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Cambio de rumbo

Tal vez se debía al viento ululante o al sonido del hielo al romperse, pero el caso era que a David Bailey le costaba relajarse y conciliar el sueño. Se preguntó cuánto tiempo llevaba dando vueltas en la cama, y empezó a buscar a tientas sobre la mesita de noche del camarote.

Antes de que se hubiera quitado el antifaz, había conseguido coger el pequeño ordenador portátil negro. Lo activó para comprobar la hora, pero al mismo tiempo que comprobaba que eran cerca de las tres, otra cosa llamó su atención en la titilante pantalla verde.

Tenía que haber algún problema con el GPS, pensó, y sacudió el ordenador, pero las cifras que indicaban la posición no cambiaron. Bailey permaneció pensativo un rato, sin hacer nada, mirando con desconfianza la pantalla, pero al final tuvo que admitir que el rompehielos en efecto había modificado el rumbo.

El Jamal había dado media vuelta y, en lugar de dirigirse hacia el Polo Norte, se abría paso a través del hielo en dirección sur.

Cuando Bailey finalmente consiguió llegar al puente de mando, descubrió que sus puertas de cristal tintado estaban cerradas con llave. Tras titubear un instante, llamó.

El marinero ruso que le abrió no pareció especialmente impresionado por el pequeño dispositivo GPS de Bailey. Se limitó a señalar con gesto huraño hacia el capitán y el ingeniero jefe, cuyos rostros estaban iluminados por la fría luz azul de la consola de navegación.

A través del ventanal frontal apenas se distinguía la cubierta de proa, a pesar de que todos los focos estaban dirigidos hacia la nube flotante de la tormenta de nieve.

El capitán ni siquiera levantó la mirada cuando Bailey se acercó a él. Debajo de su barba, los indicadores del radar seguían dando vueltas sin parar.

—Capitán Sergéi Nikoláevich —dijo Bailey—, ¿por qué hemos cambiado de rumbo? ¿Hay algo que los pasajeros deberían saber?

El capitán le dirigió una mirada insondable, con los labios apretados.

—Debido a la tormenta de nieve y una serie de factores que no vienen al caso se va a producir un leve retraso en el viaje al Polo Norte —intervino el ingeniero jefe—. Tendremos que quedarnos unos días varados en una posición a unas cincuenta millas náuticas al sudoeste.

—¿Varados al sudoeste? —Bailey resopló—. Pero el contrato estipula…

—Como usted entenderá, nuestra mayor prioridad es la seguridad de todos los que viajan en este barco.

Cuando el ingeniero jefe se hubo callado, y dado que el capitán no le ofrecía más explicaciones, Bailey miró alrededor. Entre los rusos vestidos de uniforme vislumbró un rostro demacrado. Reconoció de inmediato al testarudo anciano que había querido subir personalmente su equipaje a bordo. En su calidad de guía de la expedición, Bailey no había tenido demasiado contacto con Augusto Lytton ni con los demás sudamericanos del grupo. De hecho, no había mostrado interés en la fauna humana que viajaba en el Jamal.

Lytton estaba rodeado de algunos de sus melenudos de mirada torva. Bailey intentó esbozar algo parecido a su habitual sonrisa a fin de aparentar cierta seguridad en sí mismo, y tendió la mano hacia el anciano. Lytton permaneció con los brazos cruzados y dijo:

—Señor Bailey, justamente iba a acercarme a su camarote para despertarlo. Debe transmitirles cuanto antes un mensaje a los pasajeros. Existen una serie de nuevas reglas para esta embarcación que es importante que conozcan.

—Pero son casi las tres de la mañana —contestó Bailey, confuso—. Lo más seguro es que todos estén durmiendo y…

—Señor Bailey, no se lo estoy preguntando. Ni siquiera le pido que piense, sino tan sólo que adopte un tono tranquilizador.

Acto seguido, dos hombres de Lytton agarraron a Bailey por los brazos. Por lo que éste leyó en sus placas, se trataba de Moyano y Rivera. Los sudamericanos lo llevaron en volandas hacia la consola de navegación, donde había un micrófono.

Lytton lo ubicó a la altura de la boca de Bailey y puso el dedo sobre el interruptor.

—Lo que tiene que decir es esto, y creo que lo mejor será que se ciña al texto. —Sobre la mesa, bien a la vista del guía, depositó un papel escrito a mano que contenía unas breves frases.

—¿Tienen que entregar todos los aparatos electrónicos? —barbotó Bailey—. Teléfonos y cámaras… ¿Para qué?

Miró a Nikoláevich, pero el capitán continuaba impertérrito. Entonces Lytton apretó el interruptor y el sistema de megafonía cobró vida con un silbido.

David Bailey se aclaró la garganta y bajó la mirada hacia las primeras palabras escritas en el papel. Empezó a leerlas en alto con voz vacilante.

Eva había empezado a preguntarse si Don se habría quedado dormido, pues no conseguía ver sus ojos debido a aquella postura que había adoptado en el sofá. Hacía varias horas que en el camarote del capitán reinaba un lúgubre silencio.

Don no le había formulado ninguna pregunta después de escuchar la larga historia de Lytton. Sencillamente se había apartado de Eva y no había vuelto a pronunciar palabra. A ella le costaba imaginar qué conclusiones habría sacado de lo que acababa de oír, pero daba por supuesto que dudaba de su veracidad.

Sin embargo, todo lo que le habían contado era cierto. A pesar de que ahora los años parecían confundirse, hacía demasiado tiempo que su padre y ella vivían. Las inyecciones que le habían aplicado cuando era adolescente habían dejado sus cicatrices y su dolor, pero, al igual que en el caso de Lytton, habían cumplido su función, deteniendo el deterioro propio de todo ser humano, el reloj biológico que, ya desde el nacimiento, tiene una duración limitada. Noventa años después de los primeros ensayos, sus células seguían reproduciéndose, sin el menor defecto o mutación.

Era posible que su piel se hubiera vuelto más frágil, y tenía algún que otro problema con las articulaciones y los huesos, pero por lo demás el cuerpo de Eva, al igual que el de su hermano en la mina, se conservaba muy bien. Era casi irónico que aquella entrada al inframundo en cierto modo hubiera impuesto entre ambos hermanos la barrera del tiempo.

El precio que había tenido que pagar fue la esterilidad, aunque nadie había podido preverlo. Su padre siempre le había dicho que el regalo que le había hecho era tan extraordinario que jamás podría retribuírselo, y de esa manera la había mantenido bajo su control.

En ocasiones Eva se preguntaba si alguna vez había existido realmente, porque, si alguien existe, ¿no debería tener la facultad de decidir por sí mismo? Aunque era cierto que en Estocolmo, durante unas décadas antes y después de la guerra, había llevado su propia vida y la había compartido con un hombre, al final volvió con su padre y a vivir a su sombra.

En realidad, lo único que compartían era la añoranza de Olaf, pues Lytton nunca se había recuperado de la desaparición de éste. Sin embargo, ¿era la pérdida de su hijo lo que de verdad apenaba a su padre, o el que se hubiesen extraviado la estrella y la cruz de Strindberg?

Cierta vez, a principios de siglo, la había llevado con él a la puerta del inframundo. Eva tenía entonces unos diez años, y lo recordaba como un viaje al infierno. Los sonidos de allí abajo nunca la habían abandonado, pero no recordaba ninguna visión mística de aquella experiencia.

Jamás había regresado, ni se había entrometido en la investigación militar. Había acabado convertida en una ayudante muda que se ocupaba de las cuestiones prácticas de la vida de su padre. De los que la acompañaron en el descenso al inframundo, sólo ella sabía la procedencia de todos los conocimientos de Lytton.

Que ella supiera, en los últimos años las investigaciones de su padre habían entrado en una fase cada vez más experimental. Al parecer ahora esperaba entrar en contacto con el otro lado, ese que, gracias a las inyecciones, había logrado mantener alejado.

Seguramente, Lytton consideraba que los hombres que había llevado a bordo del rompehielos con él gozaban de una fuerza mental suficiente para abrir la puerta al inframundo. El objetivo era obtener la sabiduría total, dejar atrás toda duda. Alcanzar la claridad que había ansiado durante tanto tiempo.

Eva había seguido las instrucciones de su padre y había viajado hasta Falun, donde conoció a ese tal Don Titelman. Le había recordado tanto a su hermano que llegó a pensar que no podía tratarse de una casualidad.

Durante el viaje que realizaron juntos, Eva había empezado a dudar cada vez más de que en realidad quisiera dar con la cruz y la estrella de Strindberg. Ya no sabía si se trataba de ayudar a su padre o de destruir el inframundo.

Ahora, sentada al lado de Don en el sofá, Eva aún no conocía la respuesta. Lo único que sabía era que su mayor deseo era protegerlo del final inevitable de la travesía. Le acomodó la chaqueta de terciopelo y luego siguió sentada, escuchando su lenta respiración.

Cuando Don sintió que ella lo tocaba, pensó que debería cogerle la mano y exigirle respuestas a todas las preguntas que todavía no le había formulado. Para tener más de cien años, Eva poseía una mente excepcionalmente ágil, por no hablar de su asombroso éxito como jurista. Pero como solía decirse: A mentsh on mazel iz vi a toyter mentsh, una persona sin suerte es una persona muerta.

Don no pudo evitar sonreír al pensar en todas las vicisitudes que había tenido que superar entre la sala de interrogatorios de Falun y el camarote del capitán del Jamal. En su recuerdo, siempre deambularían por las calles de Ypres y Saint Charles de Potyze, y ya empezaba a sentir cierta añoranza, a pesar de que Eva estaba sentada a apenas un metro de él.

Alzó la mirada e intentó encontrar una manera de formular la primera pregunta, pero en ese preciso instante se hizo un profundo silencio. Luego vibró el cristal del mueble bar. Y el rompehielos, con una tremenda sacudida, hizo contramarcha para ir frenándose poco a poco.