Curada
La morfina había eliminado toda luz, pero el dolor en el oído era cada vez más profundo y penetrante. Incansables, las puntiagudas tijeras continuaban lacerándola.
Elena ya no sabía si estaba despierta. Lo único seguro era que no veía nada. Deslizó las manos a los lados del cuerpo para asegurarse de que la cama al menos seguía allí. Sin embargo, lo único que encontró debajo fue el vacío y una extraña sensación de caída.
Cuando abrió los ojos, la intensa luz del sol, que parecía proceder de todos lados, la cegó. Entornó los ojos y consiguió distinguir el horizonte como una débil línea entre el cielo blanco y la nieve. La delgada línea trazaba un semicírculo alrededor de ella, pero no sabía si estaba cerca o lejos. Todo cuanto la rodeaba se había transformado en una extensión helada sin principio ni fin.
De pronto Elena presintió que alguien se acercaba, que respiraba a su espalda. Y a través de su oído izquierdo, por el que aún oía, le llegó un sonido sibilante que acabó por convertirse en una voz:
—Elena…
Cerró los ojos.
—Elena. Devi ascoltare. Eres la única a la que conseguimos llegar.
—¿Mamá?
—Questo deve finire, Elena.
—Yo… ya no tengo la cruz. Ha…
—Devi portarcela. Deve finire. Eres la única a la que conseguimos llegar. Tienes que traérnosla.
Una mano rozó suavemente su oreja. La leve caricia se prolongó por la mejilla. En ese instante, Elena sintió que todo el dolor se disipaba, y por fin pudo entregarse al sueño sin imágenes perturbadoras.