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Bajo la superficie

A unas setecientas millas náuticas después del cabo Norte, el submarino de la armada alemana finalmente alcanzó el rompehielos. Pasó de la propulsión diesel a la de hidrógeno, que no produce vibraciones, y luego siguió avanzando veinte metros por debajo del casco del Jamal como una sombra silenciosa.

En el interior del submarino, Elena podía oír el sordo rumor de las hélices del rompehielos y el ruido que producían los propulsores al abrirse paso a través de la banquisa.

En la angosta sala de oficiales se oía también el gorgoteo de los tanques de lastre. Por lo demás, reinaba el silencio, sin conversaciones innecesarias que rompieran la calma. A pesar de que el submarino no emitía ninguna señal de radar, la tripulación había aconsejado a los hombres de la Fundación que no corrieran ningún riesgo. Nadie podía saber con seguridad de qué tipo de equipos de detección estaba provisto el Jamal.

El aire filtrado le había provocado un constante dolor de cabeza a Elena. Estaba echada en una de las estrechas literas que se distribuían como nichos fúnebres a lo largo de las paredes de la sala.

Los demás compartimentos estaban ocupados por los miembros de las tropas de asalto que Vater había seleccionado con la ayuda de los servicios de contraespionaje alemanes. El principal requisito había sido tener experiencia en combates en condiciones de frío extremo. Luego habían evaluado la capacidad de los hombres para guardar silencio acerca de lo que verían.

Elena sintió que la litera se inclinaba cuando el timón corregía la ruta. Volvió la cabeza hacia Vater y Eberlein, que cuchicheaban sentados a la mesa en el centro de la cabina.

Habían volado en un avión a reacción hasta el extremo más septentrional de Escandinavia, la base naval de Tromsö, donde se encontraba el submarino. Habían tenido prisa, pues el rompehielos se acercaba rápidamente a la zona señalada por las esferas. Sin embargo, ahora, veinticuatro horas más tarde, Vater parecía dudar de que Titelman y Eva realmente se encontraran a bordo.

Por los susurros dirigidos a Eberlein, Elena comprendió que estaban a punto de llegar al paralelo 84 y que el rompehielos todavía no había modificado su rumbo. Tampoco había nada que diera a entender que aminoraba la marcha. Por encima de ellos, el Jamal seguía rompiendo el hielo a una velocidad tan lenta como constante.

Escuchaba en silencio la discusión cada vez más encendida. Había decidido no intervenir, porque no estaba dispuesta a seguir ofreciéndole a Vater pistas y respuestas. La mano que de forma milagrosa la había curado tras la explosión también había removido otras cosas dentro de ella. Seguía sintiendo aversión hacia Vater, pero el miedo había dejado de ser tan intenso.

Era como si los lazos impuestos que tanto la subyugaban estuvieran a punto de aflojarse, como si la mano hubiera despertado lo que durante tanto tiempo había estado adormecido en su interior. Sus sentidos volvían a aguzarse, y pronto serían otra vez como los de un niño de seis años.

Vater parecía sospechar algo, porque no le permitía moverse libremente por el submarino, a pesar de que éste sólo tenía 56 metros de eslora y estaba repleto de hombres de uniforme. Quizá creyese que, a modo de venganza tardía, había planeado hundirlo.

Sin embargo, en ese aspecto no tenía que preocuparse. En su fuero interno, Elena discurría por otros senderos. La acariciadora voz de su madre la reclamaba constantemente y la conducía a través de las habitaciones luminosas que antaño habían sido su hogar. Allí escuchaba, como si fuese una niña, las risas y voces de sus hermanas. Allí no existían las preocupaciones. Allí estaba completamente a salvo.

Elena sabía que la cruz se hallaba en el rompehielos, porque cuando cerraba los ojos veía nítidamente su silueta. Flotaba a unos sesenta metros por encima de sus cabezas, en lo alto de una escalera, y el que la llevaba, junto con la estrella, era un hombre muy viejo. Elena había presenciado el experimento con el mechero Bunsen y sabía hacia dónde apuntaba el rayo.

Cuando cerraba los ojos y escuchaba su interior, la voz de su madre le llegaba de muy cerca. Ahora, todos los cuchicheos procedentes de la cruz se habían unido en aquella voz que le hablaba. De hecho, le había hablado desde que habían empezado a acercarse al Jamal, y Elena deseaba con todas sus fuerzas dejarse arrastrar, desaparecer en el tiempo y el espacio.

En su cabeza dolorida, la voz sonaba cada vez más insistente, como si buscara una reacción. Oía una y otra vez las mismas palabras: «Devi portarcela, Elena, tienes que traérnosla. Questo deve finire, esto tiene que acabar». Sin embargo, no sabía qué se esperaba que contestase. Lo único que quería era permanecer echada escuchándola y volver a sumirse en los sueños de su infancia. Allí veía los armarios de la cocina, el empapelado de tono dorado y a lo lejos, colgado del respaldo de la silla, el abrigo que su madre pronto recogería.

Devi portarcela, Elena —la interrumpió la voz.

Los ojos de su madre reflejaban una profunda tristeza.

Deve finire.

Y, por primera vez, Elena se oyó a sí misma murmurar:

Ti sento. Ti sento, mamma. Te oigo.

La onda de calor que emitía la cruz a través del casco del rompehielos y las heladas masas de agua era tan intensa que la dejó sin aliento.