Eva Strand
La dexanfetamina lo condujo por las empinadas escaleras hasta el camarote de Eva Strand. Ante la puerta, Don echó un vistazo al reloj y comprobó que la medianoche había quedado atrás hacía tiempo. Permaneció pensativo un momento y al cabo llamó.
La puerta se abrió con tal rapidez que fue como si Eva hubiera estado esperándolo en la oscuridad. Quizá había salido a hacer un recado en plena noche, porque llevaba puesta la ropa de abrigo.
Eva miraba extrañada el mechero Bunsen que él sostenía en la mano. Don carraspeó y finalmente dijo:
—Creo que he encontrado a alguien que puede solucionar nuestro problema.
Si había esperado una larga discusión, se equivocaba. Apenas unos minutos más tarde, salieron a la noche polar, de camino al camarote de Augusto Lytton.
Don sintió cómo Eva lo cogía del brazo y se apretaba a él para protegerse del frío. El fuerte viento rompía los carámbanos de la regala, que caían hacia el negro surco que el Jamal iba abriendo en el hielo. Sobre sus cabezas, los mástiles de los radares se agitaban mientras la embarcación seguía avanzando pesadamente rumbo norte.
Augusto Lytton seguía despierto y había dejado la puerta del camarote entreabierta. Tras empujarla con cautela, Don lo vio sentado en la butaca, aún absorto en el mapa del Ártico.
Al advertir su presencia, el anciano se volvió hacia ellos y esbozó una sonrisa.
—O sea que usted es la señora Goldstein… —Se puso en pie y les indicó con la mano que se acercaran.
Don advirtió que los botones superiores de la camisa de seda estaban desabrochados, y a través de la piel amarillenta distinguió los huesos del tórax.
—¿Me permite que la llame Anna? —preguntó Lytton.
Eva pareció ligeramente incómoda cuando le devolvió el saludo. Sin embargo, el sudamericano ya había apartado la mirada para fijarla en el mechero Bunsen y la bolsa de plástico que colgaba de la mano de Don.
—¿Qué traen aquí? —preguntó—. ¿Instrumental para algún tipo de experimento científico?
Don no supo qué responder, por lo que se limitó a asentir levemente con la cabeza. Luego fue hasta el centro de la estancia y dejó el mechero Bunsen sobre la mesita de cristal. A continuación sacó la estrella y la cruz de la bolsa y procedió a fijar el tubo de la bombona de gas.
—Ya sabe que está prohibido fumar a bordo —le advirtió Lytton—. En caso de que se quiera obedecer las órdenes del capitán, claro. —Se acomodó en la butaca y observó los movimientos de Don mientras encendía otro purito.
Cuando hubo fijado el tubo de goma al mechero Bunsen, Don abrió el gas. Luego reguló la llama hasta que adquirió un color blanco.
—Le prometí que le mostraría algo nunca visto —dijo mirando a Lytton.
—Y yo sigo dudando —respondió éste, y dio otra calada a su purito.
Don dispuso la cruz y la estrella sobre la rejilla del trípode, que después colocó encima de la llama. A través de las esferas que poco a poco empezaron a tomar forma vislumbraba el rostro del anciano.
Cuando la Estrella Polar emitió un rayo, Lytton dio un respingo. Luego se inclinó hacia delante para apreciar la posición señalada por el rayo en el hielo del Ártico.
—Pues parece que tenía razón —dijo al tiempo que cotejaba la posición con la señalada con la cruz negra en el mapa.
A continuación sacó un compás de puntas fijas y midió la distancia entre la cruz y la moneda de plata que representaba el rompehielos.
—Para llegar hasta allí —dijo—, el Jamal tendrá que dar media vuelta de inmediato y poner rumbo sudoeste. Hace unos cien kilómetros que sobrepasamos la posición. —Dejó el compás sobre la mesa. Cuando la llama se extinguió y las esferas palidecieron, miró a Don y añadió—: Pero tengo que preguntarle, señor Goldstein… ¿realmente sabe qué es lo que señala el rayo?
Don sintió la boca aún más seca. No había contado con aquella determinación tan apresurada. En su interior, la euforia empezó a abandonarlo lentamente.
—Dicen que hay una puerta al inframundo —dijo vacilante.
—Lo más importante —intervino Eva— es si puede ayudarnos a que el rompehielos cambie de rumbo.
—Supongo que conseguirlo es sólo cuestión de dinero. Pero, naturalmente, también tenemos que conseguir que la embarcación nos espere a una distancia adecuada a fin de averiguar tranquilamente qué hay en ese agujero. —Se inclinó sobre el mapa—. Imagino que lograré convencer a Sergéi Nikoláevich. El rompehielos deberá detenerse a unas millas náuticas del lugar, aquí… —Señaló un punto que ya había marcado en el mapa, cerca de la cruz negra—. Luego cogeremos el helicóptero y volaremos hasta allí para examinarlo. Tardaremos lo que tengamos que tardar; el Polo Norte puede esperar.
El mechero Bunsen seguía en la mesa de cristal y sobre la rejilla del trípode los objetos se habían separado. Instintivamente, lo único que Don quería hacer era recoger todos aquellos trastos y abandonar a Lytton y el camarote del capitán. Sin embargo, era demasiado tarde, porque de pronto el anciano tendió la mano y cogió la cruz.
—Pesa muy poco —dijo, y pasó los dedos por las inscripciones—. Y, curiosamente, también está muy fría.
—Será mejor que… —empezó Don.
—¿Saben qué? —lo interrumpió Lytton—. Creo que me gustaría volver a ver el experimento. Ese rayo que emitía la estrella era realmente bonito, y a lo mejor, si realizamos un nuevo intento, podríamos establecer con mayor exactitud el punto que señala en el mapa.
Don se acercó al mechero Bunsen, dispuesto a desmontarlo. Lytton lo agarró de la mano y dijo:
—Insisto, señor Goldstein. Puedo encenderlo yo mismo, si quiere.
Acto seguido acercó la brasa del purito a la boca del tubo de gas, hizo girar el regulador y la llama blanca volvió a arder.
Don se quedó perplejo al ver que Eva lo ayudaba a colocar la cruz y la estrella en su sitio. La abogada no parecía especialmente preocupada por la actitud de Lytton.
Les dio la espalda y se alejó un poco para intentar reflexionar sobre lo que estaba a punto de suceder. A través de la hilera de ventanas del camarote vio los focos que brillaban en medio de la nieve que caía.
Permaneció un rato así, escuchando el sonido sordo del hielo al romperse bajo el casco del Jamal, hasta que por fin se volvió hacia la mesa de cristal, donde las esferas empezaban a tomar forma de nuevo.
Lytton y Eva estaban concentrados y parecían haberse olvidado de él, de modo que Don se aproximó al secreter apoyado contra la pared del fondo. Empezó a rebuscar entre los montones de papeles, pero Lytton debía de tener un oído de lince, porque de pronto lo oyó decir a sus espaldas:
—No toque nada, señor Goldstein.
Don cogió algo que parecía el plano de un edificio y echó un vistazo de precaución por encima del hombro, pero el anciano sólo tenía ojos para la luz que emitía la Estrella Polar.
Por lo visto, Lytton Enterprises tenía una numerosa clientela, pensó Don mientras seguía hojeando los folios que había sobre el secreter. Fórmulas químicas y cálculos físicos entremezclados con registros contables y textos de carácter más bien new age.
Detrás de un cianotipo con la descripción de una máquina de resonancia magnética, Don reparó en una fotografía de una entrega de premios. En ella aparecía un nombre alemán que reconoció de inmediato.
—¿Fritz Haber? —murmuró.
—¿Disculpe? —dijo Lytton sin dejar de mirar las esferas—. Disculpe, ¿qué ha dicho?
—Veo aquí que su compañía, Lytton Enterprises, ha concedido una beca Fritz Haber a un tal Luis Flores.
—Como todos los años desde hace mucho tiempo, señor Goldstein. Luis Flores es un joven químico muy inteligente. Nos alegra mucho poder ayudarlo.
—Esta beca lleva el nombre del famoso Fritz Haber…
—Sí, en efecto, Fritz Haber, el premio Nobel. De hecho, podríamos decir que Haber fue uno de los fundadores de Lytton Enterprises. ¿Por qué?
—¿El mismo Fritz Haber que recibió el Nobel por el proceso Haber-Bosch?
—Así es. Fue una manera absolutamente innovadora de producir amoníaco. Un químico altamente receptivo, este Fritz Haber —dijo Lytton, volviendo la mirada hacia Don.
En ese momento la mente de Don había regresado a Ypres, al museo de la guerra y la vitrina donde se mostraban los efectos del gas venenoso.
—Supongo que sabrá que la esposa de Fritz Haber se suicidó después del ataque con gas de Gravenstafel —dijo—. No pudo soportar que su marido no sólo inventase el gas venenoso, sino que exigiera estar en el frente para abrir personalmente las espitas. Se pegó un tiro en el corazón cuando lo supo. Ese mismo día, él partió hacia el frente oriental para supervisar los ataques contra los rusos. Esa vez, los alemanes utilizaron gas nervioso de un tipo que nadie había visto antes. —Miró fijamente a Lytton—. Fueron las investigaciones de Fritz Haber las que condujeron a los nazis a desarrollar su gas favorito, el Zyklon B.
—El Zyklon B fue desarrollado para combatir plagas de insectos —replicó Lytton en tono tajante—. No estaba pensado para ser utilizado contra seres humanos. Además, Fritz Haber es probablemente el hombre que ha salvado más vidas en este mundo.
—¿Eso cree? —masculló Don, y siguió rebuscando entre los papeles del secreter.
—Verá —continuó Lytton—, el proceso Haber-Bosch posibilitó la producción industrial de amoníaco y abonos económicos para la agricultura. Sin esos abonos, una tercera parte de la población mundial habría muerto de hambre. Obstaculizar la investigación de Haber habría significado la muerte de toda esa gente, así de sencillo. ¿No le parece una elección de lo más humana, señor Goldstein?
Lytton se volvió hacia el mechero Bunsen, atraído por el chisporroteo del rayo. Y Don no contestó, porque acaba de descubrir otra fotografía en blanco y negro. Al principio la había desechado, pues tenía todo el aspecto de un folleto publicitario. Sin embargo, al cabo de un instante reparó en algo que había en aquella foto…
La llama del mechero se apagó.
—Una gran experiencia, muchas gracias, señora Goldstein —dijo Lytton—. La ayudaré a recoger todo esto.
Eva empezó a desmontar el mechero y Don comprendió que sólo disponía de unos pocos segundos.
Era difícil distinguir los rostros de la fotografía, pero uno de los hombres que aparecían era Augusto Lytton, sin duda en su mejor época, antes de que sus facciones se ablandaran. Al lado de Lytton había tres hombres vestidos de negro, y en la fila de debajo, sentados, dos hombres y una mujer joven con una blusa blanca y las piernas castamente cruzadas.
Lytton Enterprises - La Dirección - Buenos Aires, 1936
Don hizo cálculos. A juzgar por su aspecto, Augusto Lytton tenía al menos cincuenta años en 1936. En tal caso, ahora debía de tener… Don echó cuentas una vez más y pensó que debía de haber visto mal. Miró el reverso de la fotografía. Aparecían los nombres, siguiendo el orden en que estaban sentados:
K. Fleischer - F. Haber - J. Jansen - M. Trujillo
N. Weiß - J. Maier - E. Jansen
Fleischer, Haber… ¿J. Jansen?
Le dio nuevamente la vuelta a la foto. En la fila superior topó con la dura mirada de Augusto Lytton. El tercero por la izquierda. ¿Lytton? ¿Jansen? ¿Había cambiado de nombre?
En la fila de abajo, tercera por la izquierda. Pues sí, E. Jansen, la joven rubia.
Necesitaba una lupa para verla mejor… ¿No tenía Lytton una lente de aumento en algún sitio? Allí estaba. Rápido, ahora, tercera por la izquierda, las piernas cruzadas, el rostro, la mirada gélida. Era extraordinariamente parecida. E. Jansen… ¿Eva Jansen?
Eva…
Don sintió un cálido aliento en la nuca. La abogada se había movido con tal sigilo que no la había oído.
—Dos años después de que se tomara esta fotografía me casé y pasé a llamarme Strand —susurró—. Con un sueco. Murió en 1961.
Don no se volvió. Estaba de nuevo en la sala de interrogatorios de Falun. Recordó que, a la luz intermitente del fluorescente, la abogada del bufete Afzelius le había recordado a alguien. De pronto supo a quién. Las fotos del cadáver encontrado en la mina en las portadas de los periódicos vespertinos, el cabello largo que enmarcaba su rostro como una aureola, con la hendidura en la frente. El mismo que según la carta encontrada en la tumba de Malraux se llamaba Olaf…
¿Olaf Jansen?