Jansen
Fuera había empezado a nevar y el viento lanzaba los copos blancos contra las ventanas del camarote del capitán. Unos nubarrones se arremolinaban contra ellas alejando la estancia de toda noción de tiempo y espacio. Cuando Don intentó mirar hacia fuera, lo único que vio fue su reflejo en el pálido cristal, inclinado sobre los papeles del secreter y, detrás de él, la figura borrosa de la abogada.
Cuando volvió a la mesa, donde seguía el mechero Bunsen, evitó la mirada de Eva. Se dejó caer en el sofá frente a la butaca vacía de Augusto Lytton.
El anciano aguardaba delante de la puerta con el abrigo de pieles sobre los hombros, dispuesto a salir. Entonces Eva le indicó que se detuviera y ambos entablaron una conversación susurrada en español.
Don trató de entender de qué hablaban, en vano. Apoyó la cabeza contra los cojines del sofá y evocó las fotografías de los periódicos vespertinos.
El rostro sin vida de Olaf Jansen lo miraba desde la camilla junto a la boca de la mina. Don se preguntó cómo no había visto lo que ahora le resultaba tan evidente. El arco de las sienes, los pómulos, el mismo mentón… todos esos rasgos que relacionaban a Olaf con Eva. Sin embargo, el hombre de la mina había muerto en 1918 y pertenecía a otra época.
Cuando levantó la mirada hacia la suave luz del techo, reparó en que los susurros junto a la puerta habían cesado. En su lugar, oyó tintineo de cristales en el mueble bar.
—Creo que necesitas esto —dijo Eva.
Don cogió el vaso de vodka que le ofrecía.
—Bebe —añadió ella.
Don tomó un par de sorbos y luego echó la cabeza atrás para mirar fijamente a la abogada. En su rostro sólo veía lo que le recordaba al muerto.
—Entonces… Olaf Jansen debió de ser tu… tu abuelo paterno… ¿O qué?
Eva se quedó mirándolo en silencio y finalmente dijo con voz queda:
—No, Don. Olaf Jansen era mi único hermano.
—Pero… ¿cómo?
Don visualizó entonces la fotografía en blanco y negro. La mujer rubia sentada con las piernas púdicamente dobladas. Y el pie de foto: «Lytton Enterprises - La Dirección - Buenos Aires, 1936».
—La última vez que vi a Olaf sólo tenía once años —dijo Eva.
—O sea, que llegaste a conocerlo. Pero ¡si se suicidó en la mina hace casi un siglo!
Eva asintió con la cabeza y las comisuras de sus labios se tensaron. Don fue presa de un repentino desasosiego. No conseguía pensar con claridad.
Augusto Lytton volvió a tomar asiento en la butaca. Suspiró y dijo:
—Tu amigo tiene quince minutos, nada más. Luego despertaremos a los hombres y pondremos en marcha la operación. Sabes que vamos con retraso.
—¿La operación…? —repitió Don.
—Supongo que tendrá muchas preguntas, señor Titelman —dijo Lytton. Abrió la pitillera de plata y sacó otro purito. Golpeó la punta contra la mesa de cristal y prosiguió—: Le he prometido a mi hija que os concedería quince minutos en agradecimiento por sus servicios. Pero, si por mí fuera, serían menos.
—¿Su hija? ¿Eva?
Augusto Lytton encendió el purito y asintió levemente con la cabeza. Don miró a Eva, luego al anciano, y sintió que se hundía en un túnel insondable.
—¿Y bien, señor Titelman? —lo urgió Lytton tras soltar una bocanada de humo.
Don oyó que Eva se sentaba a su lado. Lo agarró del brazo y lo ayudó a incorporarse. Lytton tamborileó impaciente con los dedos sobre el brazo de la butaca.
—¿Qué sentido tiene…?
Eva lanzó al anciano una rápida mirada que lo acalló. Luego ayudó a Don a beber otro sorbo de vodka.
—O sea, que vosotros… —dijo Don. No sabía por dónde empezar—. ¿O sea, que usted es Jansen? ¿El noruego que en su día robó la estrella y la cruz de Strindberg? ¿El asesino de Andrée?
Lytton lo miró sin abrir la boca.
—¿Papá? —lo apremió Eva.
—Vale, de acuerdo. —Lytton soltó otro suspiro—. Sí, es verdad, señor Titelman. Hubo un tiempo en que me llamaba Jansen. Pero con los años ese nombre… ¿cómo lo diría?, se convirtió en una carga. Para seguir adelante con los negocios estaba obligado a romper con el pasado.
—¿Y por qué eligió llamarse Lytton?
El anciano puso los ojos en blanco.
—Señor Titelman, le aconsejo que piense en el tiempo que le queda. Con cada minuto que pasa nos alejamos más de la puerta que señaló el rayo de Strindberg.
Don dejó su vaso sobre la mesa y lo miró fijamente. Al menos tenía que encontrar un punto fijo al que aferrarse.
—Así que usted es el padre de Olaf… Es decir, ¿afirma ser el padre del hombre muerto que encontraron en la mina, el que murió en 1918?
—Sí, pero cuando se trata de mi hijo prefiero no… Creo que no tiene nada que ver con todo esto, y no sé si… —Lytton miró a Eva, pero ésta no dejó que se escabullera—. Olaf, sí… —añadió en tono vacilante—. Amaba a ese chico, pero… —La voz se le quebró inesperadamente. El propio Lytton pareció sorprenderse.
—Lo prometiste —dijo Eva con dureza.
El anciano dio un par de caladas más al purito. Parpadeó en medio de una nube de humo amarillento y guardó silencio, como si intentara reunir fuerzas para seguir.
—Mi Olaf… —susurró por fin—. Nació a finales de los años setenta. Era apenas un adolescente cuando aprendió a manejar el arpón, mejor que yo y que mi padre. Éramos tres generaciones de balleneros. ¿Se imagina usted cómo me sentía trabajando en alta mar junto con mi hijo? —Cerró los ojos. Su voz empezó a cobrar fuerza—. Teníamos nuestras embarcaciones en Lofoten y Svalbard. Era una empresa modesta y pequeña, las cuentas apenas cuadraban. Cuando mi padre murió, en el otoño del noventa y cinco, apenas nos quedaba dinero. El chico sólo tenía diecisiete años, o sea que…
—¿El noventa y cinco? —lo interrumpió Don—. ¿Está hablando de 1895?
—Sí, claro, ¡1895! —dijo Lytton, irritado.
—Todo esto no son más que mentiras —dijo Don al tiempo que intentaba ponerse de pie.
—Señor Titelman…
—¿Pretende que crea que tiene más de ciento cincuenta años? No entiendo por qué, pero…
—Por favor —intervino Eva—, limítate a escuchar lo que tiene que contarte mi padre, Don.
—¿Y tú, Eva, cuántos se supone que tienes? ¿Cien? Te ruego que me disculpes, pero… —Se levantó y se tambaleó—. No me parece precisamente creíble.
Eva lo agarró del brazo.
—En los años veinte, los químicos de papá desarrollaron un método para lentificar el proceso de envejecimiento. Sin embargo, resultó que tiene su precio, sobre todo para las mujeres, yo incluida. Los telómeros del ADN…
—Por mi parte, ya he tenido bastante —la interrumpió Lytton—. ¿De qué sirve remover viejas heridas?
Don se inclinó sobre la mesa y cogió su vaso de vodka. Luego se acercó al mueble bar y volvió a llenarlo. Lo vació en un par de tragos y al final no pudo resistirse a la tentación.
—En ese caso —dijo—, Lytton, Jansen o comoquiera que se llame, me gustaría saber qué les pasó a Nils Strindberg, Knut Frænkel y el ingeniero Andrée.
Se oyó el estruendo de un enorme témpano al romperse en medio de la oscuridad. Lytton miró a Eva y tras un suspiro volvió a empezar:
—Fui yo quien convenció al chico de que siguiéramos el globo de los suecos cuando echó a volar. Siempre se trató de dinero, nunca de otra cosa.
Don se apoyó contra el mueble bar. Las vibraciones del casco del Jamal se propagaron por sus piernas.
—Como ya he dicho, teníamos problemas económicos —prosiguió Lytton—. No sólo nosotros; en aquellos tiempos era el pan de cada día para toda la gente de Svalbard. Andrée y sus suecos, con sus marcos alemanes, necesitaban toda la ayuda que pudieran encontrar. Nos encargamos de buena parte del transporte a la isla del Danés. Durante aquellas semanas, mi hijo Olaf llegó a entablar una buena amistad con Knut Frænkel. Lo admiraba, señor Titelman. Ya sabe cómo pueden llegar a ser los chicos a esa edad. Unos días antes de que partiera la expedición, le transmitieron a Olaf, en toda confianza, el secreto acerca de la cruz y la estrella, el rayo que señalaba… Bueno, usted ya está enterado de todo eso. Cuando me lo contó, me di cuenta de que el secreto podía valer mucho dinero. A pesar de que el chico no quería, lo obligué a venir con nosotros cuando seguimos el globo por mar. Éramos Olaf y yo y algunos de mis hombres de mayor confianza.
Don aún sostenía la botella de vodka. Es macht nisht oys?, ¿qué más daba? Tembloroso, llenó una vez más su vaso. Después se acercó al sofá, se dejó caer en él y preguntó:
—Entonces, ¿fue usted o su hijo quién asesinó al ingeniero Andrée y a Strindberg?
—¿Asesinar? —Lytton hizo una mueca—. Va a tener que elegir mejor sus palabras. —Lanzó una mirada ceñuda a su hija—. Eva, ¿realmente tengo que soportar…?
Ella asintió con la cabeza, y Don advirtió que Lytton respiraba con dificultad. Tras consultar la hora en su reloj de pulsera, el anciano decidió seguir adelante con el relato.
—El globo aerostático de Andrée era, como comprenderá, mucho más rápido que nuestra embarcación de vapor, pero nosotros conocíamos los vientos y éramos capaces de pronosticar la dirección que tomarían. Cuando el globo empezó a sobrevolar la banquisa, ya había perdido velocidad. Alcanzamos la góndola destrozada sobre los esquís, apenas veinticuatro horas después de que los suecos se hubieran puesto en marcha. Desde allí pudimos seguirles la pista a Andrée, Strindberg y Frænkel hasta la boca del pozo.
—¿Y una vez allí…? —preguntó Don.
—Bueno, cuando llegamos estaba todo desierto; sólo había hielo y, en medio, un enorme agujero circular.
—¿Y nada más?
—Yo no diría tanto —respondió Lytton, y dio una calada a su purito—. Como es de suponer, los suecos habían montado las tiendas antes de internarse en el pozo. Nuestra idea era buscar la cruz y la estrella entre su equipaje y luego marcharnos de allí. Sin embargo, los suecos volvieron… Se produjo un caos tremendo. Andrée fue el primero en sospechar lo que nos traíamos entre manos, y detrás de él llegaron Strindberg y Frænkel. Se había desatado un temporal de nieve como el de hoy, y no creo que Andrée pudiera distinguir nuestras caras a través de la ventisca. Intentamos gritarles a los suecos que lo único que buscábamos era la cruz, pero para entonces Andrée ya había cogido la carabina. Lo que siguió fue muy extraño, créame. De pronto se llevó la mano al cuello y se desplomó, sin más. No oímos ningún disparo, porque el viento soplaba con mucha fuerza. Sin embargo, cuando me volví vi que Olaf arrojaba su rifle al suelo. El chico había disparado a Andrée al cuello accidentalmente. Fue un disparo fortuito, señor Titelman, créame. Lo único que pretendía era mostrarles que nosotros también teníamos armas, sólo eso.
Don pasó los dedos por el borde del vaso. Dentro de él vio el negativo negro y agrietado de Eberlein en la biblioteca de Villa Lindarne. La nieve que caía, la figura de Andrée al lado de la boca escarpada del pozo.
—Dice que fue un disparo fortuito… ¿También fueron fortuitos los que acabaron con Knut Frænkel y Nils Strindberg?
Lytton se movió en su asiento.
—Bueno, por lo que veo tiene constancia de las heridas de Frænkel… Sí, Frænkel…
—Papá —dijo Eva en tono severo.
Lytton apartó la mirada.
—Fui yo quien disparó a Knut Frænkel, señor Titelman. Le disparé por la espalda cuando él y Nils Strindberg intentaban huir.
—Por la espalda —repitió Don, dubitativo—. Strindberg escribió que Frænkel sangraba por el estómago.
—La bala atravesó su cuerpo. Se introdujo por la espalda y salió por el abdomen. —Lytton se inclinó y dejó que el purito se apagase en el cenicero que había sobre la mesilla de cristal—. Pero Nils Strindberg era un tipo duro y tenaz. Consiguió arrastrar a Frænkel hasta aquella grieta en el hielo. Debieron de conseguir deslizarse dentro de ella, porque los vimos moverse en la oscuridad, a treinta metros de profundidad. Olaf lloraba y gritaba que los ayudáramos. Pero, al fin y al cabo, Frænkel ya era hombre muerto, y Strindberg nos habría denunciado en cuanto volviera a Svalbard. Si yo hubiera permitido que lo hiciera nos habrían colgado a todos.
—Es decir, que dejó que murieran lentamente de frío allí abajo —dijo Don.
Lytton miró a Eva, pero los ojos de ella estaban fijos en las manos apoyadas sobre sus rodillas.
—¿Qué pasó después de que mataran a los suecos? —preguntó Don.
—Bueno, después… Bajamos al túnel y allí abajo… —Cerró los ojos—. Allí abajo había un mundo incomprensible para nosotros. No éramos más que unos simples marineros noruegos, señor Titelman. Era… sencillamente incomprensible. Lo que sí alcanzamos a comprender es que la cruz y la estrella de Strindberg eran una especie de llave al inframundo. Y a fin de averiguar el valor que podía tener esta llave, a través de un representante nos pusimos en contacto con los alemanes que habían financiado la expedición…
Don se vio trasladado nuevamente a la sala de las SS en Wewelsburg, donde volvió a oír las palabras de Eberlein. Las exigencias económicas de los noruegos a la Fundación para abrir la puerta del inframundo.
—No sólo abrirla —apuntó Lytton—. ¿Eso fue lo que la Fundación quiso que creyese? Es posible que al principio fuera así, pero luego la colaboración se fue equilibrando entre nosotros y los alemanes. Nuestros investigadores y científicos obtuvieron como mínimo tantos éxitos como los de la Fundación a la hora de convertir visiones difusas en nuevas sustancias químicas y técnicas militares aplicables. Sólo los avances que consiguió Fritz Haber…
Don sintió una opresión en el pecho al pensar en las vitrinas de aquel museo de la guerra, en Camille Malraux, Tué à l’ennemi. De nuevo vio la estrella que Olaf había dejado en la boca arrugada y reseca del francés.
—Si obtenían tantos éxitos —masculló—, ¿cómo es que uno de los vuestros escondió la estrella en una tumba?
Antes de que Lytton pudiera responder, Eva susurró:
—Mi hermano nunca le perdonó a mi padre que hubiese matado a los suecos. La única razón por la que nos encontramos aquí ahora es que mi padre disparó a Frænkel por la espalda y dejó morir a Strindberg.
—Olaf nunca perdonaba nada a nadie —bufó Lytton—. Sobre todo, nunca se perdonó a sí mismo por el disparo fortuito que mató al ingeniero Andrée. Durante mucho tiempo creímos que recuperaría la razón y el sentido. Que nos ayudaría a aprovechar todo lo que habíamos encontrado allí abajo. Pero no quería saber nada de la puerta del inframundo, parecía creer que era la antesala del mismísimo infierno. En cuanto volvimos a Svalbard se marchó y rompió todo contacto con nosotros.
—Nifelheim —susurró Don.
Lytton hizo una mueca.
—Jamás permitimos que desapareciese del todo. A fin de cuentas, Olaf era mi hijo. Dejamos que viviese su vida, discretamente vigilado, de manera que no empezara a extender el rumor sobre nuestro secreto y el de la Fundación. Con el tiempo, se recuperó y se hizo profesor de antiguas lenguas nórdicas en la Sorbona. Puesto que no mostraba el mínimo interés por nuestros asuntos, con el tiempo bajamos la guardia y dejamos de vigilarlo. Por eso nunca nos enteramos de la existencia de un tal Camille Malraux, ni de que Olaf se lo había tomado muy mal cuando descubrió quién había desarrollado el gas venenoso que lanzaron sobre las trincheras de Ypres.
El anciano sacó la punta de una lengua ennegrecida y se humedeció los labios. Luego prosiguió, vacilante:
—Fue a finales de la guerra… Apareció a mediados de enero de 1917 en nuestra base de Spetsbergen.
—¿Se refiere a Olaf?
Lytton asintió con la cabeza.
—Quería volver a incorporarse al negocio, dijo. ¿Y sabe qué, señor Titelman? Eso era precisamente lo que llevaba esperando todos esos años. Tras los avances en la guerra todo parecía ir viento en popa. Los negocios habían crecido y cada vez asumíamos mayores riesgos. Nuestros científicos habían encontrado allí abajo pistas para resolver el enigma del envejecimiento: la doble hélice del ácido nucleico, que constituye el fundamento de las primeras teorías de la ciencia moderna acerca del ADN. Pero, en lugar de ayudarnos a avanzar científicamente, Olaf robó la estrella y la cruz de Strindberg. El chico debió de planearlo todo meticulosamente, porque en su piso de París había dejado suficientes pistas por volvernos locos a todos.
Lytton se levantó de la butaca y se acercó al secreter que se reflejaba en la ventana cubierta de nieve. Allí estuvo revolviendo entre los papeles hasta que encontró lo que buscaba. Lo leyó en voz alta con el cuerpo inclinado hacia delante:
Conozco una sala alejada del sol
en la orilla de los muertos
cuyas puertas se abren hacia el norte.
Gotas de veneno caen del techo
y las paredes están cubiertas de pieles de serpiente.
Allí habitan los hombres malignos y los asesinos,
condenados a cruzar aguas turbulentas.
A Don lo asaltó el recuerdo de la primera página medio ennegrecida de un diario vespertino: la foto pixelada que Erik Hall había tomado de unos trazos hechos con tiza sobre una pared, en las profundidades de una mina.
—Nifelheim —repitió.
El anciano lo miró fijamente.
—Sí, es muy extraño. Tantos años buscando en la literatura mundial, investigando los mitos de aquí y de allá, para luego olvidarse de los propios. Nifelheim. El reino de Hel, la puerta del gélido infierno de las sagas nórdicas. El caso es que…
Lytton volvió la cabeza hacia la hilera de ventanas. Fuera, la tempestad de nieve continuaba, el viento helado soplaba con furia.
—El caso es que Olaf nos dejó un último desafío. Sabía que registraríamos su piso de París. Entre los montones de documentos y mapas había una especie de testamento, un último enigma dirigido a su propio padre. En él escribió que había dado sepultura por separado a la cruz y a la estrella para que nunca volvieran a unirse. Y si quería encontrar esos objetos del demonio tendría que probar con todas las puertas del infierno, o seguirían sepultadas hasta el final de los tiempos.
—Todas las puertas del infierno —murmuró Don—. ¿Le facilitó algún tipo de descripción?
—Podríamos decir que lo hizo, y precisamente de una manera endemoniada, señor Titelman. En el piso encontramos anotaciones sobre las necrópolis etruscas, las grutas del Mato Grosso en Brasil, la ciudad de Rama en India, bajo el monte Epomeo en la isla de Ischia, a las afueras de Nápoles, un pozo en Benarés, la pirámide de Guiza, la cueva de los Tayos en Ecuador, los pasadizos debajo del monte Shasta, en California… Bueno, nos dio una infinidad de alternativas para buscar la boca de un túnel que condujera al infierno. Pero ni una sola palabra acerca de Nifelheim, Falun o un alférez francés de nombre Camille Malraux. Y buscamos, señor Titelman, se lo aseguro. Dios sabe que hemos excavado y perforado sin conseguir dar con la verdadera puerta.
—La estrella en la boca de su amado en una tumba del cementerio de Saint Charles de Potyze —dijo Don—. La cruz en su propio cadáver en el pozo de una mina a las afueras de Falun…
—Debió de topar con fuentes que señalaban el acceso a Nifelheim precisamente allí. Olaf era muy minucioso.
Don cerró los ojos. Visualizó los titulares de los periódicos, las huellas dactilares del muerto en el punzón. Todavía quedaba una pregunta por hacer.
—¿Por qué se quitó la vida Olaf?
Lytton se limitó a negar con la cabeza, pero Eva dijo quedamente:
—Creo que buscaba un sitio donde estar a solas con el dolor que sentía por la pérdida de su amado. En algún lugar alejado del sol, donde los asesinos, como él mismo, vadean las aguas turbulentas de la muerte, sin esperanza alguna.
—Sí, quién sabe lo que ocurrió allí abajo —dijo Lytton con aspereza.
Don se echó hacia atrás en el sofá.
—¿Por eso cuando se enteró del hallazgo hecho en la mina envió a Eva?
—Sí, habla el sueco perfectamente y conoce el país, puesto que a mediados del siglo pasado vivió con un abogado sueco.
—Mi marido murió sin descendencia —apuntó Eva quedamente.
—Pero, cuando llegó allí, Erik Hall ya había sido asesinado y la cruz había desaparecido, y por eso…
—Oí por la radio que habían detenido al autor del crimen y supuse que pertenecía a la Fundación —explicó Eva—. A fin de investigar más a fondo lo que había ocurrido me presenté como abogada. A partir de ahí, sólo tenía que intentar recordar la jerga jurídica adecuada.
Intentó sonreír, pero Don no reaccionó. En su lugar le preguntó a Lytton:
—Lo de Murmansk y el rompehielos, ¿fue idea suya?
—Era la manera más sencilla de llegar al Ártico sin despertar sospechas —dijo Lytton—. Habría pagado de buen grado su billete, pero, por lo que me ha contado Eva, su hermana se hizo cargo de los gastos. Y ahora… —Se puso de pie, cogió el abrigo de pieles, que había dejado sobre la mesa de cristal, se lo echó sobre los hombros y miró a Don con una sonrisa—. Le he ofrecido veinte minutos, señor Titelman —dijo—. Ahora, si me disculpa, tenemos que dar por concluida nuestra conversación. —Cogió la cruz y la estrella de la mesa y se disponía a metérselas en el bolsillo cuando Don lo agarró del brazo. El anciano soltó una sonora carcajada—. No creo que eso baste…
—Se ha olvidado de una guerra —dijo Don—. Si realmente eran tan buenos en aprovechar los hallazgos hechos en el subsuelo, ¿qué ocurrió cuando perdieron la cruz y la estrella?
Lytton intentó soltarse.
—Sólo se trataba de sobrevivir, señor Titelman. Nada más.
—Tomó el relevo de los alemanes en la colaboración con los nazis, ¿verdad? Cuando estuvimos en Wewelsburg, Eberlein me contó que sus negocios con Himmler cesaron antes de la guerra.
—Tal como acabo de decirle, señor Titelman, sólo se trataba de sobrevivir.
—Su Fritz Haber les dio el Zyklon B a los nazis. ¿Qué más consiguieron sacarles? ¿Las V-2? ¿El motor de reacción?
Lytton se zafó con un bufido.
—¡No quisieron escucharnos! Ése fue el problema. Su eterno odio racial y la cuestión judía. Deberían haberse dado cuenta de que habíamos llegado más lejos que la Fundación en lo referente al control de la energía atómica.
—Los nazis nunca dispusieron de armas nucleares —observó Don—. Estaban muy atrasados en sus investigaciones.
—Eso es precisamente lo que le estoy diciendo. —Lytton resopló—. Estaban obsesionados. No se fiaban de nosotros porque muchos de nuestros científicos eran judíos. Los nazis querían desarrollar su propia «física alemana», aria por los cuatro costados. No importaba lo que dijéramos. A Heisenberg, nuestro mejor hombre, las SS le hicieron la vida imposible y no le concedieron recursos para llevar a la práctica sus teorías. Cuando al final conseguimos convencerlos de que construyeran un reactor nuclear y obtuvieran una pequeña cantidad de uranio enriquecido, era demasiado tarde. La guerra ya estaba perdida.
—¿Por eso Lytton Enterprises se estableció en Argentina? ¿Para evitar cualquier petición de extradición después de la guerra?
—Señor Titelman… Nos establecimos en Argentina en 1917, cuando rompimos con la Fundación. Fue una manera de pasar a la clandestinidad. Creamos Lytton Enterprises como una especie de tapadera, una empresa ganadera, y además, ni la Fundación ni los aliados supieron nunca quién había ayudado a los nazis. Aunque es posible que lo sospecharan. Pero ahora… —Lytton se guardó la cruz y la estrella en el bolsillo del abrigo de pieles—. Ahora nos aguarda una nueva era. Esta vez no sólo bajaremos al subsuelo para intentar descifrar vagos rumores, sino que abriremos las puertas de otro mundo.
Don lo miró receloso, pero Lytton dio media vuelta y se dirigió presuroso a la puerta del camarote. Se oyó un chirrido cuando la llave giró dos veces en la cerradura.