La entrada
En medio de la tormenta, las hélices del helicóptero empezaron a girar. Don intentó llevarse las manos a los oídos para protegerse del ruido ensordecedor, pero resultaba bastante difícil, puesto que Moyano tiraba todo el rato de su brazo mientras lo arrastraba hacia la pista por la cubierta de popa.
A su lado, Eva se abría paso a través de la tempestad, con las manos metidas en los bolsillos del anorak. La luz de los focos reveló que tenía los ojos inyectados en sangre. No se había molestado en cubrirse la cabeza y la nieve ocultaba su cabello.
Augusto Lytton no había ido a buscarlos al camarote del capitán, sino que ya se hallaba ante la puerta de la cabina del helicóptero, impartiendo órdenes que el sonido del rotor impedía oír. Ante esto, hizo una seña a sus hombres de que cargaran la última caja de acero. Don reconoció a su vecino de camarote, Rivera, que en ese momento agarró la caja por las asas, la levantó y la ubicó en la bodega del helicóptero.
Una escalerita de metal conducía hasta la cabina. El peldaño inferior había desaparecido, sepultado bajo la gruesa capa de nieve.
Don vio que los vientos racheados sacudían el helicóptero y hacían resbalar los patines sobre la superficie helada del barco. No conseguía entender cómo lograría elevarse en aquellas condiciones tan adversas. Sin embargo, el anciano no parecía nervioso cuando le dio un último empujón hacia la puerta del aparato.
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Eva se apretó contra Don en el asiento y se encogió para protegerse del frío. El interior estaba descascarillado y en los cristales había escarcha. Se sopló las manos y pateó el suelo para entrar en calor. Uno detrás de otro, los sudamericanos fueron subiendo y ocuparon sus asientos exhalando nubes de vaho.
Sólo quedaba Lytton en medio de la tormenta. Por fin, también él subió la escalerilla, que a continuación retiraron lentamente. El anciano golpeó el cristal de la cabina del piloto y levantó un pulgar huesudo.
Con las palas acelerando al máximo, el helicóptero se escoró y empezó a elevarse. Cuando alcanzó unos diez metros de altura, el viento lo desequilibró. Las cajas de acero patinaron con un chirrido sobre el suelo. Eva chocó contra Don, que se mordió la lengua y le sangró.
El piloto sudamericano consiguió en el último momento estabilizar el aparato y se elevaron hasta la altura del mástil del radar. Luego siguió un brusco viraje hacia atrás, sobre el surco de mar que la quilla de la embarcación había abierto en el hielo del Ártico.
Allí abajo, a la luz de los focos, Don vislumbró algo que lo hizo jadear: un cuerpo brillante y fusiforme que emergía del negro oleaje. Sin embargo, cuando se alejaban del rompehielos, Don estuvo seguro de que había sido una ilusión óptica, lo que venía a confirmar lo agotado que estaba.
Durante un par de minutos todavía divisaron el Jamal. En medio de la oscuridad, semejaba una estrella remota. De pronto, también ésta se apagó, y siguieron adelante, atravesando la nieve que no paraba de caer.
Todos los hombres de Lytton vestían anoraks rojos. Iban juntos, tenuemente iluminados por las luces de emergencia, pero el ruido en la cabina era tan fuerte que no podían hablar entre ellos.
Don contempló aquellos rostros de facciones amerindias y ojos brillantes. Moyano, sentado frente a él, sostenía un fusil automático. Al lado de Moyano iba Rivera, que no paraba de toquetear una máscara de goma, una especie de pasamontañas con aberturas para la nariz y la boca.
Eva permanecía con los ojos muy apretados, de modo que la fina piel de su nariz se había fruncido. El único que no daba señales de preocupación era Augusto Lytton, que no paraba de examinar la cruz y la estrella. Don fijó la vista en éstas, pues a esas alturas estaba terriblemente mareado a consecuencia de los continuos bandazos. Los objetos de Strindberg parecían lo único que no se movía en aquel helicóptero.
Sin embargo, a medida que pasaban los minutos creyó ver que la cruz empezaba a transformarse lentamente. En efecto, se tornaba cada vez más transparente y poco a poco comenzó a emitir una luz resplandeciente. Cuando el fulgor pasó a la estrella, los dos objetos empezaron a fundirse. Se trataba de la misma reacción que Don había observado tantas veces como efecto de la llama del mechero Bunsen.
Al momento siguiente fue como si hubiera turbulencias debajo del helicóptero, que empezó a descender hacia la vasta extensión de hielo. Don sintió una especie de succión en el estómago. Apretó el bolso contra el costado y miró a Eva, pero la luz era demasiado escasa para distinguir la expresión de su rostro.
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Nada habría podido preparar a Don para lo que lo esperaba cuando el helicóptero aterrizó. Sin embargo, ya lo había visto reproducido en el negativo de Eberlein.
Los hombres de Lytton lo condujeron hasta una garganta abismal abierta en el hielo que conducía directamente a la entrada del inframundo. Sus bordes eran completamente regulares y la boca era muy ancha.
El helicóptero había aterrizado a unos cien metros, y un surco discurría a través de la nieve en dirección a la abertura. Era la marca que habían dejado los sudamericanos al arrastrar sus cajas de acero, que habían alineado en el borde del abismo.
Don se ciñó el anorak para protegerse del viento cortante. Vio que Rivera y Moyano agarraban una de las cajas y la descolgaban por el borde del pozo. Cuando la superficie de metal rozó la pared interior, la soltaron y dejaron que cayese.
—¡Final del trayecto! —gritó Augusto Lytton sobre el fragor de la tormenta—. Lamento mucho decirlo, pero para una parte de la expedición, señor Goldstein, el largo viaje concluye aquí.
Luego hizo una seña a Moyano de que se acercara. El fornido sudamericano tuvo que agacharse para oír las instrucciones. Don observó a continuación su mueca de decepción.
—Tendrá que quedarse aquí arriba haciendo guardia junto con Moyano —explicó Lytton—. Espero que los dos encuentren algo con que matar el tiempo.
Tras esto, el anciano se llevó a Eva hacia la entrada. Al llegar al borde del abismo no se detuvieron, y cuando Don volvió a mirar, ni Lytton ni su hija estaban ya allí.
Se oyeron voces de preocupación entre los sudamericanos. Aun así, pronto los siguieron y desaparecieron uno tras otro como engullidos por el profundo agujero. Abandonados, Don y Moyano permanecieron envueltos por la nube de nieve.
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Cuando hubo transcurrido más de una hora, Moyano, harto de estar allí sin hacer nada, comenzó a caminar alrededor de la entrada, dejando a Don solo. Y mientras permanecía sentado mirando hacia el abismo, lo único en que podía pensar Don era en Nils Strindberg y en el hecho de que estaba viendo lo mismo que éste, Andrée y Frænkel habían visto aquel día de julio de 1897.
Las paredes interiores del pozo emitían un resplandor violáceo. Su lisa y compacta superficie no mostraba ni una sola grieta, y desafiaba la fuerte presión que ejercían los millones de litros de agua del océano. Era como un gigantesco tentáculo que se extendiera hacia el fondo, un kilómetro tras otro. Don no podía entender cómo alguien sería capaz de soportar una caída así, y sin embargo, Lytton y Eva…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sordo sonido de unos pasos.
Era Moyano, que regresaba tras dar otra vuelta en medio del viento ululante. Don alzó la mirada hacia el sudamericano, que en ese momento asomó la cabeza por el borde del pozo.
—Es un milagro, ¿verdad? —susurró.
Don asintió con la cabeza casi sin darse cuenta. Un milagro. Se acercó al borde gateando para apreciar mejor la luz reverberante. Al asomarse, se preguntó cómo era posible que Lytton y Eva hubieran sobrevivido a semejante caída. Las paredes eran completamente lisas y bajaban en vertical.
Moyano se quitó un guante, se puso en cuclillas al lado de Don y pasó los dedos por el borde interior. De pronto, su mano quedó enganchada, como si la pared fuera de pegamento. Moyano tiró con todas sus fuerzas y se oyó un chasquido cuando logró soltarse.
—¡Joder! —exclamó—. Pruebe usted —le dijo a Don, que también había tendido una mano vacilante hacia el borde.
Al instante, su guante fue succionado por las profundidades del túnel. Las paredes parecían chorrear, como una superficie de cristal que se derritiera rápidamente. ¿Cómo no lo había advertido antes?
A su lado, Moyano se balanceaba peligrosamente cerca del abismo. Don se apartó para no dejarse agarrar por el sudamericano, que agitaba inseguro la mano en el aire. Moyano levantó un pie antes de dar el último paso hacia el vacío, con los brazos separados de su torso sacudido por el viento.
Pero, justo cuando parecía que se había decidido, el sudamericano se llevó la mano al cuello como para aplastar algún tipo de insecto; entonces la sangre empezó a manar entre sus dedos y caer sobre la nieve tiñéndola de rojo. Consiguió mantenerse en pie unos segundos más, pero al cabo se le doblaron las piernas y se precipitó al vacío.
Don se volvió. El viento y la fuerte nevada hacían casi imposible mantener los ojos abiertos, y lo poco que consiguió distinguir resultaba incongruente. Más allá, el hielo parecía haber cobrado vida. Avanzaba hacia él como un ondulante alud grisáceo. Unos enormes bloques de nieve se acercaban a gran velocidad como una legión de espectros que se mimetizaban con el entorno.
A Don no le dio tiempo de ver mucho más, porque de pronto lo arrojaron de bruces al suelo. Yacía sobre el hielo con un cuerpo encima, y la boca se le llenaba de nieve. Un antebrazo apretado contra su nuca casi lo dejó sin respiración. Desesperado, consiguió girar un poco la cabeza e inspirar. Resolló, convencido de que ya no podía pasarle nada peor, hasta que vio los neumáticos de una silla de ruedas que avanzaban lentamente hacia él.
—Don Titelman —dijo una voz familiar—. He de admitir que empieza usted a ser un verdadero incordio.
El antebrazo le liberó la nuca y Don pudo ponerse boca arriba. Parpadeando y a través de la nieve que caía incesante, distinguió el rostro de Vater, medio desfigurado por las quemaduras.
—Convendrá conmigo en que la última vez que nos vimos, allá en Wewelsburg, tenía mucha prisa en dejarnos —prosiguió Vater—. Sin embargo, nunca perdí la esperanza de volver a encontrarme con usted.
Un ojo muerto; el otro, de mirada vivaz y penetrante.
—Levantadlo —ordenó Vater.
Los soldados que acompañaban a Vater cogieron a Don y lo obligaron a ponerse de pie. Al lado de Vater apareció Eberlein, con un uniforme de camuflaje y gafas antirreflectantes. Detrás de él se acercaba Batracio con su característico andar vacilante.
—Tan cerca de la resolución del enigma y, sin embargo, no ha visto nada —dijo Vater—. ¿Elena?
Alguien salió entre los soldados, una pequeña figura que se aproximó a Don con movimientos gráciles. Cuando se retiró la capucha, Don reconoció a la joven de la torre norte de Wewelsburg.
—¿Sí, Vater?
—Nos llevaremos a Titelman abajo. Para él, esto será un final apropiado.
Unas esposas se cerraron en torno a una muñeca de Don.
—Y allí te encargarás de él, Elena —añadió Vater.
La muchacha tendió la mano. Vater cerró la otra manilla alrededor de su muñeca, uniéndola así a Don.
Vater condujo su silla de ruedas hasta el borde del abismo. Miró las refulgentes paredes violáceas y dijo:
—A partir de ahora, silencio.
Con precaución, Elena deslizó un pie por la pared del pozo y con un gesto de la cabeza le indicó a Don que la imitara. Cuando trasladó todo su peso sobre el pie, la suela se adhirió a la pared. Parecía como si una mano la hubiera agarrado e intentara arrastrarla hacia abajo. Volvió la mirada hacia Don y dijo:
—Vamos, signor.
Don se quitó titubeante las gafas Ray-Ban y sintió que la pared atrapaba su bota. Luego Elena tiró de las esposas y al instante ambos cayeron al interior del pozo.