IV

A BORDO DE LA CORNUCOPIA

ESTÁ amaneciendo; llovizna y sopla un viento frío. Paradox, Diz de la Iglesia, Hardibrás, Hachi Omar y otros esperan en el muelle a que venga el bote que ha de conducirles a la Cornucopia. Paradox, con gabán amarillo de verano y su sombrerito jovial, está acompañado de su fiel Yock; Diz de la Iglesia viste una gorra inglesa y un impermeable; Hardibrás, derecho sobre su pierna de palo, apoyado en un bastón, espera tranquilo; su brazo izquierdo, que es de madera, termina en un gancho de hierro, y colgando de él lleva todo su equipaje, que consiste en una caja de sobres con unos cuellos postizos y un paquete de tabaco. Hachi Omar anda de un lado a otro con un farol.

PARADOX. —Pero ¡cómo tarda esa gente! A ver si se olvidan de nosotros.

DIZ. (Asustado por el mal tiempo, con cierta íntima esperanza de que se olviden de ellos.) —No, no se olvidarán.

HARDIBRÁS. —Nos fastidian.

PARADOX. —No se les ve.

EL MAR. —Desecha tu impaciencia, Paradox. Olvida tus proyectos. ¡Retírate! ¡Huye! Pronto, si no, sobre débil bajel, en la ancha mar de los ruidos tempestuosos, te verás estremecido de espanto y tu existencia será juguete de las grandes y oscuras olas azotadas por el soplo del Aquilón.

PARADOX. —No, nunca volver atrás.

HACHI. —Allá está; ahí viene el bote.

Se ve acercarse una lancha entre la neblina. Salta uno de los marineros a la escalera del muelle y sujeta el bote. Van bajando todos, y a la luz del farol de Hachi Ornar se van colocando en los bancos. Hardibrás, trabajosamente, comienza también a bajar.

PARADOX. —Venga usted, déme usted la mano.

Hardibrás pone su gancho de hierro en la mano de Paradox, entra en la lancha y se sienta. Los marineros comienzan a remar y se aleja el bote en medio de la bruma y de la llovizna.

PARADOX. (Señalando a Hardibrás.) —¡Pobre hombre! La verdad, cuando me ha dado el brazo de madera con su gancho de hierro, creo que le temblaba de emoción.

DIZ. —Qué, ¿el gancho?

PARADOX. —Sí.

DIZ. —¡Qué farsante es usted!… Decían en el hotel que Wolf no iba a venir; ¿será verdad?

PARADOX. —Oye, Hachi Omar, ¿no venir el amo con nosotros?

HACHI. —No, él tener negocios. Nosotros esperarle a él en las Canarias.

PARADOX. —¿En las antiguas Hespérides o Afortunadas? Muy bien.

DIZ. —Y esos otros señores que en la mesa dijeron ayer que vendrían, ¿si se atreverán?…

PARADOX. —Sí; creo que sí. Aquí tengo la lista de los que vamos. Me la dio Wolf y la apunté anoche en mi diario.

DIZ. —Vamos a ver.

PARADOX. (Tomando el farol de Hachi Omar leyendo.) —Lista de la tripulación y pasajeros del yate inglés Cornucopia, de 350 toneladas, de la matrícula de Liverpool:

DIZ. —Total: once hombres. Vamos a ver los pasajeros.

PARADOX. —Entre los pasajeros hay algunos que forman parte de la expedición y otros que van en calidad de turistas; yo todavía no sé cuáles son los de una clase y los de otra. En la lista los he puesto juntos.

PARADOX. (leyendo) —Dora Pérez.

DIZ. —¿Vendrá su padre con ella?

PARADOX. —¡Ca! Ha dicho que no.

PARADOX. (Sigue leyendo)

PARADOX. —A este último no le he puesto profesión. Señor Hardibrás, ¿qué profesión le pongo a usted?

HARDIBRÁS. —Ponga usted soldado.

PARADOX. —Muy bien.

DIZ. —¿No hay más?

PARADOX. —No; por ahora, no.

Se acerca el bote a la Cornucopia y van subiendo a bordo los pasajeros.

HACHI. —Todavía no estar aquí la distribución de cuartos. Venir aquí.

Entran por la escotilla y bajan por una escalera a una cámara muy estrecha. Se ven a la luz de un farol tres hombres sentados, que están comiendo higos secos que cogen de un papel. Uno de los hombres es gordo, con el bigote corto; el otro es un tipo de perdonavidas, con un mostacho grande, pintado de negro, y una perilla del mismo color; el tercero es un hombrecito chiquirritín, con la cabeza gorda y la facha de chino.

PARADOX. —Buenos días, señores.

DON PELAYO. —Buenos días.

MINGOTE. —Buenos…

EL CORONEL FERRAGUT. —¡Hum!

PARADOX. —Siéntese usted. Diz; siéntese usted, Hardibrás; al menos aquí no llueve.

EL CORONEL FERRAGUT. (Siguiendo una conversación, sin duda comenzada anteriormente, y sin mirar a los recién llegados.) —Le digo a usted que soy anarquista.

MINGOTE. —Y yo también.

EL CORONEL FERRAGUT. —Porque antes los caballeros, señor Mingote (Coge un higo del papel), apaleaban a los sastres, a los zapateros y a la demás gentecilla menuda; pero ahora esa gentecilla se nos ha subido a las barbas, señor Mingote, y es la que manda, y la que gobierna, y por eso declaro que soy anarquista. (Coge otro higo del papel.)

MINGOTE. —Y yo también, señor Ferragut.

DON PELAYO. (El hombre bajito, levantándose y acercándose a Paradox.) —¿Es usted, por casualidad, don Silvestre Paradox?

PARADOX. —No; por casualidad, precisamente, no; pero soy Paradox.

DON PELAYO. —¿Viene usted al Cananí con nosotros?

PARADOX. —Eso parece. Y ¿usted quién es, si se puede saber, por casualidad, señor mío?

DON PELAYO. —¿No se acuerda usted de un secretario que usted tuvo cuando vivía en la calle de Tudescos?

PARADOX. —¡Aquel granuja que me robó los cuartos!

DON PELAYO. —El mismo.

PARADOX. —¡Aquel bandolero que me engañó como a un chino!

DON PELAYO. —No siga usted adelante, don Silvestre. Aquel granuja, aquel bandolero se ha hecho ya una persona digna y honrada; tanto, que va a la República del Cananí de administrador de Aduanas.

PARADOX. —Todo lo comprendo. Ha prosperado usted.

DON PELAYO. —La suerte.

PARADOX. —Ya ve usted, yo, en cambio, voy de simple colono.

DON PELAYO. —No; eso yo no lo permitiré. ¿Para qué están mis influencias? Le voy a presentar a mis amigos. (Haciendo las presentaciones.) Don Silvestre Paradox, uno de los pocos sabios que honran a España. (Señalando al hombre gordo.) Don Bonifacio Mingote, recaudador general de las contribuciones directas e indirectas de la república del Cananí.

PARADOX. —¿Hay ya contribuciones en el Cananí?

DON PELAYO. —Claro que las hay, de las dos clases: directas e indirectas.

PARADOX. —Pero ¿hay gente?

DON PELAYO. —No; pero eso no le hace. (Mostrando al perdonavidas,) el señor es el excoronel carlista Ferragut, jefe del Estado Mayor y ministro de la Guerra interino de la misma República.

Se saludan todos se dan la mano.

PARADOX. (Fijándose en Mingote.) —Extraña condecoración tiene usted. Así, de lejos, parece un huevo frito.

MINGOTE. —Sí, es una placa que me dieron por haber salvado la vida a un carabinero en Portugal.

PARADOX. —¡Ah!

MINGOTE. —Sí; un día patinábamos en la finca de un amigo, del marqués de Souza, sobre el Tajo, que estaba helado, cuando un carabinero, que nos estaba observando, pasó por un punto en donde el hielo no estaba muy fuerte y… pataplún, se hundió y desapareció. Había corriente por debajo del hielo, y la corriente fue llevando al hombre por el río. Yo intenté romper el hielo en varias partes, y no me fue posible.

PARADOX. —Terrible situación. Es conmovedor.

DON PELAYO. —¿No pudo usted romper el hielo? Y ¿qué hizo usted entonces?

MINGOTE. —Me metí por el mismo agujero por donde el hombre había desaparecido y, nadando, nadando…

PARADOX. —¿Como una foca?

MINGOTE. —Igual; lo encontré al carabinero, lo agarré y fui llevándolo hasta un boquete de hielo que había unos cuantos metros más allá, y por el boquete salimos él y yo. El rey don Carlos, cuando lo supo, me dio esta condecoración y una acuarela. Don Pelayo ha visto la acuarela.

DON PELAYO. —Es verdad; pero no me ha parecido muy bien pintada.

MINGOTE. —En eso se conoce precisamente que es real. Todas las acuarelas de los reyes están mal pintadas; pero eso no importa. Así tienen más mérito.

EL CORONEL FERRAGUT. (Fosco.) —Tienen el mérito de la firma.

PARADOX. —Y ¿de qué metal es esa placa?

MINGOTE. —No sé.

PARADOX. —Parece de aluminio o de latón. Es una hermosa pieza. Se le felicita a usted por su heroísmo.

MINGOTE. —Muchas gracias. Usted hubiera hecho lo mismo que yo.

PARADOX. —¿Con un carabinero? ¡Hum! ¡Qué sé yo!

DON PELAYO. —Parece que se acerca el otro bote. Vamos a ver quiénes vienen.

MINGOTE. —¿Para qué? Creo que son unos señoritos de Tánger.

Salen a cubierta. Ha amanecido. Una lancha atraca a la Cornucopia. Suben Ganereau y su hija Beatriz, luego Sipsom, y después el ingeniero alemán Thonelgeben, que da la mano a Dora.

GOIZUETA. —Viento fuerte y mucha mar.

EL CAPITÁN JENKINS. —¿Están todos?

UN MARINERO. —Sí.

La lancha en que han venido los viajeros se dirige hacia el puerto. Larga la Cornucopia el práctico y se pone en derrota para las Canarias.