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Jamal

Una cosa había sido ver el rompehielos desde la ventana de la décima planta del Russlandia y otra muy distinta, pensó Don, arrastrarse como un miserable escarabajo a la sombra de su enorme casco de acero. Allí arriba, en la proa blindada, se veían las fauces sonrientes de un tiburón pintadas de rojo, y desde el interior de la embarcación llegaban los acordes de una marcha militar rusa.

El puerto hedía a algas podridas y el sol todavía no había reunido las fuerzas necesarias para elevarse por encima del agua gris verdosa del golfo de Kola. Murmansk ya había empezado a sumirse en la penumbra polar que se instalaría allí durante los seis meses de invierno.

Con una creciente sensación de pánico, Don avanzaba con paso vacilante entre la nieve. El frío agarrotaba su garganta y cada vez le costaba más respirar. Nunca se había fiado de los barcos, y eso incluía, por supuesto, los rompehielos nucleares rusos. Pero ya era tarde para volverse atrás.

Además, estaba demasiado agotado para insinuárselo siquiera a Eva, que caminaba a su lado. De uno de sus hombros colgaba la mochila, pesada como una losa, y del otro la bolsa repleta de ansiolíticos. A cada paso que daba, el borde del mechero Bunsen se le clavaba más en la espalda, pero no parecía que Eva fuera a echarle una mano.

Ya desde la lejanía, a la brumosa luz de las farolas del muelle, Don divisó los anoraks rojos de los pasajeros. Había unos cincuenta, reunidos junto a los carros que transportaban el equipaje, justo en el lugar señalado en el prospecto de Bailey Expeditions. Había que presentarse antes de las siete menos cuarto de la mañana en la puerta T-9, desde donde, mediante un sistema de ascensores, se accedía a la cubierta de popa del Jamal.

Cuando estuvo más cerca, Don reparó en un hombre bronceado con aspecto de guía turístico. Sostenía un megáfono en la mano y con la otra se alisaba el esponjoso cabello.

—Me llamo David Bailey —se presentó, y le tendió la mano.

—Samuel Goldstein —dijo Don—. Y ella es Anna, mi esposa. Somos los que hicimos una reserva de última hora.

—Más vale tarde que nunca. —Bailey sonrió—. Aparte, no son los únicos que tardaron en decidirse. —La hilera de dientes que volvió a brillar en la oscuridad era anormalmente blanca.

A continuación, el guía se ocupó de que cada uno recibiera su anorak rojo. En el logo redondo que tenían en la espalda y el bolsillo de la pechera ponía: «Early Fall Arctic Cruise». Bailey abrió un portafolio en el que guardaba las tarjetas de identificación de todos los pasajeros. Le dio una a Don para que se la enganchara en el anorak. Rezaba: «Samuel Goldstein. Suecia. Camarote 43».

Mientras esperaban allí, Don miró alrededor y observó que la mayoría de los pasajeros eran jubilados deseosos de que los transportaran hasta las oscuridades del Polo Norte. Se oyó un murmullo de preocupación a través del viento cortante; probablemente los ancianos ansiaban embarcar cuanto antes.

Al parecer la mayoría eran norteamericanos, y muchos llevaban gorras de béisbol en lugar de gorros de lana. Algunos se peleaban con sus audífonos, intentando ajustar el volumen con dedos entumecidos. Una mujer mayor movía la mandíbula y parecía tener algún problema con su dentadura postiza, y al lado de David Bailey había una señora aquejada de Parkinson cuyo andador no tenía aspecto de ser precisamente moderno.

Al cabo de un rato Don también descubrió otro grupo entre los viajeros del Jamal. Oyó frases sueltas en francés y en italiano procedentes de unos adolescentes. Se habían reunido en torno a sus bolsas de viaje con el símbolo de la WWF.

Don se puso rígido al distinguir de pronto la cantarina entonación propia del sueco. Provenía de un muchacho que estaba hablando por un teléfono móvil y que en ese momento se volvió hacia él.

Permanecieron un instante mirándose, en el borde del muelle. El muchacho, de unos dieciséis años, llevaba un gorro puntiagudo de lana y un pañuelo palestino alrededor del cuello. Lo saludó con un breve movimiento de la cabeza al ver el pase que lo identificaba como sueco y siguió conversando por teléfono. Seguramente no había visto las fotografías que aparecían en las portadas de los diarios, pensó Don, o a lo mejor le daba igual.

A las siete en punto, la sirena del Jamal soltó un aullido agudo. A continuación, Bailey anunció por su megáfono que era hora de subir a bordo. Los pensionistas empezaron a moverse hacia los ascensores que los conducirían hasta la cubierta de popa. Eva cogió del brazo a Don, que se dejó arrastrar a regañadientes.

Un miembro de la tripulación lo detuvo bruscamente cuando estaba a punto de entrar y señaló la mochila. Por lo visto, había que dejarla en los carros que transportaban el equipaje. Don, confuso, lo hizo, y el carro partió de inmediato. Eva le preguntó entonces si se había acordado de sacar la estrella y la cruz de Strindberg. Don la miró y acto seguido empezó a agitar el brazo en dirección al carro que se alejaba por el muelle. Pero ya era demasiado tarde.

Fue en busca de David Bailey para preguntarle adónde se llevaban la mochila y si la registrarían. Cuando lo encontró tuvo que esperar detrás de otro pasajero, un hombre mayor que también quería conocer el destino de sus maletas.

En el pase que el hombre llevaba prendido en la pechera de su anorak, Don leyó «Augusto Lytton» y «Argentina». Muy pronto se enteró de que el tal Lytton no viajaba solo. Con él iban unos hombres melenudos de semblante hosco y mirada turbia. Parecían obedecer el más mínimo gesto del sudamericano y protegían alertas el equipaje del grupo. En su caso no se trataba de una solitaria mochila, sino de varias cajas grandes marcadas con unas pegatinas amarillas en las que ponía Fragile.

Mientras el argentino seguía discutiendo con Bailey en una mezcla de español e inglés, Don comenzó a obsesionarse con su extraño aspecto: el rostro de Lytton semejaba una calavera. La piel que lo cubría era tan fina que parecía pintada, y lo bastante transparente para dejar entrever el triángulo de la cavidad nasal y el cartílago que conformaba la nariz, mediana y aguileña. Además, tenía unos ojos tan claros que al principio Don creyó que era ciego. Por fin, Lytton consiguió salirse con la suya y empezó a indicar dónde quería que colocaran las cajas. Los hombres que lo acompañaban procedieron a cargarlas, y Bailey se volvió hacia Don soltando un profundo suspiro.

Después de asegurarle a Don que la mochila estaba en buenas manos, lo condujo hacia el ascensor que los subiría a bordo. Una vez allí, apretó un botón y con un crujido abandonaron la seguridad del suelo de Murmansk.

Treinta metros por encima del agua, sobre la popa del rompehielos, había un helicóptero. Las palas del rotor estaban plegadas y lucía los colores de la bandera rusa: techo blanco, cabina azul y chasis (cubierto de desconchones) rojo.

En cuanto hubieron salido del ascensor, Bailey empezó a explicar a los viajeros que tuvieran ganas de escucharlo las funciones del helicóptero. Se utilizaba para comprobar la existencia de grietas en la placa de hielo y de ese modo asegurar una travesía placentera.

A continuación levantó el megáfono como si de un estandarte se tratara y se llevó a todos los pensionistas hacia el impresionante castillo del Jamal. Unos veinte metros más arriba, Don vio que asomaban los mástiles del radar y una antena parabólica.

Una vez en el interior de la enorme embarcación, resultó que los pasillos eran estrechos y claustrofóbicos. Bailey señaló una destartalada área de reposo donde supuestamente había una sauna y una pequeña piscina. Más adelante los esperaba un comedor de techos bajos y un frugal bufet. También había una pequeña barra donde un rótulo de plástico anunciaba el limitado menú ruso de las próximas semanas.

La sala de control del reactor nuclear se hallaba en la siguiente cubierta, equipada con unos monitores anticuados. Luego seguían unos sofocantes pasillos con camarotes en cuyas puertas los nombres de los pasajeros se hallaban anotados en hojas pegadas con celofán. Don comprobó que su camarote estaba enfrente del de Eva.

Cuando llegaron a la cuarta cubierta Bailey señaló la suite del capitán, cuyas amplias ventanas daban a la cubierta de proa. A continuación había unas anchas escaleras que conducían hasta la puerta de cristal tintado que cerraba el puente de mando del Jamal.

Bailey llamó un par de veces. Abrió un hombre con cuerpo de oso y gafas de sol. En las hombreras de la camisa lucía sus insignias, y su barba era gris y espesa. Bailey lo presentó como el capitán Sergéi Nikoláevich. El capitán murmuró algo a modo de saludo y de inmediato apareció detrás de él un hombre delgado. Era el ingeniero jefe del Jamal y poseía toda la locuacidad que a Nikoláevich le faltaba.

En un inglés torpe, el ingeniero jefe les ofreció una breve charla sobre los diez años que llevaba realizando cruceros el rompehielos. Sólo en una de sus travesías habían tenido un pequeño contratiempo con las barras radiactivas que alimentaban el reactor. Y aunque recientemente los propulsores de proa habían creado algunos problemas menores, probablemente podrían abrirse camino a través del hielo cuando llegara el momento de hacerlo.

Bailey consiguió interrumpirlo y le dio las gracias. Se apresuró a llevarse a los viajeros a la cubierta para una sencilla demostración relativa a las medidas de seguridad. Se puso un voluminoso traje salvavidas y les mostró cómo había que acurrucarse para resistir una hora en el agua helada. Luego abrió una de las enormes cápsulas metálicas de la borda y explicó que allí se guardaban los botes salvavidas.

A fin de aplacar ciertas expresiones de nerviosismo, mencionó la pequeña lancha motora de que disponían para las expediciones zoológicas. En anteriores viajes habían avistado morsas y osos polares, y seguramente en esta ocasión los viajeros tendrían la misma suerte.

Don se marchó a su camarote para comprobar qué habían hecho los rusos con la mochila. Al abrir la puerta se encontró con un cubículo que olía a cerrado y que al parecer nadie limpiaba desde hacía mucho tiempo.

La luz procedía de dos ojos de buey y un tubo fluorescente en el techo. La mochila estaba junto al sofá. La abrió sobre el suelo de plástico y hurgó en busca de la cruz y la estrella. Allí estaban, y por fin pudo respirar aliviado.

Detrás de una cortina a rayas violetas había una pequeña cama cubierta con una colcha del mismo tono anaranjado del casco. Encima de la almohada, un letrero anunciaba que no se podía apagar la luz del camarote. Por supuesto, los señores pasajeros disponían de antifaces oscuros si así lo preferían. En el baño colgaba un albornoz con la palabra ЯМaΠ (Jamal) bordada. A pesar del hilo musical, Don no pudo evitar sentirse como encerrado en una celda.

La atmósfera en aquel cubículo era espesa como el sirope, y Don tuvo la sensación de que las paredes se cerraban en torno a él. Se sentó en el sofá e intentó sacar de su bolso algo capaz de aliviarlo. Pero entonces vio el mapa del océano Ártico, sobre la mesa que había delante del sofá. En él estaba indicada la ruta del rompehielos desde Murmansk y hasta el punto rojo que señalaba el Polo Norte.

Mientras seguía con el dedo la línea serpenteante intentó recordar la última cruz que había trazado en su propio mapa del Ártico. Al llegar al paralelo 83 empezó a darse cuenta de que la distancia entre el rompehielos y la puerta del inframundo sería demasiado grande.

Trató de reunir fuerzas para dirigirse al camarote de Eva a fin de enseñarle el inquietante mapa. Se preguntó si habría algún modo de convencerla de que lo mejor era renunciar a aquella locura, bajar a tierra y quedarse en Murmansk. Sin embargo, cuando finalmente consiguió ponerse en pie, el suelo del camarote tembló. Al otro lado del sucio cristal de una ventana vio tensarse un cable tan grueso como su muslo. Y el cable estaba unido a un remolcador que avanzaba entre las oscuras olas. El Jamal ya había puesto proa a mar abierto.