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Mechelen-Berlín

Don ya había limpiado todas las superficies que había en el interior del vagón de mercancías, pero todavía se sentía inquieto. Echó lavavajillas en la bayeta y abrió el grifo de un bidón de agua. Luego volvió a pasarla por la encimera de la cocinita que ocultaba el armario de caoba. Mantenía el equilibrio flexionando las rodillas, para neutralizar el vaivén trémulo del tren.

Iban al final del largo convoy que había dejado Mechelen al amanecer con destino a Berlín. Eva había dicho que era mejor mantenerse en movimiento, aunque eso los condujera de vuelta a Westfalia y el castillo de la Fundación.

Se habían comprometido con Hex a comunicarle cuál sería el siguiente destino antes del almuerzo. De esa manera, ella dispondría de unas horas para volver a manipular el anticuado sistema logístico de Green Cargo.

En realidad, Don sabía que los frascos no eran más peligrosos ahora que cuando los había cogido de los estantes de la tienda de pinturas. Sin embargo, levantó con cuidado la bolsa de plástico de Boca-Paint, donde los habían metido con su tapa de seguridad bien enroscada.

—¿Qué se supone que vamos a hacer con todo esto? —preguntó Don volviéndose hacia la abogada.

Ella estaba sentada en una de las butacas de cuero del salón con un mapa de la red ferroviaria del norte de Europa en el regazo. Sobre la mesa redonda que tenía a su lado había un atlas abierto.

—Tíralo todo por la ventana —sugirió sin molestarse en levantar la mirada.

A bisel komish —masculló Don. Qué gracioso.

—Deja ya de preocuparte —dijo Eva.

Habían conseguido volver al vagón de Hex sin ser descubiertos, aunque hubieran ofrecido un aspecto de lo más raro en la terminal de mercancías de Mechelen, con las ropas cubiertas de polvo y mugre de la explosión.

«Deja ya de preocuparte».

Don, por su parte, se había sentido agradecido porque el vagón de mercancías siguiera allí. Cuando Hex le advirtió de los riesgos que corrían con la carga explosiva él no se lo había tomado lo bastante en serio. Aún había un montoncito de cristales blancos sobre la encimera cuando volvieron de Wewelsburg. Don se apresuró a echarles agua con la esperanza de que, de alguna manera, se disolvieran.

Todo había sido idea de su hermana. Había dicho que si los alemanes les creaban problemas habría que darles una lección. Luego, si todo iba bien, había añadido, podían comunicarles que había que limpiar su estrella recuperada.

Se había negado en rotundo a discutir cualquier aspecto moral derivado del hecho de entregar un objeto manipulado para hacerlo detonar, y, como de costumbre, Don se dejó convencer rápidamente por sus argumentos prácticamente mañosos.

Siguió las instrucciones de su hermana lo mejor que pudo. Los ingredientes necesarios los consiguió en la droguería al por mayor del polígono industrial contiguo a la terminal de mercancías de Ypres. El dependiente de Boca-Paint no vio inconveniente alguno en venderle a un mismo cliente ácido clorhídrico, acetona y agua oxigenada.

De vuelta en el vagón, se conectó a internet y visitó los múltiples foros de discusión que Hex le había recomendado. La elaboración del explosivo no le resultó especialmente complicada desde un punto de vista químico, más bien un juego para adolescentes aburridos que querían ver, aunque fuera una sola vez en su vida, algo volando por los aires. A sugerencia de Hex, Don multiplicó por diez la receta escogida.

Mezcló la acetona con el agua oxigenada en un bol de vidrio y después la enfrió con hielo. Luego vertió unas gotas de ácido clorhídrico y removió sin confiar demasiado en que fuera a funcionar. Finalmente dejó la mezcla reposar durante la noche a baja temperatura.

Al amanecer, una hora antes de salir hacia Wewelsburg, Don pasó el líquido por un filtro de café, con lo que obtuvo unos cristales blancos que, más que un explosivo, parecían granos de sal gorda.

A esas alturas estaba tan estresado que no prestó atención a las advertencias de que aquello podía explotar a la menor vibración. En su lugar, cogió la estrella de Strindberg y la frotó contra los cristales todavía húmedos diseminados sobre la encimera hasta que se adhirieron al metal como una fina capa de polvo.

Una vez seca la estrella rebozada, la metió en la caja de cartón, abandonó el vagón de mercancías y tomó aquel taxi que lo había conducido hasta la plaza del ayuntamiento de Wewelsburg y la terraza del Alter Hof.

Puesto que estaba echado al lado mismo de las botas de Eva en el suelo de la sala superior de la torre norte, Don no vio el hueco de la escalera iluminarse con la explosión. Sin embargo, el estruendo ensordecedor casi lo dejó sin aliento.

Se encogió instintivamente para protegerse de la lluvia de trozos de piedra, yeso y cemento de la onda expansiva. Más tarde, cuando el aturdimiento empezó a disiparse, percibió los pitidos de una alarma lejana.

Le habría gustado pensar que era un gesto instintivo de sus tiempos de médico lo que lo llevó a adentrarse en la nube de humo y polvo que cubría la escalera. Sin embargo, no hizo caso de los cuerpos retorcidos de lo que hasta hacía unos instantes habían sido dos hombres vestidos de negro.

Recordaba unos jirones de tela roja, seguramente del vestido de noche de aquella joven, que en aquel momento yacía en el suelo. Se aferraba a la barandilla de la escalera con una mano y sangraba por un oído. Era allí, de todos los sitios, donde en primer lugar debería haberse detenido para ayudar.

En cambio, siguió avanzando, medio a tientas e inclinado, en medio del humo y el acre olor a carne quemada. Cuando llegó a los restos de la fuente de piedra, sintió que los pulmones se le quedaban sin aire. Pero entonces, en el fondo de la fuente, vio los dos objetos brillantes, uno al lado del otro. Parecían haber caído suavemente, como ajenos a la fuerza de la detonación. Y cuando recogió la cruz y la estrella notó que seguían frías como el hielo.

Don se las metió debajo de la chaqueta y se apresuró a subir de nuevo las escaleras. Vislumbró a Eva, perdida en medio del creciente caos reinante en la sala de la planta superior. Envuelto en el humo de la explosión, su rostro estaba cubierto de pequeñas heridas sangrantes donde las esquirlas ardientes le habían arañado la piel.

Se abrieron camino a codazos a través de las salas de piedra de Wewelsburg, pasando entre el personal sanitario y sus camillas. El patio interior del castillo ya estaba atestado de gente atraída por el estruendo de la explosión.

Don divisó a un muchacho al lado de una Vespa y unas chicas que señalaban hacia lo alto de la torre. Condujo a Eva hacia el pequeño grupo que, asustado, retrocedió olvidándose de la Vespa.

Don la arrancó y la abogada subió detrás y le rodeó la cintura con los brazos. Él dio gas y salieron de allí a toda velocidad.

—Ya está todo limpio —le dijo Eva. El vagón de mercancías acababa de iniciar la maniobra de frenado y se oía el tintineo de un paso a nivel—. Déjalo y ven aquí —insistió.

Don limpió la bayeta, echó un último vistazo hacia el interior del armario que hacía las veces de cocina y lo cerró.

Cuando hubo tomado asiento, Eva señaló un punto del mapa de la red ferroviaria que había sobre la mesa.

—Creo que estamos más o menos aquí. —Posó el dedo justo al este de Hannover, sobre una pequeña población llamada Edemissen.

Don se sintió aliviado al saber que al menos habían conseguido dejar Westfalia atrás.

—Y dentro de unas tres horas llegaremos a Berlín —prosiguió ella—. La cuestión es —señaló la mancha roja que indicaba la situación de la capital— si te apetece quedarte en Alemania tal como están las cosas ahora mismo. Me refiero a que probablemente ya eres todo un terrorista en busca y captura.

Don la miró fijamente.

—Es decir —añadió ella—, ¿no te parece que es bastante probable que lo consideren así, un acto terrorista? Acabas de hacer volar por los aires la torre de un castillo y a un montón de personas inocentes. A saber cuántas siguen con vida. Creo que la búsqueda se intensificará considerablemente después de un atentado en Alemania, mucho más que tras un simple asesinato en un insignificante país del norte. Imagino que a estas alturas es bastante probable que tu foto y tu ficha estén en Berlín.

De pronto Don sintió una terrible añoranza y miró en el mapa los puntos que indicaban Malmö, Lund y Estocolmo. Además, se sentía muy cansado.

—En ese caso —dijo—, ¿no crees que en lugar de a un solo terrorista estarán buscando a dos?

Eva se limitó a retirar el mapa de la mesa. Debajo estaba el atlas, todavía abierto por una página en la que aparecían Polonia, Lituania, Bielorrusia y Ucrania.

—Imagino que no buscarán tanto aquí como en el corazón de Europa —dijo por fin—. Y aquí arriba…

Volvió unas páginas y apareció la silueta de una costa que al principio Don no reconoció. Luego vio el nombre de la ciudad y poco a poco cada cosa fue encajando.

—No creo que se molesten en buscar aquí arriba —remachó Eva—. Además, desde allí podríamos averiguar si los objetos de Strindberg, con sus esferas y constelaciones, realmente funcionan.

Don miró a la abogada, pero no parecía que su propuesta fuera una broma.