Cambio de vía
Berlín - Kostrzyn - Gorzów - Krzyź - Poznań - Kutno - Varsovia - Łuków - Terespol. Allí, en la frontera polaca con Bielorrusia, remolcaron el vagón hasta un barracón y unos hombres en mono de trabajo se introdujeron en la oscuridad bajo los ejes de las ruedas.
A través de la litera del compartimento que hacía las veces de dormitorio Don oyó los golpes de martillo contra el chasis. A continuación, las vibraciones de los pernos se propagaron y la vajilla de la sala empezó a temblar.
Cuando las herramientas finalmente enmudecieron, Eva lo estrechó entre sus brazos al tiempo que el vagón era levantado de las vías. En el salón, los libros empezaron a caer de los estantes y en el armario de caoba se oían cristales haciéndose añicos. Se produjo una violenta sacudida y la puerta del compartimento empezó a abrirse y cerrarse al compás de los movimientos ascendentes y entrecortados del vagón.
Por fin se posó sobre una vía más ancha que se adecuaba a las del ferrocarril de las antiguas repúblicas soviéticas. Las mismas vías que, precisamente por su anchura, antaño habían retrasado el transporte de armas de los nazis entre Stalingrado y Kursk.
Tras la operación, el viaje prosiguió al ritmo monótono de las junturas de los raíles, y pronto Eva y Don volvieron a quedarse dormidos. En sueños viajaron de Brest, pasando por Baranovichi y Minsk, hasta el puesto fronterizo entre la ciudad bielorrusa de Orsha y la zona boscosa de Katyn, que se hizo tristemente célebre.
Allí los aguardaba la luz del alba.
El silencio despertó a Don, que apoyó los pies sobre la mullida moqueta. Detrás de él, Eva seguía durmiendo con un brazo extendido sobre el cálido lugar donde su cuerpo había reposado apenas un momento antes. Se estiró, ligeramente indispuesto tras el agitado viaje, y sin calzarse se encaminó hacia el salón, que supuso devastado.
Sin embargo, todo se encontraba mejor de lo que había imaginado. Uno de los cuadros había caído de la pared y estaba roto en el suelo, pero aparte de eso no vio más que unos pocos platos desportillados a causa de las vibraciones.
Empezó a recoger los libros del suelo, y cuando los hubo devuelto a los estantes se dejó caer en una butaca a fin de reunir fuerzas para prepararse una taza de té.
El mapa de la red ferroviaria seguía sobre la mesa, donde lo habían dejado luego de intentar calcular dónde se encontraban. Para ello sólo habían dispuesto de los horarios que Hex les había enviado a través de internet, un reloj y un lápiz poco afilado. Las anotaciones referentes a Alemania estaban escritas con gran seguridad. Unos tres kilómetros antes de llegar a Varsovia, sin embargo, aparecían los primeros tachones, y luego el viaje había sido cada vez más entrecortado y lento. A la altura de un pueblecito olvidado en la zona de hayales del sudeste de Polonia se veía una última y resignada hilera de romos signos de interrogación.
Don echó un vistazo al reloj y vio que eran cerca de las cuatro de la mañana. Intentó calcular dónde se encontraban a esas alturas del viaje. La punta del lápiz se movió insegura hacia la desembocadura del río Dniéper, pero, justo cuando se disponía a trazar una cruz, se oyeron unos golpes en la puerta del vagón. Tras un breve silencio, se repitieron, como si el que estaba allí fuera realmente esperase que alguien se acercara a abrir.
Don dio un respingo y la punta del lápiz rasgó el papel justo sobre la sinuosa línea azul del Dniéper.
Luego se oyeron unos pasos ligeros procedentes del pasillo y Eva apareció en la puerta del compartimento, recién levantada y con los ojos enrojecidos. Intentaba preguntarle algo por gestos cuando se repitieron los golpes. Alguien tiró bruscamente de la puerta corredera y empezó a hurgar la cerradura.
Don soltó el lápiz e intentó sobreponerse al pánico repentino. Al ponerse en pie le pareció que las paredes del vagón empezaban a estrecharse en torno a él al compás de los acuciantes golpes en el exterior. No había a donde huir, aunque Eva parecía seguir confiando en ello.
—Supongo que la puerta secreta exterior está cerrada con llave —susurró—. Las cajas de masonita no pueden haberse desplazado, ¿verdad?
Don se encogió de hombros.
—¿Quieres que vaya a ver? —volvió a intentarlo Eva—. Imagino que la pared falsa podrá cerrarse desde dentro, ¿no? A lo mejor no es más que un control de rutina.
A Don no le dio tiempo a responder, porque al otro lado de la puerta corredera una voz pastosa gritó en ruso:
—Откpoйte Двeь!
—Lo que podemos hacer… —empezó Don, pero la voz volvió a interrumpirlo.
—Bы здecь?
Don tragó saliva y consiguió finalmente que las piernas lo obedecieran; pero Eva le impidió el paso, colocándose como una barrera humana ante la puerta del compartimento.
—Apártate —la urgió él—. Tenemos que abrir.
—Эй, вы здecь
Eva no parecía dispuesta a ceder. Se aferró al marco de la puerta con todas sus fuerzas.
Don le desprendió las manos suavemente y la hizo a un lado para salir al diminuto pasillo de aglomerado. Alcanzó los dos herrajes de metal del techo que mantenían cerradas las paredes falsas.
Después de abrir para ver la puerta corredera, empezó a hurgar en su bolsillo en busca de la llave.
—Откpойте пожалуйста!
Los golpes en la puerta sonaban más fuertes ahora que la pared de aglomerado había sido retirada. Don se puso de rodillas y metió la llave en la cerradura. Le dio dos vueltas y después se incorporó lentamente en espera de lo que fuera a ocurrir.
Alguien descorrió rápidamente la puerta y la luz deslumbró a Don un instante. Fuera sólo había una persona, un soldado de barba rala con un ajado uniforme verde grisáceo y un pastor alemán con las orejas amusgadas pegado a la caña de su bota. El perro empezó a ladrar en cuanto vio a Don, sin hacer caso de la orden del soldado, que le mandaba callar. Al final, éste dio un fuerte tirón a la correa con el que ahogó el ladrido hasta convertirlo en un jadeo.
—Господин?
El tono con que el joven soldado formuló la pregunta denotaba cierto azoramiento.
—Well… What do you want? —dijo Don, parpadeando a causa de la luz. Se preguntó qué aspecto tendría, recién levantado en un vagón de mercancías a la luz del amanecer. Le alegró no verse a sí mismo.
—¡Chist! —El soldado le indicó que callase. A continuación, miró por encima del hombro e hizo un gesto hacia algo que parecía estar escondido debajo del vagón.
Don se agachó y vio una estrecha caja de madera que asomaba al lado de la rueda más cercana.
—Package for you —dijo el soldado—. Посмотрйте.
Don no sabía cómo debía comportarse y lo único que se le ocurrió fue decir:
—Do you need help?
El soldado negó con la cabeza y se acomodó la bandolera del Kalashnikov. Luego se puso en cuclillas y sacó la caja de debajo del vagón. La dejó delante de la entrada al diminuto pasillo, donde apenas cabía.
Don lo miraba sin saber qué decir. Por fin consiguió mascullar un estúpido:
—Why, thank you.
El ruso asintió con la cabeza, pero seguía bastante nervioso. Sin embargo, permaneció cerca del vagón, balanceándose ligeramente sobre las botas.
—And… a little something? —dijo—. Немного денежек?
Tras rebuscar atolondradamente en sus bolsillos, Don consiguió sacar unos billetes arrugados y se los dio. El ruso los cogió y lo miró maliciosamente con una sonrisa torcida.
—Thank you. Снастднвого пути!
Luego cerró la puerta corredera delante de Don con un único y enérgico movimiento, seguido de un sonoro golpe con el que les deseaba suerte. Don oyó sus pasos alejarse por la grava, cada vez más lejanos hasta que el sonido que producían se confundió con su propia respiración. Entonces comprendió que la entrega de aquella caja había sido el único cometido del soldado.
Con la ayuda de Eva logró meter la caja de madera en el salón. Allí estaba, sobre la moqueta roja, como un misterio fatídico, atada con cinta de embalar blanca y un sello metálico intacto. Ambos dudaron un buen rato, mientras la contemplaban con escepticismo a cierta distancia.
Por fin, Don soltó un suspiro de resignación y fue en busca de un cuchillo. Cortó la cinta y rompió el sello. Introdujo la punta de la hoja por debajo del borde de la tapa, hizo palanca y se retiró para que Eva también pudiera ver su contenido. Sin embargo, lo único que apareció fue un plástico negro de protección que parecía cubrir algo abultado y blando.
Don procedió a cortar el plástico con la punta del cuchillo, centímetro a centímetro, y advirtió que Eva retrocedía un par de pasos. Agarró titubeante el plástico por una esquina, retiró el envoltorio protector y apareció un esponjoso y acolchado anorak de Gore-Tex amarillo.
Lo sacó y se lo entregó a Eva. Debajo había otra chaqueta, apretujada sobre ropa de invierno, incluidos guantes y gorras, bien doblada. Lo extrajo todo y lo extendió sobre el suelo. Había también un piolet, clavos de acero inoxidable, un par de linternas y una caja con herramientas. Un paquete envuelto en varias capas de plástico de burbujas contenía una suma de dólares escandalosamente alta.
En el fondo había algo que podía haber sido robado del aula de química de una escuela: un mechero Bunsen con pie cromado, una válvula para regular el flujo de gas y una pequeña bombona de gas propano con un tubo de goma enrollado alrededor.
Cuando Don hubo depositado el mechero en el suelo y volvió a mirar el interior de la caja, vio que en el fondo había un sobre. Contenía dos pasaportes suecos hábilmente falsificados y una breve carta escrita con letra casi ilegible.
para Don
por una feliz exploración del inframundo
zol zayn mit mazel
tu Hex, Chana Sarah Titelman