Brüderkrankenhaus St. Josef
Durante el último instante en que emergió de las tinieblas en que la había sumido la anestesia, Elena tomó conciencia de unos gritos de ayuda y unos pasos ligeros. Lo que oía venía de la izquierda, porque el lado derecho de su rostro estaba paralizado, insensible. Poco a poco, se hundió en la oscuridad con la esperanza de no volver a despertar jamás.
El dolor era como unas tijeras punzantes que le hurgaban con torpeza el oído derecho. Con el puño firmemente cerrado, Elena se apretó el vendaje contra la sien, pero no consiguió alcanzar lo que la laceraba por dentro.
Después de que las enfermeras la forzaran a despertar, el dolor la había paralizado en aquella rígida postura. Encogida en una camilla verde, las había visto ir y venir por los pasillos de la sala de urgencias.
Sin embargo, la mayoría de los heridos a quienes la explosión en la torre norte de Wewelsburg había producido graves quemaduras ya habían sido trasladados a la unidad de cuidados intensivos.
Durante las horas que pasaron, oyó la voz de Eberlein filtrarse desde el otro lado de la pared. Contra su voluntad, Elena se había obligado a prestar atención a todos los intentos infructuosos de crear una especie de orden en aquel caos.
La mitad de la conversación telefónica parecía relacionada con lo que realmente había explotado en la cripta. La otra mitad estaba dedicada a evitar que la difusión de la noticia escapara a todo tipo de control.
Una docena de destacados hombres de negocios llevando a cabo ritos nazis en el castillo de Wewelsburg era una noticia digna de atención, pero que además esa docena de hombres de negocios hubiera volado por los aires era una noticia verdaderamente excepcional.
Toda Alemania parecía haberse levantado, a pesar de que aún no había amanecido. Las emisiones en directo resonaban desde el televisor que había en el pasillo, con constantes conexiones desde Brüderkrankenhaus St. Josef, Paderborn, Westfalia.
Los intentos de Eberlein de remitirse a viejas lealtades, la amenaza terrorista y la responsabilidad de la prensa más bien parecían encender el entusiasmo de los periodistas alemanes. En cada uno de los informativos se hacían nuevas conjeturas sobre los posibles responsables, y a medida que pasaban las horas las hipótesis se volvían más fantásticas.
Sin embargo, Elena no tenía fuerzas para reflexionar acerca de las causas de la explosión. Como una muñeca sin voluntad, había sido obligada a empuñar el cuchillo por cuenta de Vater, y conocía los planes que tenía para Titelman y la mujer si la ceremonia hubiera concluido como estaba programado. La explosión, pues, había sido un desenlace providencial, y el único inconveniente era que su cuerpo seguía negándose, con obstinación, a rendirse.
La piel quemada de los heridos era tratada con clorexidina, y los gritos de dolor de Elena volvían a sobreponerse al sonido del televisor. Era sumamente importante mantener las heridas limpias y húmedas para una posterior cirugía plástica.
Oyó que alguien entraba en la habitación de Eberlein y pronto reconoció la voz nasal del jefe de la unidad de quemados. Al parecer, iba a darle otra vez el parte sobre el estado de Vater: el viejo recibía un tratamiento especializado en la unidad de cuidados intensivos, tenía quemaduras en el rostro y estaba cubierto de tubos y agujas. La conmoción había detenido su corazón antes de que alguien, en su necedad, consiguiera reanimarlo.
Dejó de prestar oídos a lo que decían; si esperaban que lo visitara por ser su hija tendrían que arrastrarla hasta allí.
De pronto, una punzada aguda y penetrante en el oído interrumpió sus pensamientos. Y Elena se dio cuenta de que era exactamente lo que deseaba: que la punta de aquella especie de tijeras produjera un cortocircuito en su vida.
Alzó la mano hacia el gotero que controlaba el suministro de morfina y abrió la válvula al máximo. Luego se dejó caer sobre la almohada, esperando que la oleada anestesiante la inundara y se la llevara para siempre.