53

El sol negro

El pozo lo succionaba hacia abajo a una velocidad cada vez mayor. La sustancia pegajosa que había atrapado su bota también se había adherido como un papel matamoscas a su espalda. Permanecía pegado a la pared igual que un insecto, sin poder moverse, y al mismo tiempo se deslizaba hacia las profundidades de la tierra.

La fuerza del viento contra su rostro era tal que para poder abrir los ojos tuvo que mirar hacia arriba. La tormenta de nieve se había transformado en un punto blanco que menguaba por segundos. Instantes después había desaparecido, y sin embargo el interior del pozo continuaba iluminado.

En las paredes violáceas palpitaba una luz centelleante que parecía proceder de las estrellas de un cielo nocturno. Sobre él colgaban los soldados, con sus blancos trajes de camuflaje. También distinguió a Vater, que, con su silla de ruedas, se hallaba a unos diez metros por encima de su cabeza. Al lado de Vater aparecieron Eberlein, como prendido con alfileres a la pared del pozo, y algo que semejaba una enorme y blanca bola de billar: Batracio.

Al principio de la caída, Don, demasiado aterrado para pensar, sólo había atinado a abrazarse a su bolso. Después, sencillamente se había encogido a la espera del impacto. Sin embargo, ahora, mientras los minutos pasaban sin que se estrellaran contra el fondo, Don empezaba a preguntarse cuándo terminaría aquel abismo absorbente.

Recordó que en algún lugar había leído que el hombre nunca había conseguido perforar la corteza terrestre más de doce kilómetros, pero ya debían de haber sobrepasado esa distancia hacía rato.

Por encima de él se extendían las gélidas aguas del océano Ártico, y más abajo lo aguardaba el candente magma. Siempre se había imaginado el infierno como un lugar eternamente en llamas, pero a medida que descendían el frío iba en aumento.

En medio del fuerte viento consiguió volverse hacia Elena. Tenía los ojos cerrados, pero su boca se movía como en trance. Don se preguntó si debería intentar despertarla, pero su rostro parecía tan sereno que decidió dejarla como estaba. En su lugar, abrazó su bolso con más fuerza y cerró también los ojos. Siguió cayendo sin molestarse en mirar.

Mantuvo los ojos cerrados tanto tiempo que al final los párpados parecían pegados. Apenas podía mover la boca y sentía las mejillas y la frente entumecidas a causa del viento cortante.

De pronto percibió un leve cambio en el silbido provocado por la velocidad de la caída. No fue más que una vaga esperanza, pero al cabo de un instante le pareció que el descenso se ralentizaba. Y, en efecto, el viento menguó hasta convertirse en una leve brisa y pronto cayeron tan suavemente como una pluma hacia el fondo, que se hallaba oculto por una neblina grisácea.

—Nos esperan —dijo Elena a través de la bruma.

Don intentó mover los hombros, pero la viscosa pared lo mantenía inmovilizado. Durante el último tramo, sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Los envolvía una densa niebla y hacía mucho frío. Don hizo muecas para intentar devolver cierta movilidad al rostro, rígido a causa del aire gélido. Justo acababa de ponerse las gafas cuando el descenso llegó a su fin.

Con la misma celeridad con que había quedado pegado a la pared, ésta lo soltó, ahora delicadamente. Don sintió que descendía planeando los últimos metros hacia el fondo, donde se hundió hasta los tobillos en una capa de polvo.

Elena también aterrizó a su lado y la cadena de las esposas tintineó cuando ella lo atrajo hacia sí. Don no sabía por qué, pero algo lo llevó a cogerla de la mano, que parecía ser lo único cálido en aquel lugar.

Frente a ellos, a través de la niebla, vio que se abría una galería abovedada. Sus paredes emitían la misma luz violácea que el pozo, pero vibraba de una manera distinta. Don pensó que semejaban ligeras piezas de tela agitadas por el viento. Pero era imposible, porque allí, en las profundidades de la tierra, el aire, húmedo y frío, permanecía inmóvil.

Detrás de él, los soldados se estaban reuniendo, con sus blancos trajes de camuflaje, sus armas automáticas y sus gafas de visión nocturna. Eberlein se había agachado al lado de Vater y ambos hablaban en voz baja. La silla de ruedas se había hundido tanto en el polvo que sus ruedas ya no se veían. Elena avanzó a través de la niebla en dirección a la pared más próxima de la bóveda, arrastrando a Don tras ella.

Don levantaba nubes de polvo al andar, y Elena tiraba con tanta fuerza de él que le costaba mantener el equilibrio. Cuando alcanzaron la pared, Don comprobó que era de un material extrañamente inconsistente. Si las paredes del pozo recordaban el vidrio, las de la galería abovedada estaban hechas de un polvo muy fino que caía produciendo un suave rumor. Al parecer era lo único que los separaba de la masa rocosa.

Don tendió la mano y su brazo se hundió hasta el codo. No parecía que hubiera nada detrás, sólo el polvo que caía lentamente sobre su mano.

Y mientras estaba allí, contemplando aquella luminosa cascada violácea, se preguntó qué sabía realmente del infierno gélido de las sagas nórdicas.

Las dos palabras del escandinavo antiguo, nifel y heim, significaban literalmente «el mundo nebuloso», un lugar donde reinaba un crepúsculo permanente y en el que nunca caía la noche. Según las sagas islandesas, era un lugar terriblemente frío y lleno de vapores venenosos. Los inuit creían que se hallaba muy por debajo del océano Ártico, en un lugar que llamaban Adlivun. Era el Hades, el reino de las sombras griego, y según su abuela materna…

Sheol —murmuró Don—. Geyen in Sheol.

En cambio, cuando Elena tocó la pared de polvo no vio un infierno. Desde el momento en que se había precipitado por el borde del abismo, la voz susurrante de su madre le había procurado consuelo.

Ahora, al encontrarse frente a la pared, sintió el impulso de dar un paso adelante y adentrarse en aquel polvo. Más allá de los puntos luminosos le pareció ver el contorno de unos rostros que con su mirada la animaban a seguir avanzando.

Vio bocas que se movían, murmurando palabras inaudibles. Era como si le reclamaran algo, como si hubiese algo que sólo ella podía darles.

Introdujo la mano y, bajo la lluvia de millones de partículas violáceas, le pareció que empezaba a tornarse extrañamente transparente. Debajo de su piel se formó un halo amarillo rojizo donde músculos y tendones semejaban surcos fosforescentes. Formó un cuenco con las manos y las retiró delicadamente. El polvo permaneció inerte entre sus manos, como si careciese de vida. Pero de pronto las chispas comenzaron a despertar y una suave luz iluminó poco a poco su rostro.

Elena pensó en Wewelsburg y en la sustancia que la Fundación había conseguido salvar guardándola en unas cápsulas de cristal selladas. La misma sustancia que permitía ver en sueños los fundamentos supremos de la física y la química. Ahora los destellos volvían a hablarle, mostrándole estructuras moleculares y el dibujo que forman los enlaces entre los átomos. Sin embargo, ya no pensaba facilitar ningún esbozo que ilustrara la construcción del mundo.

En su lugar, le acercó el polvo a Don, para que lo contemplara. Pero el sueco parecía asustado, sus ojos eran dos estrechas ranuras detrás de los cristales empañados de sus gafas. Comenzó a hurgar en su cartera y sacó un pequeño inhalador. Elena vio que se lo llevaba a la boca con avidez.

Tras aspirar una profunda bocanada de tricloroetileno, Don puso los ojos en blanco por un instante. Luego metió una mano en la cartera en busca de los comprimidos de Mogadon.

No le gustaba la manera en que Elena lo miraba; para poder seguir adelante tenía que poner remedio a las palpitaciones. Mientras esperaba a que las drogas surtieran efecto, Don decidió que no daría un paso más por aquella galería infernal. Sin embargo, cuando Elena lo arrastró por las esposas, recordó con un suspiro que no era él quien mandaba allí. Siguieron a los hombres de la Fundación bajo la bóveda resplandeciente.

• • •

Don y Elena avanzaban con dificultad el uno al lado del otro, un poco por detrás de la fila de soldados, con sus uniformes blancos y brillantes como la nieve. Al frente iba Vater. Sentado en su silla de ruedas, que se abría paso a través de la capa de polvo, su calva cabeza oscilaba como un solitario farol.

Justo detrás de la larga y estrecha espalda de Vater Don vio a Eberlein y Batracio. De vez en cuando, las gafas antirreflectantes se volvían hacia Don, como para constatar que éste veía lo que se ocultaba en aquel lugar.

Tras un largo rato caminando en silencio se oyó un lejano estruendo que se acercaba por la galería. El sonido fue en aumento a medida que se adentraban más y pronto se convirtió en un fragor retumbante.

Don miró de reojo a Elena y vio las blancas nubecillas de vaho que salían de su boca. Al mismo tiempo notó que su propia respiración se tornaba débil y jadeante. Empezó a buscar en el bolso algo capaz de aliviarlo, pero se detuvo al advertir que la excursión había llegado a su fin.

Vater había echado el freno a su silla de ruedas y uno de los soldados levantó la mano en señal de alto. En ese instante oyeron un nuevo estruendo. Don sintió que la reverberación le atravesaba el torso.

De nuevo buscó el calor de Elena en medio de la niebla. Ella le cogió la mano y contemplaron la gigantesca sala en que la galería finalmente había desembocado.

Elena no sabía qué pensar de aquel lugar que le habían descrito tantas veces. Lo había imaginado como un palacio sacado de un cuento, una mágica fuente de sabiduría. Sin embargo, al disiparse la neblina comprendió que las descripciones de Vater no habían sido ciertas. No habían alcanzado ninguna mágica fuente de sabiduría, sino que se hallaban en un mausoleo que sólo le daba la bienvenida a quien ya estuviera muerto.

La caverna que tenían delante era tan grande que no se veía dónde acababa, y cuando Elena echó la cabeza atrás fue como mirar hacia un cielo cubierto de miles de pequeños puntos de luz. Pero aquella gigantesca cueva debía de terminar en algún sitio, pues unas esbeltas columnas se elevaban hacia el alto techo. Eran incontables, como un bosque de árboles sin ramas.

Elena se disponía a internarse en la sala cuando alguien la sujetó por la muñeca y la obligó a volverse. Se encontró con la mirada tuerta de Vater.

—Este laberinto es demasiado grande para ti, Elena —dijo—. Será mejor que me sigas. —Puso en marcha la silla de ruedas en dirección a la hilera de columnas más alejada.

Los soldados lo siguieron agazapados, como si esperasen alguna clase de resistencia. Al lado de Eberlein iba Batracio, que desapareció entre las columnas con pasos cautelosos.

Don sintió vértigo al comprender que todo contacto con la realidad se había interrumpido. Buscó dentro de sí la embriaguez que debería proporcionarle el Mogadon a fin de que le resultara más fácil aceptar que lo que estaba viviendo era una alucinación.

Elena lo obligó a avanzar tirando de las esposas, y él la siguió a trompicones. No conseguía entender por qué los alemanes se habían empeñado en que los siguiera hasta el centro de la tierra.

Las columnas que iban dejando atrás eran muy estrechas y se erguían como antorchas azules y centelleantes en medio de la oscuridad. Don se preguntó cómo era posible que aquellas delgadas estacas soportaran el inconcebible peso de la montaña.

Entonces sus pensamientos se deslizaron hacia Bube y su casa estilo años cincuenta, en cuyo jardín se pudrían las frutas, y la mesa de cristal debajo de la cual solía jugar al tiempo que escuchaba su voz.

Mientras él consiguiera seguir con vida, ella no desaparecería por completo. Todos sus relatos continuaban marcados a fuego en su memoria. Pero, en cuanto él hubiera desaparecido, las historias se perderían y la verdad que contenían se olvidaría para siempre.

Se preguntó por qué había amado tanto a Bube, considerando el efecto que había ejercido en su vida. Al fin y al cabo, él nunca había podido aliviar sus penas. ¿Cómo esperar, ni siquiera de un niño, que alguien hiciera que el tiempo avanzara en sentido contrario? Siempre había luchado contra el terror, pero allí, en el inframundo, la batalla le resultaba todavía más absurda.

A su lado, Elena también caminaba sumida en sus pensamientos. La voz tranquilizadora de su madre la guiaba y la empujaba a avanzar a través de la caverna. Le hablaba quedamente del cálido sol que iluminaba un balcón de los suburbios meridionales de Nápoles. Le prometía que al fin volvería a casa.

Ése no era un lugar apacible, intuía Elena, percibía sombras alrededor. Ni siquiera los científicos de la Fundación habían sido capaces de determinar qué tipo de recinto era aquél. Ella habría dicho que se encontraba en un punto de intersección en el tiempo donde la membrana que separaba este mundo del otro era terriblemente frágil.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos porque Vater frenó entre las columnas. Vio que hablaba en voz baja con el oficial al mando de los soldados.

Éste se descolgó el fusil automático del hombro y se lo entregó. Con él, el anciano señaló un claro que se abría a unos cien metros de allí. Luego ordenó con un gesto que los soldados procedieran a desplegarse. A continuación, la silla de ruedas volvió a ponerse en marcha.

Con un sentimiento de desaliento y resignación Don había acabado por aceptar cuanto veía. El polvo violáceo y las columnas que se elevaban hacia el lejano techo de la gruta. Las tinieblas de Nifelheim que se cernían sobre él con su gélida humedad.

Sin embargo, cuando llegaron al espacio abierto más allá de las columnas, su corazón se disparó y nada de lo que llevaba en la cartera habría podido calmarlo. A través de la neblina vio un enorme túmulo en forma de nave rodeado por unos bloques de piedra bastamente tallados y dispuestos en círculo. Y lo que había en el centro del círculo lo hizo doblarse, a punto de soltar un vómito que llevaba toda la vida intentando contener.

Porque en el centro del círculo de piedras colgaba un enorme sol negro de cuyo disco partían doce rayos. Era die schwarze Sonne, que se elevaba sobre el polvo, etéreo entre los bloques de piedra, desafiando la ley de la gravedad.

Elena conocía la existencia del sol negro, pues había oído hablar de él desde su primer año en Wewelsburg. Hacía tiempo que Vater le había explicado por qué Karl Maria Wiligut había mandado hacer el mosaico en el suelo de la torre norte.

Se trataba de la puerta a algo completamente diferente, etwas ganz anderes, y junto a ella había tenido las visiones más poderosas. Era la antena receptora de todas las voces que le llegaban del otro mundo.

Sin embargo, al verla realmente por primera vez, lo que atrajo la atención de Elena no fue el disco negro, sino los hombres de larga cabellera que estaban montando una enorme estructura metálica en forma de arco. Constaba de seis asientos unidos entre sí mediante cables, y frente a uno de los asientos había un hombre cuya piel era tan fina que podía distinguir los amarillentos huesos de su cráneo.

Don entornó los ojos y dirigió la mirada hacia los sudamericanos para así evitar la visión del sol negro que flotaba en el aire. Los hombres de Lytton estaban poniéndose las capuchas de goma con aberturas para la nariz y la boca. Les cubrían toda la cabeza y se adherían a ella por completo. En cuanto se las hubieron puesto, empezaron a brillar en la oscuridad al compás de la energía eléctrica de las ondas cerebrales.

Entonces Rivera, el antiguo vecino de camarote de Don, se conectó un cable a una fijación dispuesta a la altura de la sien. El cable reptaba hasta el siguiente asiento y el siguiente hombre, y así sucesivamente. Tras interconectarse mediante aquellos cables, los hombres sentados en el arco metálico se habían convertido en una máquina humana conectada en serie.

Augusto Lytton le indicó a Rivera que procediera. En medio del fragor del inframundo, los cables empezaron a palpitar despidiendo un brillo verdoso.

Don se volvió hacia Elena en busca de alguna explicación sobre lo que estaba ocurriendo, pero ella tampoco parecía entender qué pretendían conseguir los sudamericanos con todo aquello.

Vater estaba colocando una mira en el fusil automático y los soldados empezaron a ponerse a cubierto, hincando una rodilla en la gruesa capa de polvo.

Don se acordó de Eva y la buscó con la mirada, pero, junto al círculo que formaban los bloques de piedra, sólo vio a Augusto Lytton y a sus seis hombres interconectados. Frente a sus cráneos luminosos, el sol negro había empezado a transformarse. Su disco se había reblandecido como si fuera de arcilla y giraba lentamente.

A medida que aceleraba, el sol se iba convirtiendo en un remolino negro. Flotando frente a los hombres sentados en el arco metálico, parecía querer absorber hasta la última partícula de luz.

Los rayos del sol también parecían crecer y alargarse. Uno de ellos casi alcanzó a la mujer que una vez se había llamado Eva Strand.

Eva, que debía de estar oculta detrás del disco solar, avanzó hacia Lytton. En su mano sostenía el objeto que había llevado a Don tan lejos de Lund. La cruz de Strindberg continuaba siendo transparente y brillaba contra la chaqueta roja de Eva, pero Lytton no demostraba ningún interés por su hija. Sus ojos seguían fijos en el sol negro del inframundo.

Después de pasar por delante de su padre, Eva siguió avanzando hasta dejar atrás a los sudamericanos. Se detuvo para colocarse justo entre el arco de metal y los alemanes. Los soldados le apuntaron desde detrás de los bloques de piedra, pero parecían aguardar una señal de Vater. Éste dirigió su único ojo hacia Eva y observó cómo se agachaba. Cogió un puñado de polvo grisáceo y lo examinó. Cuando éste empezó a brillar, el envejecido rostro de Eva se iluminó.

Don la contemplaba absorto. Eva levantó la mirada hacia él, inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa. No parecía sorprendida de verlo allí.

Detrás de ella, el remolino negro y las resplandecientes cabezas de los sudamericanos. A su alrededor, el mar gris, los montones de materia exánime. Eva movió los labios, como si intentara decirle algo, pero un rugido prolongado ahogó sus palabras.

Cuando se hizo nuevamente el silencio, Don sintió un tirón en las esposas. Se volvió y vio que Elena también miraba a Eva Strand.

Detrás de Elena, Vater alzaba el fusil automático, y cuando el punto rojo se encendió, Don comprendió que le había colocado una mira láser. Los soldados, que permanecían agachados detrás de los bloques de piedra, lo imitaron. Pronto, los luminosos láser atravesaron las tinieblas.

Don se volvió de nuevo hacia Eva. No entendía por qué seguía sin moverse. Al fin y al cabo, tenía que ser consciente de lo que estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, seguía allí, sin dar la voz de alarma. Los cables que conectaban los cráneos luminosos latían más rápido por momentos, y el remolino en que se había convertido el sol negro empezó a tomar la forma de un vórtice devorador, capaz de succionarlo todo.

Mientras miraba a Eva, Don sintió que su cuerpo se volvía más pesado. Pensó que estaba a punto de arrancarle todo cuanto en él era alma y corazón, que lo que conformaba su yo se estaba adentrando en las vertiginosas profundidades del sol.

Elena también había empezado a notar la poderosa fuerza de atracción, pero para ella lo peor no era la creciente pesadez, sino que la voz de su madre se había alejado hasta desaparecer, como si el infausto rugido del vórtice la hubiera ahogado.

De pronto advirtió que el rayo láser de Vater empezaba a desplazarse y que se dirigía lentamente hacia Eva Strand. Intentó advertirla, pero en medio del creciente caos no consiguió articular sonido.

El láser marcó un punto rojo en la frente de Eva, y allí permaneció un interminable segundo, como si de un signo de casta se tratara.

Don no llegó a oír el disparo. Lo único que vio fue que Eva se desplomaba como una marioneta a la que le cortan los hilos.

El grito que se alzó en su interior apenas salió de su boca. Tiró de las esposas y arrastró a Elena fuera de la protección del bloque de piedra, hacia el cuerpo tendido de Eva Strand.

Lytton advirtió por fin lo que estaba pasando y saltó de la silla al suelo. Las cabezas dejaron de brillar. Uno detrás de otro, los sudamericanos abandonaron sus asientos y se pusieron a cubierto.

Don y Elena habían llegado hasta Eva. Él se dejó caer de rodillas y levantó delicadamente su cabeza con una mano mientras con la otra intentaba detener la sangre que manaba allí por donde la bala había salido.

En la frente de Eva había un orificio del tamaño de una moneda. Semejaba un tercer ojo, como la herida en la frente de Olaf. Eva y su hermano habían acabado por ser iguales en la muerte, pensó Don. En la muerte, el tiempo que los separaba se había borrado.

Quiso gritarle que despertara y se inclinó sobre ella, tan cerca que percibió su respiración superficial. Entonces, en algún lugar de las pupilas, apareció una débil llama. Don quiso decir algo, pero por mucho que lo intentó no encontró las palabras.

—Don Titelman —musitó Eva—. Tenías un magnífico… vagón de tren.

—Eva…

—Pero no fue… justo que tuviera que… traerte… hasta aquí.

—Eva, intenta respirar.

Eva lo miró en silencio, hasta que un soplo de aire apagó la vacilante llama que aún ardía en sus ojos.

Elena vio que un velo de polvo cubría el pálido rostro. Las finas líneas en la piel de Eva se habían suavizado hasta casi desaparecer. Don seguía intentando detener la hemorragia, y cuando levantó la mirada hacia Elena, vio que ésta temblaba.

Detrás de la estructura metálica, los sudamericanos habían empezado a moverse al tiempo que el remolino se debilitaba. Sin el efecto de las ondas cerebrales, el vórtice giraba cada vez más lentamente, hasta que por fin el sol negro se detuvo y permaneció flotando, tan brillante e inmóvil como antes del extraño experimento de Lytton.

Desde detrás de los bloques de piedra, los rayos láser de los alemanes bailaron a través de la neblina hasta apuntar al arco de metal.

Elena bajó la vista hacia la cruz que Eva seguía sosteniendo en las manos. Centelleó en la oscuridad cuando separó los dedos con cuidado, dejando al descubierto la estrella.

Don estaba sentado al otro lado del cadáver, con la cabeza inclinada y los hombros temblorosos. Elena se llevó la cruz al pecho. Miró de reojo a Vater, que la observaba desde detrás de un bloque de piedra. Luego se volvió hacia el arco de metal, que ahora servía de protección a los sudamericanos, y se puso de pie lentamente.

—¡Jansen!

La voz chillona de Vater atravesó la neblina. Se percibió un movimiento en medio del polvo más allá de los cables, pero no se oyó ninguna respuesta.

—Porque supongo que usted es Jansen, que ha vuelto de entre los muertos, ¿verdad? —prosiguió Vater—. En tal caso, me temo que será una visita muy breve. Ya ha visto cómo ha terminado su hija.

—¿Qué tenía que ver ella con nosotros? —gritó Lytton, tendido detrás del arco de metal—. Su maldito inframundo les ha quitado la vida a mis dos hijos.

—La oscuridad exige sus sacrificios. Usted mejor que nadie debería saberlo —dijo Vater, y activó el dispositivo que lo incorporaba en la silla.

Elena vio que el rostro medio quemado de Vater se elevaba por encima del bloque de piedra.

—Esto es lo que me hizo su hija, Jansen —dijo señalándose la cara—. Nadie les pidió a ella y Titelman que hicieran volar la torre de la Fundación por los aires. Si se atreve a salir, podríamos continuar con su prometedor ensayo.

—¿Y qué pasará si conseguimos abrir la puerta y establecemos contacto con lo que se esconde detrás de ella? —preguntó Lytton.

Vater no contestó, y nuevos rayos láser se fueron encendiendo. Sin embargo, esta vez procedían de las armas de los sudamericanos, que habían tomado posiciones detrás del arco de metal. Los rayos de los dos grupos se cruzaron en la neblina, formando una telaraña luminosa.

—¡Tengo otra propuesta que hacerle! —gritó Lytton—. Va a pedirle a su hija que me traiga la cruz. Luego se irán todos tranquilamente para que nosotros podamos cumplir con nuestro cometido.

Elena miró el punto rojo que se paseaba por su pecho. Procedía de una de las armas que los hombres de Lytton dirigían contra ella.

Al mismo tiempo, Don vio otro punto rojo en su nuca, procedente del arma de Vater.

Elena apretó la cruz contra su frente para sentir su refrescante claridad. Se concentró cuanto pudo en busca de la voz de su madre. Miró hacia el sol negro, que pendía en el aire, ingrávido e impenetrable, y vio que su propio rostro emergía poco a poco en su brillante disco.

Don también había empezado a levantarse después de depositar sobre el polvo la cabeza de Eva. Cuando se hubo incorporado, siguió la mirada de Elena hacia el sol flotante del inframundo.

Al parecer volvía a transformarse una vez más, pues su disco se había aclarado ligeramente. Elena se inclinó hacia él y le susurró al oído unas palabras en italiano. Con cada sílaba que conseguía pronunciar, la luz del sol se hacía más intensa.

—¡Elena! —gritó Vater.

Ella no dio señales de haberlo oído.

—¡Elena! —repitió Vater—. Estoy esperando que me traigas la cruz.

Don vio que Elena movía la boca cada vez más rápido a medida que el resplandor del sol iba en aumento. Se llevó la mano a la frente para evitar que lo cegara. Avistó a Augusto Lytton, que estaba tendido bajo el disco luminoso. Los ojos del anciano eran lo único negro en aquel cráneo que ahora bañaba una luz intensa.

Elena sintió que algo tiraba de ella, como si le exigiera una última acción. Estaba ante una puerta que la alejaría de la oscuridad, pero no sabía cómo abrirla.

Lo voglio —murmuró—. Quiero que nos quitéis la cruz.

En ese instante, el disco del sol se soltó con un suspiro. Una resplandeciente nube de polvo se desprendió de su centro. Don vio que avanzaba hacia ellos y que al cabo de un instante envolvía a Elena. Con los ojos cerrados, ésta tendió la cruz hacia él y Don oyó que susurraba:

—Quiero que me llevéis con vosotros.

Cuando Elena abrió los ojos ya no veía nada del inframundo en torno a ella. Las tinieblas habían desaparecido, también los bloques de piedra y el intenso frío. Lo único que quedaba allí era la luz que la rodeaba, y sintió que alguien la estrechaba entre sus cálidos brazos.

—Llévame contigo —volvió a susurrar.

En ese instante aparecieron unas manos que le quitaron la cruz. Elena alzó la mirada hacia el rostro que tanto se parecía al suyo: los altos pómulos, la boca ancha y los ojos a los que no había mirado desde que era una niña.

—Elena, tu hora todavía no ha llegado.

La voz de su madre apenas se había apagado cuando Elena advirtió que la cruz empezaba a despedir humo. Se consumió lentamente y dejó una mancha negra en la mano del espectro.

Don, que estaba a su lado, también sintió el calor, pero fue incapaz de entender lo que vio en medio de aquella nube resplandeciente. Era una figura encorvada que parecía una mujer muy vieja. Su cabellera, larga y blanca, estaba recogida en un moño que le resultaba muy familiar.

Entonces bajó la mirada hacia las pantorrillas de la mujer, vio que estaban cubiertas de cicatrices y comprendió que debía llegar a la luz, que Elena tenía que dejarlo entrar.

—Bube… —murmuró Don.

Elena notó un empujón cuando Don se acercó, y ambos avanzaron con paso vacilante hacia el espectro de luz. En ese instante se oyó un chasquido ensordecedor que procedía de los miles de columnas de la gruta, que empezaban a ceder. Una se partió bajo el peso de la montaña y se derrumbó hecha añicos.

Ahora que estaba tan cerca, a Don le pareció que su cuerpo era mucho más ligero. No hizo caso del terrible estruendo cuando las columnas comenzaron a caer. Lo que estaba fuera de la luz ya no significaba nada para él.

El espectro cogió la cadena que lo unía a Elena. Al instante, Don sintió que se elevaba sobre el suelo de la gruta.

La criatura los levantó por encima del círculo de bloques de piedra y los alejó del brillante disco solar. Desde el alto techo llovían piedras sobre los hombres que luchaban por salir.

Don vio a Lytton correr entre las columnas que se derrumbaban, y a Vater, a quien los soldados llevaban en volandas entre los escombros.

Los únicos que habían permanecido completamente inmóviles eran Reinhard Eberlein y Batracio. Se habían quedado allí, uno al lado del otro, frente al furioso resplandor del sol.

Don y Elena continuaron subiendo. Era como si el espectro de luz que tiraba de la cadena de las esposas tuviera alas, porque en torno a ellos se oía un aletear.

Lo último que Don atisbó fue algo blanco que manaba de la frente de Eva Strand. Rezumaba como un arroyo que regresa al manantial, al regazo ardiente del sol blanco.

De pronto, la velocidad aumentó con tal celeridad que el viento empujó su cabeza hacia abajo. Luchaba para poder respirar cuando ambos fueron sacados del techo que se derrumbaba.