El tercer día
El tercer día de travesía empezó exactamente igual que los dos anteriores. Nada más despertar, Don se quitó el antifaz y se tragó 4 mg de Haloperidol ayudándose con un vaso de vodka.
La combinación de vodka y ansiolíticos no sólo obraba milagros a la hora de mitigar el mareo, sino que hacía que el tiempo pasara mucho más rápido.
Don no había conseguido dormir más que unas horas esa noche, y ello a pesar de que se había tapado los oídos con papel higiénico para amortiguar el ininterrumpido hilo musical. A ese problema debía sumarse el que las paredes eran tan delgadas que podía oír las voces susurrantes de los hombres de Lytton, que ocupaban el camarote contiguo. Sus palabras invadían sus sueños como un murmullo constante.
Don descorrió la cortina y se acercó a una ventana para echar un vistazo. A través de las franjas de suciedad vio que la embarcación se estaba aproximando a la banquisa. Unos icebergs resplandecían a la luz de los focos del Jamal. Por lo demás, todo estaba como de costumbre: el desierto de agua casi negra y las nubes cargadas de nieve.
Se puso el traje de terciopelo y el anorak rojo proporcionado por la agencia de viajes. Luego abrió la puerta del camarote y salió. En el pasillo la iluminación era débil y el grupo de pensionistas que iba hacia él le parecieron fantasmas. Era como viajar en un ataúd flotante, pensó Don.
Llamó a la puerta del camarote de Eva, pero como de costumbre no abrió nadie. Últimamente la abogada se había distanciado de él y Don no sabía cómo pasaba el tiempo a bordo. Cuando hablaban parecía inquieta, pero no quería contarle qué la preocupaba.
En la cubierta panorámica el viento polar soplaba con fuerza y atravesaba sus pantalones. Se subió la cremallera del anorak hasta el cuello y miró hacia la oscuridad y la interminable banquisa. Siempre se había imaginado que el hielo era blanco o transparente, pero a los focos del Jamal cambiaba de color como si fuera el arco iris, desde el morado más profundo hasta el azul celeste y el amarillo.
Los rusos parecían buscar una grieta por donde abrirse paso hacia el norte. Más allá, apoyados en la regala, una pareja de ancianos contemplaba en silencio el macizo de hielo. Don observó que estaban cogidos de la mano.
El intenso frío era entumecedor, así que decidió volver al interior del barco. Solía sentarse en la triste biblioteca ubicada en un rincón de la tercera cubierta. Y eso hizo de nuevo.
Una vez allí, sacó la carta que había encontrado en la tumba de Malraux y volvió a leer las breves líneas en noruego. Seguía sin saber quién era ese tal Olaf y a qué se refería con lo de Nifelheim.
A la hora del almuerzo volvió a hurtadillas a través de los pasillos. En el camarote, tomó unos comprimidos de Haloperidol y un vaso de vodka. Acababa de hacerlo cuando llamaron a la puerta.
Era Eva, y cuando fue a abrirle, una sacudida recorrió la embarcación. El suelo empezó a vibrar. Sin necesidad de palabras, ambos comprendieron que el Jamal acababa de empezar a resquebrajar la masa de hielo.
Don sacó el mechero Bunsen de debajo de la cama, donde lo había escondido, y lo dejó sobre la mesa delante del sofá. Tuvo que atarlo para que no se volcara.
Eva lo encendió y constató, con desazón, que el rayo no se había movido. Don abrió el bloc de notas y escribió:
4 de octubre, 12.20 h
lat. 83° 50' norte
long. 28° 40' este
Eva sacó un papelito en el que había anotado las últimas coordenadas del rompehielos. Cogió el mapa y trazó una línea que representaba la ruta prevista. Con una regla intentó calcular la distancia que había hasta el agujero abierto en el hielo. Al final dijo:
—Estamos demasiado al este. Nos quedará a unas cincuenta millas náuticas de distancia, como mínimo.
Don repitió la medición que había realizado Eva y no pudo por menos de asentir.
—Estamos a menos de cien kilómetros —añadió la abogada—. ¿Cuánto tiempo supondría para el rompehielos? ¿Unas horas?
—No. Basta subir al puente de mando y pedirles a los rusos que cambien el rumbo.
Eva bajó la llama del mechero Bunsen hasta que se apagó.
—¿Y si esperásemos? —propuso—. A lo mejor el rayo vuelve a cambiar de posición. No tiene sentido hablar con Bailey y los rusos hasta que sepamos dónde está exactamente la boca.
—Lo que es seguro es que no estará precisamente delante del rompehielos. Por lo tanto, ¿qué haremos para convencerlos?
Por toda respuesta, Eva se encogió de hombros. Después se puso el anorak y abandonó el camarote.
A la hora de la cena Don estaba solo como de costumbre, jugueteando con su borsch. Resultaba difícil tragar aquella sopa de remolacha en medio del ruido quejumbroso que producía el Jamal mientras se abría paso a través del hielo. Los pensionistas estaban callados, también los jóvenes de la WWF. Aquel chirrido se cernía sobre el comedor como una amenaza sorda.
La única conversación que se oía procedía de la mesa de Augusto Lytton. Don reconoció las voces de Moyano y Rivera, los dos hombres que ocupaban el camarote contiguo. Moyano tenía un torso largo y mejillas surcadas de cicatrices. Por el cuello de Rivera serpenteaba el tatuaje de una especie de demonio.
Al igual que los demás hombres que rodeaban a Lytton, tenían el cabello negro azabache y largo hasta la mitad de la espalda. Con sus altos pómulos y su tez cobriza mostraban aspecto de aborígenes, lo que hacía que el pálido anciano, con su elegante traje, destacara de una manera casi cómica. Pero no cabía duda de quién dirigía las conversaciones en la mesa de los sudamericanos.
Lo único que había para beber, además de agua, era vodka Stolichnaya. Don se sirvió otro vaso para aliviar el mareo. A esas alturas empezaba a estar bastante ebrio. Se levantó tambaleante y se dispuso a volver a su camarote.
Ya en la estrecha cabina, Don empezó a sentirse terriblemente agotado, y en medio de la embriaguez se oyó a sí mismo sollozar. Hizo un intento desmañado por contener las lágrimas, pero era como si se encontrase en un túnel infinito.
A fin de tranquilizarse se tomó dos Clonazepam, que esperaba surtiesen efecto en unos minutos. Sin embargo, tras varias horas esperando seguía despierto, y de pronto, en mitad de la noche, se le ocurrió que quizá el rayo hubiera cambiado de posición.
Sacó el mechero Bunsen de debajo de la cama y con mano torpe consiguió encenderlo tras varios intentos. Le dio al regulador de la llama y cogió la cruz y la estrella de Strindberg, las colocó sobre el fuego y las esferas aparecieron una vez más.
En cuanto el rayo apuntó hacia abajo, Don advirtió que había cambiado de posición. Anotó en la libreta:
4 de octubre, 23.20 h
lat. 82° 45' norte
long. 31° 15'este
Cuando calculó la distancia en el mapa comprendió con una sensación de vértigo que la boca se hallaba a más de sesenta kilómetros detrás del rompehielos. El rayo se había desplazado hacia el sur y ya habían sobrepasado el punto que señalaba.
Don llamó a la puerta de Eva, pero ésta no le abrió. Decidió buscarla y empezó a errar, confuso, por los pasillos y las empinadas escaleras del Jamal. Abrió la puerta que daba a la cubierta de popa y salió a donde se encontraba el helicóptero. Al lado de las palas plegadas del rotor, respiró hondo unas cuantas veces para despejarse y eliminar los efectos del alcohol.
El aire del océano Ártico era tan gélido que le quemaba los pulmones. Le sobrevino un acceso de tos y por un instante creyó que caería al suelo. Resultaba exasperante quedarse allí sin hacer nada, a apenas unos kilómetros de la boca, sin haber intentado siquiera convencer a los rusos de que cambiaran de rumbo.
En el comedor se encontró con los sudamericanos, que continuaban sentados en torno a la mesa. Don advirtió que Augusto Lytton lo observaba.
Junto a la pequeña barra se encontraban David Bailey y el capitán Nikoláevich. Se volvieron hacia Don cuando lo vieron acercarse con paso vacilante.
—Señor Goldstein —dijo Bailey, y le dirigió una mirada torva—. Veo que todavía está levantado, ¿hay algo que le preocupa? —A su lado, sobre la barra, tenía una bebida de color brillante. El capitán ruso bebía vodka de un vaso de cerveza.
—Podríamos decir que sí —barbotó Don, y no supo cómo continuar.
En el silencio que se creó, el capitán se sirvió otro vaso colmado de vodka que le pasó a Don.
—Verá, señor Bailey… —empezó éste, pero le costaba mantener el equilibrio.
Bailey asintió con la cabeza y esperó a que Don prosiguiese.
—La cosa es que el rompehielos debe dar media vuelta de inmediato. Tengo las nuevas coordenadas en el bolsillo, ahora verá… —Hurgó en el anorak y sacó el papel arrugado. Lo dejó sobre la barra, delante de Bailey, y a continuación bebió un largo trago de vodka.
—Señor Goldstein —dijo Bailey con una sonrisa—, creo que necesita dormir.
—En absoluto. Al contrario, es muy importante que esté despierto. —Y señaló la posición que había garabateado sobre el papel.
El capitán sonrió socarronamente. Don no sabía si Nikoláevich entendería el inglés, pero no se atrevió a preguntarlo. En su lugar, se dirigió a Bailey:
—Como le iba diciendo, tenemos que dar media vuelta sin tardanza, ¿lo comprende? Sólo nos retrasará unas horas.
—¿Y qué hay allí que sea tan tremendamente interesante? —quiso saber Bailey, señalándole el papel al capitán.
—Hay… —Don no sabía cómo explicarlo y notó que sus rodillas cedían.
—Como ya le he dicho —lo interrumpió Bailey—, creo que haría bien en irse a la cama. Mañana por la noche nos encontraremos muy cerca del Polo Norte, y supongo que entonces querrá estar descansado, ¿verdad? No es nada raro que el primer encuentro con el hielo le afecte a uno los nervios.
—Hay un túnel que conduce directamente al inframundo —dijo Don—, y estamos a punto de dejarlo atrás.
—No me cabe duda —asintió Bailey—. Pero, como imaginará, el rumbo lo decide el capitán. A bordo de este barco todos estamos sometidos a sus órdenes, así de sencillo.
—Tenemos que dar media vuelta…
Bailey le quitó el vaso de vodka y dijo en tono firme:
—Ya está bien, señor Goldstein.
Don se volvió vacilante y su mirada se cruzó con la de Augusto Lytton. Mientras se alejaba tambaleante de la barra, oyó que el capitán le gritaba:
—Mister Goldstein! I wish you a good night!
Cuando sonó una carcajada general, Don ya estaba saliendo por la puerta del comedor. Necesitaba respirar aire puro.
En la cubierta de popa, el viento arreciaba y se llevó buena parte de su embriaguez. De pronto cayó en la cuenta de que acababa de rendirse. Se agarró a la regala con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos. A shvartsen sof, pensó. De modo que éste es el lamentable final del viaje.
Las lágrimas que comenzaron a correr por sus mejillas se convirtieron en estrías heladas. Pero, justo cuando se disponía a arrojarse al mar, un ruido lo hizo vacilar. Don se volvió y miró hacia la luz que procedía del interior del Jamal.