, ¡más aún!, que no nos coja de lado…, así.

El barco se levanta de proa hasta mirar con el bauprés al cielo, y luego se hunde en el abismo. El agua rebasa por las bordas con un estrépito de torrente.

PARADOX. —Y ¿hay que conservar la brújula en esta dirección?

GOIZUETA. —A poder ser, sí. Casi siempre pasan tres olas fuertes; luego viene un momento de calma y entonces se debe virar. ¿Se atreve usted a quedarse solo?

PARADOX. —Sí; venga el timón.

GOIZUETA. —Ojo a la brújula, y cortarlas siempre en derecho. Vamos a ver qué le pasa al teniente y si hay algo que comer por abajo.

PARADOX. —De paso tranquilicen ustedes a las mujeres.

GOIZUETA. —Ya lo haremos.

Bajan Goizueta y Thady Bray del puente. Paradox queda solo con Yock, que sacude a cada paso sus lanas mojadas.

El viento le ha llevado el sombrero a Paradox, y se ata el pañuelo a la cabeza. La lluvia, pulverizada por las ráfagas de aire, le cala la ropa.

PARADOX. (Agarrado a la rueda del timón.) —¡Quién te había de decir a ti, pobre hombre dedicado a las ciencias naturales y a la especulación filosófica, que habías de luchar tú solo con el mar inmenso hasta dominarlo y vencerlo por lo menos durante un instante!

EL VIENTO. —Hu…, hu… hu… Yo soy el látigo de estas grandes y oscuras olas que corren sobre el mar Yo las azoto, las empujo hasta el cielo; las hundo hasta el abismo… Hu… hu…, hu…

EL MAR. —Yo no tengo albedrío, no tengo voluntad; soy masa inerte, soy la fuerza ciega, la fatalidad que salva o condena, que crea o que destruye.

EL VIENTO. —Mis cóleras son sus cóleras; mis mandatos, sus furias.

EL MAR. —Esta ola que embiste como un toro furioso, que golpea como un ariete, que salta, que rompe, que deshace, no ansia el daño, no busca la destrucción; ayer brillaba en perlas en las flores, al amanecer, en el campo. Corrió luego por el río, fue nube roja en el crepúsculo esplendoroso de una tarde y hoy es ola y mañana volverá a ser lo que fue, rodando por el círculo eterno de la eterna sustancia…

PARADOX. —Sí, todo cambia; todo se transforma en los límites del Espacio y del Tiempo, y todo, sin embargo, sigue siendo igual y lo mismo… No me asustas, tempestad, por más que brames; no eres más que un aspecto, y un aspecto insignificante del mundo de los fenómenos.

YOCK. —No hay otro hombre como mi amo. No le asustan ni el mar tempestuoso ni el terrible huracán; en vez de quejarse contra el destino, discurre sobre la esencia de las cosas. ¡Hombre admirable, eres casi digno de ser perro!…

Pasan así durante más de una hora Paradox y Yock. En esto sube Goizueta al puente.

GOIZUETA. —Aquí le traigo a usted un poco de galleta y de ron.

PARADOX. (Sorprendido.) —¡Ah! ¿Es usted?

GOIZUETA. —No hay que olvidarse mirando a las olas de que hay que comer y beber. Conviene tener fuerzas.

PARADOX. —Y abajo ¿qué ocurre?

GOIZUETA. —Un escándalo. Una cosa repugnante. Los marineros están borrachos; los otros, mareados y locos de miedo.

PARADOX. —¿Tan poca filosofía tienen?

GOIZUETA. —Y ¿usted cree que la filosofía quita el miedo?

PARADOX. —¡No lo ha de quitar! El miedo no es más que un aspecto de la ignorancia. Ignorar es el principio de temer.

GOIZUETA. —Es posible.

PARADOX. —Es seguro.

Comen y beben los dos y se sustituyen en la rueda del timón.

PARADOX. —¿Y el grumete?

GOIZUETA. —Ha ido abajo, a las calderas. Es un chico templado.

En esto, el palo mayor cruje, se rompe y queda colgando, torcido, sujeto por el cordaje.

Goizueta sube por la escala con el cuchillo en la boca, corta las cuerdas rápidamente y el palo cae al mar, donde desaparece. A medida que el día avanza, comienza a subir la bruma y se va viendo a lo lejos, a intervalos, entre las masas de niebla que corren a impulsos del huracán, una costa bravía de arrecifes sobre la que saltan montañas de espuma.

PARADOX. —Y ¿no se podrá desembarcar ahí?

GOIZUETA. —¿En dónde?… Es imposible.

Calma un poco el viento.

PARADOX. —Esto parece que se arregla.

GOIZUETA. —Creo que no.

PARADOX. —Pues ahora el barco no cabecea.

GOIZUETA. —Caprichos. Los barcos tienen sus locuras, como las mujeres… Al mediodía el tiempo estará peor.

A pesar de la opinión de Goizueta, el mar llega a calmarse algo y Paradox baja del puente y entra en las cámaras de popa.

PARADOX. —Vamos, señores; ya empieza a pasar el peligro.

DORA. —¡Ay, yo me muero!

BEATRIZ. —Yo me encuentro muy mala.

PIPERAZZINI. —Estoy malísimo.

MINGOTE. (Con voz mortecina.) —¡Don Pelayo! ¡Don Pelayo!

DON PELAYO. —¿Qué?

MINGOTE. —Soy el más desgraciado de los hombres.

DON PELAYO. —Y ¿los demás, no?

MINGOTE. —Usted recogerá mi último suspiro.

DON PELAYO. (Furioso.) —¿Para qué quiero yo su último suspiro? ¿O es que cree usted que hago colección?

PARADOX. —Salgan ustedes un momento a respirar; esto les hará bien.

Todos los viajeros aparecen sobre cubierta y comienzan a andar de un lado a otro, a pesar de los balanceos del barco.

DIZ. (Con una palidez sepulcral.) —¡Esto ha sido una traición!

PARADOX. —¿Por qué?

DIZ. —Porque si. Me han tenido aquí encerrado con las mujeres. He intentado salir y no he podido. Si se hubiese usted ahogado me alegraría, porque es usted un imbécil, un farsante, que viene aquí a echárselas de héroe.

PARADOX. —¡Don Avelino!

DIZ. —¿Qué?… He dicho que es usted un imbécil y lo sostengo; he dicho que me hubiera alegrado de verle a usted en el agua, y lo sostengo también.

PARADOX. —Pero, mientras tanto, usted no se puede sostener. ¿Qué quiere usted que hiciera? Cuando le cuente a usted lo que ha pasado comprenderá usted que no le he podido avisar.

Diz se calla, iracundo. Los demás viajeros respiran con delicia el aire del mar. Al anochecer vuelve de nuevo a soplar el viento y a llover de una manera persistente.