EXPLICACIONES
UN cuarto pequeño, bajo, pintado de azul. De la ventana, abierta, entra el aire tibio de la noche. La luz de un quinqué, colocado sobre una mesa-consola, que tiene un hule blanco lleno de dibujos hechos con tinta, alumbra la estancia. Hay un armario con cortinillas ya rotas, a través de las cuales aparecen montones de libros desencuadernados, papeles, prensas, tarros de goma, y en medio de este batiburrillo, una calavera con rayas y nombres escritos con tinta azul y roja. Arrimados a la pared hay un sofá y varias sillas, todas de distinta clase y forma.
DIZ. (Sentándose en el sofá de golpe y hablando con amargura.) —Otra vez ha preparado usted algo sin contar para nada conmigo.
PARADOX. —¡Bah! Pensaba comunicarle a usted mi proyecto en el momento de ir a realizarlo.
DIZ. —Y ¿por qué no exponerme antes el plan?
PARADOX. —Es que es usted tan impaciente…
DIZ. —¿Eso quiere decir que soy un fatuo, un mentecato, un botarate?
PARADOX. —No inventemos, don Avelino. No dé usted suelta a su imaginación volcánica. Yo no he dicho eso.
DIZ. —No, pero es igual; lo ha dado usted a entender.
PARADOX. —Si viene usted con esas susceptibilidades de siempre, aplazaremos la explicación para otro día; hoy está usted, sin duda, nervioso.
DIZ. —¿Yo?… Estoy tan nervioso como usted; ni más, ni menos.
PARADOX. (Sonriendo.) —Mi pulso marcará ahora mismo setenta y dos pulsaciones por minuto.
DIZ. —El mío no marcará ni setenta. ¿Quiere usted explicar su proyecto, sí o no?
PARADOX. —No tengo inconveniente alguno. Usted no se habrá enterado, porque usted tiene el privilegio de no enterarse de nada; usted no se habrá enterado, repito, de que hace unos meses hubo un Congreso de judíos en Basilea.
DIZ. (Muy fosco.) —Ciertísimo; no me he enterado.
PARADOX. —Pues bien; en ese Congreso se discutió el porvenir del pueblo judío…
DIZ. —Un pueblo de granujas y de usureros.
PARADOX. —Conforme; pero usted no debía hablar así, porque tiene usted un tipo semita.
DIZ. —Yo me río de mi tipo.
PARADOX. —Eso es otra cosa. Pues bien; como decía, se discutió el porvenir del pueblo hebreo en esa reunión y se señalaron dos tendencias: una, la de los tradicionalistas, que querían comprar la Palestina e instaurar en ella la nación judía, con Jerusalén como capital; otra, la de los modernistas, que encontraban más práctico, más económico y más factible el fundar una nueva nación hebrea en África.
DIZ. (Fríamente.) —No sé adonde va usted a parar.
PARADOX. —Lo irá usted sabiendo.
DIZ. —Es que…
PARADOX. —Si me interrumpe usted, no sigo.
DIZ. —Seré mudo como una tumba. Se extiende en el sofá y apoya los pies en la mesa.
PARADOX. —Entonces, continuaré. Hará ya unos meses, no sé si usted recordará, que traje de Valencia, cubriendo una caja de sobres, un trozo de un periódico inglés. Usted no se fija en estos detalles, y, sin embargo, en esos detalles está muchas veces un descubrimiento tan importante como el de la gravedad. ¿No le parece a usted?
DIZ. —He dicho que seré mudo.
PARADOX. —Muy bien. Está usted en su derecho. Leí el periódico por curiosidad y lo guardé. Aquí lo tengo; dice así (lee): «El acaudalado banquero de Londres Mr. Abraham Wolf, uno de los príncipes de la banca judía, partidario entusiasta de la fundación de la patria israelita en el África, piensa hacer en breve un viaje por la costa de los Esclavos. Con este objeto, el señor Wolf ha invitado a la excursión a algunos hombres de ciencia, naturalistas y exploradores. Parece ser que el proyecto del señor Wolf es formar un gran sindicato, con el objeto de ir transportando al África a los judíos pobres, dándoles luego tierras y útiles de labranza. El señor Wolf está actualmente en Tánger, desde donde partirá la primera expedición a principios del…»
DIZ. —¿Por qué no sigue usted?
PARADOX. —Porque no sigue el trozo del periódico que traje. Inmediatamente de leer esto se me ocurrió la idea de que debía escribir a ese Wolf. ¡Idea luminosa!
DIZ. —Y ¿lo hizo usted?
PARADOX. —En el acto.
DIZ. —Y ¿le ha contestado?
PARADOX. —Sí.
DIZ. —Y ¿qué dice? ¡Tiene usted una calma verdaderamente inaguantable!
PARADOX. (Registrándose los bolsillos.) —¿Dónde está ese demonio de carta?… ¡Ah!, aquí la tengo. Verá usted; dice así:
No puedo ofrecerles por ahora más que el viaje y la asistencia gratis en mi goleta Cornucopia. Si después encuentran ustedes alguna ventaja en quedarse en el Cananí, trataremos del asunto más despacio. Para tomar parte en la expedición, que saldrá el veinte de enero, tienen ustedes que encontrarse aquí antes del día quince.
Si no han hecho sus preparativos para esta fecha, no se molesten en venir.
Si, por el contrario, están dispuestos a llevar a cabo el viaje, pueden tomar el vapor el día ocho. Con la carta que adjunta les envío, para el jefe de las oficinas de la Transatlántica, les facilitarán pasaje gratis hasta Tánger.
De ustedes, etc., etc., Abraham Wolf.
DIZ. (Levantándose del sofá y poniéndose de pie.) —Entonces no hay tiempo que perder.
PARADOX. —¿Qué?… ¿Se decide usted?
DIZ. —¿Quién se atreverá a impedirlo? Hay que prepararlo todo inmediatamente. ¿Dónde está el Conill?
PARADOX. —Estará durmiendo.
DIZ. —Voy a despertarlo; tengo que darle órdenes.
PARADOX. —Deje usted a ese apreciable roedor que duerma. Quedan dos días aún para hacer los preparativos.
DIZ. —Vamos a ver el mapa. (Buscando en el armario febrilmente.) Pero ¿dónde está el mapa?
PARADOX. —Debajo de esos papeles; ahí, al lado de la calavera lo tiene usted.
DIZ. —¡Ah!, es verdad. (Hojeando el mapa.) Aquí está… Europa…, España…, Francia…, Inglaterra…, Asia…, América… ¿Y África?
PARADOX. —Se le ha pasado a usted. ¡Va usted con la velocidad de un exprés americano!
DIZ. —¡Ah!, está aquí, ya la encontré. ¡África! ¡Admirable país! ¡Verdadera cuna de la civilización!… Es el único lugar donde se puede vivir dignamente.
PARADOX. —¿Cree usted?…
DIZ. —No lo ponga usted en duda. ¡África! ¡Tierra sublime no perturbada por la civilización!… Tocaremos en las Canarias, ¿eh?
PARADOX. —Es probable.
DIZ. —¿Luego en Cabo Verde?
PARADOX. —Es casi seguro.
DIZ. —Y después, ya, hacia el golfo de Guinea… Derechos al misterio… A lo desconocido… A la esfinge… Y ¿dónde desembarcaremos?
PARADOX. —No lo sé todavía.
DIZ. —¿En el Senegal? ¿En el Camerón?… ¿Quizá en el Congo?
PARADOX. —Ignoramus, ignorabimus, como dijo el ilustre fisiólogo Du Boys-Reimond en su célebre discurso de Berlín.
DIZ. —¡Qué admirable idea! Voy a realizar el sueño de toda mi vida.
PARADOX. —¿De veras tenía usted el pensamiento de ir a África? No le había oído a usted expresar ese deseo nunca.
DIZ. —Es que era un pensamiento oculto; vago, ideal, lejano; tan oculto, que casi yo mismo no me he dado cuenta de él. Amigo Paradox, ¡abracémonos!; un proyecto así es nuestra gloría; es el triunfo decisivo sobre los que nos han calumniado, sobre los que han hecho a nuestro alrededor la conspiración del silencio.
PARADOX. —¿Para qué recordar esas pequeñeces? No vale la pena.
DIZ. —Tiene usted razón: olvidemos lo minúsculo. Pensemos en lo grande. ¡Qué magnifica idea ha tenido usted! ¡Exploraremos, Paradox!
PARADOX. —Seguramente.
DIZ. —Descubriremos.
PARADOX. —Es muy probable.
DIZ. —Remontaremos ríos inexplorados.
PARADOX. —Sin duda alguna.
DIZ. —Escalaremos montañas inaccesibles.
PARADOX. —Inaccesibles hasta el momento en que las subamos nosotros.
DIZ. —Y nuestros nombres, unidos como los de Lavoisier y Laplace…
PARADOX. —Los de Cailletet y Pictet…
DIZ. —Los de Dulong y Petit…
PARADOX. —Los de Pelouze y Fremy…
DIZ. —… Y tantos otros, pasarán al panteón de la Historia.
PARADOX. —¿De la historia de la ciencia, por supuesto?
DIZ. —Naturalmente, de la historia de la ciencia.
PARADOX. (Aparte.) —Amigo mío, dijo Dinarzada, ¡qué cuento más maravilloso!
Voces lejanas de chicos que cantan.
Ay, chungala, que es carabasa.
Ay, chungala, que es polisó.
Ay, chungala, les chiques guapes
y el mocaor de crespó.