38

La torre norte

El viento hacía temblar las ventanas del vestíbulo del castillo detrás de las cortinas corridas. A unos metros de donde estaban, en la luz mortecina, Batracio se paseaba con andar torpe y la llave de la torre en la mano entre los bustos de los lúgubres príncipes-obispos de Wewelsburg. Lo seguía una abogada del bufete de Afzelius de Borlönge que decía llamarse Eva Strand.

Eberlein había tomado a Don del brazo y avanzaba apretado a él. Lo único que había cambiado en aquel alemán de aspecto felino desde la reunión que habían mantenido en Villa Lindarne era el hilo del auricular que pendía de su pálido rostro. Sin embargo, los labios seguían siendo demasiado rojos y debajo de los cristales antirreflectantes la enigmática sonrisa parecía no haberlo abandonado.

El pequeño grupo avanzaba lentamente por el pasillo de piedra, como si no tuviera ninguna prisa.

Al llegar a una reproducción del proyecto Mittelpunkt der Welt de Himmler, los alemanes se detuvieron para contemplarla. Allí, al otro lado del cristal, se hallaba el monstruoso bastión de las SS con que los nazis habían soñado en 1941. Una multitud de enormes edificios de hormigón que rodeaban la torre norte y sofocaban cualquier señal de vida en el paisaje circundante.

—Una persona digna de atención, este Karl Maria Wiligut —murmuró Eberlein para sí.

Antes de que Don pudiese protestar, el alemán le indicó con una mano que no hablara, como si acabaran de transmitirle algún mensaje a través de los auriculares. Escuchó atentamente hasta que dio por terminada la conversación con una severa inclinación de la cabeza.

Noch eine kleine Weile —dijo Eberlein a Batracio. Tardará un ratito más.

Por toda respuesta, éste se encogió de hombros y a continuación señaló un letrero: «Kreismuseum Wewelsburg Rezeption».

En el vestíbulo del museo había una luz suave procedente de unos óvalos de porcelana que colgaban por encima de una chimenea enmarcada por un friso de mármol de estilo romano.

A unos metros del hogar había un par de ajados sofás de piel. Eberlein invitó a Eva y Don a que tomaran asiento y aprovecharan para descansar un poco. Luego se sentó frente a ellos mientras Batracio aguardaba en la penumbra como una estatua arrugada.

—Como podrán suponer —dijo Eberlein—, los preparativos no han acabado. Seguimos esperando a unos invitados que vienen de muy lejos para asistir a la ceremonia de esta noche.

Don apretó los labios y Eva se encogió en el sofá. Los moratones habían desaparecido de su rostro y donde antes había habido una costra marrón sólo quedaba una aureola rosada.

Durante el largo silencio que siguió, Eberlein consultó su reloj de pulsera varias veces. Parecía dudar de que el tiempo realmente siguiera su curso.

Por fin, Don ya no pudo aguantar. Se inclinó y le susurró a Eberlein:

—Supongo que sabrá que nos hallamos en la vieja sala nupcial de los nazis, ¿verdad?

—Si debo serle sincero, no tengo ni idea de las locuras que Himmler llevaba a cabo aquí, en Wewelsburg, durante la guerra —dijo Eberlein con un extraño brillo en los ojos.

—En ese caso, yo se lo contaré. En esta sala, la Schutzstaffel celebraba una particular ceremonia matrimonial a la que llamaban SS-Eheweihen. Fue Himmler en persona quien concibió la ceremonia nupcial auténticamente aria. Antes de la boda, la novia era obligada a entregar a la RuSHA una radiografía de su cráneo de frente y de perfil. Asimismo debía adjuntar un árbol genealógico y un certificado médico que corroborara que su sangre era lo bastante pura. Si se consideraba que era apta, le sellaban el documento en una oficina de este castillo.

Eberlein se revolvió en su asiento.

—A unas puertas de aquí estaban las clínicas del programa de reproducción Lebensborn —prosiguió Don—. Allí se fecundaba a las mujeres de raza aria pura que no habían conseguido un marido modélico. Una vez el embarazo llegaba a su fin, los bebés eran llevados a unos hospicios especiales donde se evaluaban sus cualidades raciales. Lebensborn… ¿Sabe qué significa esta palabra?

Eberlein suspiró.

—El manantial de la vida —añadió Don.

—Como ya le he dicho, no sé nada de lo que se llevaban entre manos los nazis durante la guerra —dijo Eberlein—. Es una desgracia que se hicieran cargo de nuestro castillo, sobre todo porque lo único que nos interesaba era reconstruir su torre norte. —Se acomodó las gafas, y hubo cierta curiosidad en su mirada cuando advirtió que Don se había puesto tenso—. La misión de Karl Maria Wiligut era crear en la cripta una sala de ceremonias adecuada para la cruz y la estrella y, en la sala superior, un lugar digno para las reuniones de la Fundación. Sólo eso. Todo lo que ocurrió después es responsabilidad de Himmler y las SS.

Don sintió náuseas y se dejó caer contra el respaldo del sofá.

En medio de la penumbra, la tez de Eberlein había adoptado un tono más rosado. El alemán se desplazó hacia el borde del sofá y tamborileó con los dedos, pensativo.

—Ésta será la última vez que usted y yo nos veamos, Titelman —dijo arrastrando las palabras—. Realmente nos ha sido de gran ayuda. Sería una pena si finalmente creyese que la Fundación y yo somos una especie de… nazis.

Don permaneció en silencio mientras Eberlein se examinaba las uñas.

—Entonces, ¿de qué va todo esto? —preguntó al fin.

—¿De qué va todo esto? —repitió Eberlein—. Pues que al encontrar la estrella de Strindberg y traerla aquí usted ha hecho posible que diéramos un salto cualitativo en el desarrollo de los conocimientos del ser humano. Y cuando esta noche la estrella y la cruz vuelvan a unirse, la Fundación podrá reemprender el trabajo interrumpido.

—¿El trabajo interrumpido de la Fundación? —Don metió la mano en la cartera en busca de alguna sustancia estimulante, de algo capaz de arrancarlo de aquella creciente sensación de ensueño.

—El caso es que cuando nos vimos en Estocolmo a lo mejor adorné un poco la historia sobre Nils Strindberg.

—O sea, que no había ninguna esfera —murmuró Don mientras echaba un vistazo al interior de la cartera en busca del comprimido adecuado.

—¿Las esferas de Strindberg? —resopló Eberlein—. Pero si usted mismo las vio en los negativos de la expedición en globo. Vio los esbozos realizados por Strindberg en sus notas y siguió en el diario de la expedición las coordenadas sobre los desplazamientos del rayo. ¿Qué más necesita?

Don se encogió de hombros, resignado, y luego sacó cuatro pastillas y las depositó sobre su lengua. Eva soltó un suspiro, pero Don no se inmutó. Se tragó las pastillas y luego hizo un gesto con la cabeza hacia Eberlein para indicarle que estaba preparado para seguir escuchándolo.

—Todo lo que le conté en la biblioteca de Villa Lindarne era históricamente correcto —prosiguió el alemán—, hasta el hallazgo de la boca del inframundo. Se trata de lo que ocurrió posteriormente. Porque la verdad es que sabemos quién acabó con la vida de Nils Strindberg, el ingeniero Andrée y Knut Frænkel allá en el Ártico. En realidad, la Fundación tiene conocimiento de ello desde el año 1901.

Eberlein se reclinó en el sofá y se acomodó en el asiento. De nuevo daba la sensación de que sus palabras lo rejuvenecieran: las arrugas que surcaban su rostro empezaron a desvanecerse lentamente hasta desaparecer.

—No sé si recuerda que le mostré las últimas y confusas anotaciones de Nils Strindberg —continuó—. Lo que escribió en el dorso de la hoja con los datos meteorológicos de Knut Frænkel después de esconderse de sus perseguidores en la grieta del glaciar. Lo que Strindberg escribió fue que unos forasteros habían atacado la expedición en mitad de la gran extensión de hielo y robado la cruz y la estrella. Según las notas de Strindberg, a esas alturas Frænkel se estaba desangrando a causa de las heridas de bala. El ingeniero Andrée ya era cadáver y a Strindberg lo esperaba una muerte lenta. La puerta que daba al inframundo estaba abierta, y entonces Strindberg mencionó un nombre. Escribió que «llamaban al mayor por el nombre de Jansen».

Don leyó las notas garabateadas a toda prisa en su memoria y asintió con la cabeza a regañadientes.

—Por eso —prosiguió Eberlein—, a los hombres de negocios de la Fundación les llamó la atención cuando en marzo de 1901 recibieron una carta firmada por alguien con ese nombre, o mejor dicho: «Armador J. Jansen». La dirección del remitente era de un bufete de abogados de Hamburgo. Y cuando la Fundación se puso en contacto con éste, los abogados presentaron una exigencia de lo más inverosímil. Resultó que estos «forasteros», como los había llamado Nils Strindberg, en realidad eran un grupo de balleneros noruegos. Habían seguido por mar el globo de los suecos desde Svalbard y al llegar a la banquisa del Ártico continuaron la persecución sobre esquíes. Todavía es un misterio cómo consiguieron orientarse por el hielo y encontrar a los suecos en la boca del inframundo. Existe una teoría según la cual Knut Frænkel filtró la historia del quemador Bunsen y las coordenadas de las esferas a los noruegos en el campamento de la isla del Danés. Sabemos que su vapor estuvo anclado durante varias semanas al lado de la embarcación de la expedición de Andrée, el Svensksund, en el puerto de Virgo. Comoquiera que sea, los noruegos consiguieron llegar hasta la abertura apenas unos días después de que Strindberg y Andrée hubieran empezado a explorar la boca del túnel. Según los noruegos, los suecos se mostraron innecesariamente agresivos y fueron los culpables del tiroteo. De alguna manera, Jansen y sus hombres debieron de conseguir que Strindberg les dijera cómo funcionaban el mechero Bunsen y las esferas. Porque cuando se pusieron en contacto con la Fundación lo sabían todo acerca del desplazamiento del rayo y la manera de seguir su posición cambiante. Durante los cuatro años transcurridos desde 1897, los balleneros se habían adentrado en varias ocasiones en lo que llamaban «las salas del inframundo». No lograban explicar del todo lo que había allí, pero intuían que era algo de gran valor.

Don tosió.

—¿Salas del inframundo?

—Así fue como eligieron llamarlas los noruegos —dijo Eberlein—. Habían descubierto que, a pesar de que cada tres días la boca se desplazaba sobre el hielo, seguía conduciendo hasta aquel enorme pasadizo con… bueno, eso, salas subterráneas. Sin embargo, a esas alturas también se habían dado cuenta de que no tenían ni el dinero ni los conocimientos suficientes para sacar provecho de lo que aquellas salas contenían. Así pues, propusieron un trueque. Ellos se quedarían con el control sobre la cruz y la estrella de Strindberg y harían las veces de guardianes de la boca. La Fundación aportaría sus conocimientos científicos y, gracias a sus contactos y relaciones comerciales, convertiría lo que encontraran allí abajo en modestos beneficios económicos.

—Pero ¿qué era lo que había allí abajo?

Eberlein sonrió, y se oyó que el viento arreciaba al otro lado de los muros. Don vio con el rabillo del ojo que Eva Strand también había empezado a prestar atención a cuanto se decía.

—Al principio, nada que los científicos de comienzos del siglo XX fueran capaces de entender —respondió Eberlein—. Tuvieron que pasar casi diez años de estudios intensivos hasta que la Fundación consiguió descubrir un método francamente primitivo para extraer… conocimientos abandonados. Aunque tal vez «conocimiento» no sea la palabra más adecuada; digamos más bien insinuaciones de difícil interpretación sobre la estructura profunda de la existencia, una especie de bosquejo mental de cómo está construido físicamente el mundo.

—Aquello que nunca hemos podido entender del todo —apuntó Don.

—Pero para conseguir unas respuestas útiles también hay que formular las preguntas adecuadas, ¿no es así? Sobre todo, hay que tener al menos una vaga noción de cómo están las cosas. La Fundación comenzó con sus investigaciones en los primeros años del siglo XX, cuando un concepto como el de la partícula de Higgs sonaba como una mota de polvo que había que eliminar, y todavía faltaban más de treinta años para que James Joyce se inventara la palabra quark. Neutrinos, mesones, los secretos astronómicos de los quásares… Estamos hablando de un mundo que ni siquiera había acabado de aceptar la teoría de la evolución de Darwin. Las locomotoras de vapor se consideraban avanzadas. El fusil Mauser, con su pólvora sin humo, la forma más elevada del arte de la guerra. Se conocía la espiral de acero, pero apenas se sabía nada de la espiral del ADN. De todos modos, nadie habría comprendido la importancia de semejante descubrimiento aunque alguien hubiera conseguido dibujarla a partir de una visión. Y, por desgracia, todos aquellos bocetos llegaron a su fin en el verano de 1917, el año en que la cruz y la estrella desaparecieron inesperadamente.

—¿En 1917? —preguntó Don.

—Cuando alguien escondió la estrella en la tumba de Malraux —murmuró Eva.

Eberlein asintió casi imperceptiblemente a la luz de las lámparas de porcelana. Luego prosiguió:

—La última gran expedición se llevó a cabo a finales del otoño de 1916. Al fin y al cabo, las condiciones climáticas en el Ártico eran duras para la tecnología con que la Fundación contaba entonces. Los ensayos de aquella expedición son lo último que se sigue conservando. En junio de 1917, los noruegos comunicaron a la Fundación que la cruz y la estrella habían desaparecido sin dejar rastro, y con eso, como es comprensible, el acuerdo al que se había llegado con ellos perdió validez. Se interrumpió toda relación comercial y, por lo que tengo entendido, Jansen murió arruinado unos años más tarde. Sin embargo, los noruegos habían ganado unas sumas increíbles de dinero gracias al control de la estrella y la cruz de Strindberg. Como tal vez ya haya mencionado, los hombres de negocios de la Fundación estaban dedicados sobre todo a la industria armamentista, y lo que hasta entonces habían conseguido extraer del subsuelo había dado un buen empujón a su desarrollo.

A Don lo asaltó una sensación de déjà-vu y percibió claramente el olor de las sofocantes salas de Lund, donde las teorías conspirativas parecían no extinguirse nunca. Sin embargo, no podía dejar de escuchar a Eberlein.

—Pero, a pesar de que de pronto la boca había resultado sellada y había desaparecido, quedaban las visiones registradas. Durante los años veinte y treinta, los investigadores de la Fundación siguieron trabajando de firme para averiguar qué era en realidad lo que habían encontrado en la oscuridad del inframundo. Puesto que tenían especial interés en la tecnología armamentística, se concentraron en el estudio de la estructura del átomo, que parecía contener una energía casi inagotable, siempre y cuando, claro está, lograran interpretar correctamente los planos y dibujos. Pero a esas alturas ni siquiera los considerables recursos de la Fundación alcanzaban para costear sin ayuda externa un proyecto de ese calibre. Para ello se necesitaba un Estado. El socio más evidente era, por supuesto, Alemania. En noviembre de 1933, los nacionalsocialistas ganaron asombrosamente las elecciones y la Fundación descubrió que de pronto no tenía ningún contacto directo con la nueva élite del país. A fin de cuentas, el nazismo era un movimiento populista de derechas que nadie se había tomado en serio, y la victoria también cogió a toda la industria armamentística desprevenida. Más tarde llegaría el rápido rearme de Hitler, y resultó una bendición, pues encontraron eco para toda clase de avances armamentísticos, por muy sofisticados y rebuscados que fueran.

—¿Y Karl Maria Wiligut? —preguntó Don, que a esas alturas se sentía ligeramente aturdido.

—Karl Maria Wiligut —dijo Eberlein con una sonrisa en los labios— fue una persona clave para la Fundación a principios de los años treinta. Tenía experiencia en espionaje de la Primera Guerra Mundial y presentó lo que él consideraba un plan brillante. El objetivo era establecer una colaboración más estrecha y personal con los nazis. Sobre todo con el verdadero líder tras toda la falsa retórica y el humo, y ése era el jefe de las SS, Himmler. Cuando Wiligut le propuso por primera vez a la Fundación presentarse como un hombre ario con un árbol genealógico que podía remontarse doscientos veinte mil años en la historia, la idea fue rechazada por absurda. Sin embargo, pronto resultó que había dado en el clavo. Wiligut se ganó de inmediato la simpatía y admiración de Himmler y pronto se convirtió en su brazo derecho. Fue entonces, encontrándose en una situación tan favorable para sus intereses, cuando a la Fundación se le ocurrió reconstruir la torre norte de Wewelsburg. Era un lugar lleno de energía psíquica que se había utilizado a través de los años con enorme éxito. La Fundación pretendía hacerse con una ubicación más acorde a su posición social y creyó, ingenuamente, que los nazis y el jefe de las SS serían una ayuda fiable.

—Debe admitir que el análisis era correcto —observó Don.

—Sí, la construcción de la torre norte avanzó según lo previsto. Pero en 1938 Wiligut fue asesinado en un callejón de Munich y se interrumpió de inmediato toda colaboración con los nazis.

—Eso no es verdad —lo interrumpió Don, que ya ni siquiera tenía fuerzas para levantar la voz—. Lo expulsaron de las SS porque descubrieron que había pasado largos períodos ingresado en un hospital psiquiátrico. Se deshicieron de él porque resultó que hasta para Himmler estaba demasiado loco.

—Eso fue lo que los nazis, con sus habituales mentiras, hicieron creer —refunfuñó Eberlein—. Lo asesinaron, tal como he dicho, y la razón fue que Himmler descubrió por casualidad que Wiligut, además de ser abiertamente homosexual, lo que ya de por sí era malo, también era judío. Para Himmler resultaba inimaginable un escándalo mayor.

—Karl Maria Wiligut, judío… —musitó Don—. Entonces, ¿lo que pretende decirme es que fue un judío infiltrado quién diseñó el anillo de las SS con la calavera, la esvástica, la runa Sig y la runa germana Hagal, el mismo con que se premiaba a los responsables de los campos de concentración más eficientes?

—Wiligut nunca diseñó una runa Hagal —replicó Eberlein quedamente—. Lo que dibujó en el anillo de los oficiales de las SS fue una reproducción de la estrella que Sven Hedin encontró en su día en una ruina del desierto de Taklamakán. Cinco rayos que partían de un cubo central, el símbolo que los egipcios de la Antigüedad llamaban Seba.

Don se quedó mudo, sin saber qué decir. En la esquina del sofá, Eva se retorcía un mechón de cabello en silencio. Entonces Eberlein echó un vistazo a su reloj de pulsera y dijo:

—Creo que ha llegado la hora de irnos. —Se puso de pie y se alisó los pantalones del traje.

Don sentía que se le habían agotado las últimas fuerzas.

—No —dijo Eberlein, y tendió la mano hacia él—. La Fundación no es culpable en absoluto de lo que ocurrió después de 1938. Además, desde un punto de vista económico fue una magnífica decisión abandonar a los nazis a su suerte. En principio, las fuerzas armadas de Hitler ya estaban equipadas. Las posibilidades de hacer negocio con los bocetos del inframundo eran considerablemente mayores al otro lado del Atlántico. Allí, Estados Unidos apenas había puesto en marcha su industria bélica. —Ayudó a Don a ponerse en pie—. Realmente es un misterio qué ayuda demoníaca fue la que contribuyó a que Himmler, Hitler y Goebbels resistieran otros seis años. Pero enseguida la cruz y la estrella de Strindberg, con una última aportación por vuestra parte, volverán a encontrar la puerta del inframundo y todas las preguntas que siguen sin respuesta la tendrán.

—¿Una última aportación? —se oyó decir Don.

Pero Eberlein ya había llegado a la puerta que daba al vestíbulo del castillo, donde aguardaba Batracio. Y pronto todos emprendieron el oscuro camino que, como Don sabía muy bien, conducía a la torre norte.

En el centro del mosaico con el sol negro había un hombre calvo sentado en una silla de ruedas eléctrica. Uno de sus ojos parecía un trozo de granito muerto, mientras que el otro poseía una mirada llamativamente despierta y penetrante.

Al otro lado de la ventana de la sala de la torre colgaba una escuálida luna tras unas nubes tan etéreas como humo. Una escalera empinada conducía a la cripta, de la que surgía una luz vacilante. Por primera vez en sesenta años habían encendido la llama eterna.

Al lado de Vater se encontraba Elena, con un vestido de noche rojo como la sangre. Visiblemente inquieta, no paraba de desplazar el peso del cuerpo de una pierna a otra. También había dos hombres jóvenes vestidos de negro y con la cabeza rapada, cuyos rostros, de tan inexpresivos, parecían hechos de porcelana.

Cuando Don entró en la sala fijó la mirada en la mujer joven de rojo para evitar dirigirla a la rueda del sol rotatorio. Eberlein lo guió hasta la escalera que daba a la cripta para mostrarle el destello de la llama eterna.

Cuando llegaron al lado de Vater, en el centro de la sala, Eberlein se aclaró la garganta y se dispuso a hablar.

—Gracias, lo sé —se le adelantó Vater, y tendió a Don una mano de dedos esqueléticos.

Eran unos dedos tan finos como antenas de insecto, y Don se apresuró a soltarlos.

—Don Titelman —dijo Vater—. Y luego tenemos a kleine Eva, por supuesto…

Eva no cogió la repulsiva mano extendida. Vater se rió.

—Habéis viajado mucho para llegar hasta aquí y nos habéis sido de gran ayuda. Ahora sólo falta un asunto por concluir antes de que las esferas de Strindberg puedan volver a formarse. —Vater tiró de la pequeña palanca que había en un brazo de la silla y el sistema hidráulico lo incorporó hasta que su ojo de mirada penetrante estuvo a la altura de los de Don—. Necesitamos vuestra ayuda para cumplir una promesa —añadió.

—Una promesa —susurró Don—. ¿Y qué pasará luego?

—Como acabo de decir, esta noche debemos cumplir una promesa. O entregar una ofrenda, si lo preferís. Algo que se decidió inmediatamente después de la muerte de Karl Maria Wiligut, durante lo que fue la época más sombría de la Fundación. Vosotros, con vuestros antecedentes, incluso podríais llegar a considerarlo una especie de homenaje.

Don sacudió la cabeza como para despertar de lo que parecía un mal sueño. Vater malinterpretó el gesto y prosiguió, irritado:

—En un momento histórico como éste no hay sitio para las dudas personales. Abajo, en la cripta que las SS y Heinrich Himmler llamaban Walhalla… —Escupió la palabra—. Como sabéis, en la cripta hay doce pedestales que por fin se utilizarán para lo que fueron concebidos. Ahora sólo se sientan once digamos… personas clave de la Fundación en un círculo que conforma un campo telequinético limitado. Bajaremos la cruz y la estrella sujetas en una cadena hasta la llama eterna. Cuando alcancen la temperatura adecuada se fundirán hasta convertirse en el instrumento de navegación de Strindberg. En la esfera superior volverán a brillar las estrellas del Carro Pequeño y el rayo de la Estrella Polar indicará la puerta del inframundo. Y en ese momento, Don Titelman, empezará una época nueva y mucho más brillante.

Ich vintsh aych glik —dijo Don. Os deseo toda la suerte del mundo.

—¿A nosotros? Vosotros también estaréis allí abajo —contestó Vater—. Podéis considerarlo un último servicio a la Fundación.

Don miró inquisitivo a la joven de rojo que un día antes le había quitado la estrella de Strindberg. Sus miradas se cruzaron un instante y ella la apartó, turbada.

—Ocurre —prosiguió Vater— que a la muerte de Wiligut la Fundación se comprometió a celebrar una ceremonia que proclamaría el triunfo de la sangre judía sobre los nazis. La idea era que tuviese lugar el día en que la cruz y la estrella volvieran a fundirse en la bella torre que se construyó a tal fin.

—¿La sangre judía? No entiendo… —Don se tambaleó y la joven del vestido rojo dio unos pasos hacia él para sostenerlo.

—Vuestra sangre judía —dijo Vater—. Necesitamos tomar prestada vuestra sangre judía. La promesa que se hizo consistía en llenar la fuente de la cripta. ¿Elena…?

Don advirtió que la joven vacilaba.

—Ha llegado la hora —añadió Vater.

La joven se había quedado inmóvil, pero entonces cogió el brazo de Don, se lo pasó por los hombros y susurró:

—Si es tan amable de seguirme…

Al llegar al hueco de la escalera Don percibió olor a combustión de gas. Cerró los ojos y, mientras Elena lo ayudaba a bajar por los empinados escalones, se apoyó en ella como un muñeco de trapo.

Cuando volvió a levantar la mirada se encontraba bajo la arcada que conducía a la cripta circular. Iluminados desde abajo por la luz azulada de la llama que ardía en la fuente de piedra, había once ancianos formando un semicírculo incompleto sobre sendos pedestales.

Once rostros amarillentos y envejecidos se volvieron hacia él cuando avanzó hacia la escalera que conducía al fondo de la fuente. Don caminaba apoyado en el hombro de Elena, y al buscar ayuda con la mirada descubrió que tanto Eberlein como Batracio se encontraban entre los hombres del semicírculo y seguían atentos sus pasos.

El suave murmullo en el interior de la cripta se apagó en cuanto Don llegó al fondo de la fuente. En lo alto del techo, sobre la llama ardiente, vislumbró la silueta amarillenta de una esvástica. Desde los cuatro orificios tallados alrededor de su núcleo colgaban ahora unas gruesas cadenas. Estaban unidas en una rejilla cuadrada, y sobre ésta reposaban la estrella y la cruz de Strindberg.

—Déme la mano —le susurró Elena al oído.

Don estaba tan cerca del fuego que podía sentir su calor.

—Arrodíllese.

Don obedeció, mareado, y cayó de rodillas sobre las losas en el centro de la fuente. Vio brillar un objeto de metal en la mano de la joven. Luego apartó la mirada y sintió un dolor agudo cuando la hoja del cuchillo hizo una incisión en su brazo.

—Pronto habrá terminado —le susurró Elena mientras lo sostenía de manera que no se cayera hacia delante.

Un borbotón de sangre roja brotó de la herida en dirección a la llama. Al alcanzarla produjo un chisporroteo, seguido de un débil olor a hierro. Don alzó la mirada hacia la esvástica y los objetos de Strindberg y pensó: «De modo que éste es el Mittelpunkt der Welt

Siguió de rodillas hasta que un charco de sangre se hubo formado alrededor del tubo de gas. Elena consideró que ya era suficiente, pero se oyó un murmullo de decepción cuando lo ayudó a incorporarse.

Lo último que Don vio del interior de la cripta, justo cuando pasaba por debajo de la arcada, fue que Eberlein le dirigía un gesto de agradecimiento con la cabeza. Detrás de las gafas sus ojos grises con destellos amarillos despedían una extraña luz.

Mientras volvían por las escaleras a la sala superior, Elena le cubrió la herida con una venda.

—No tengo nada que ver con lo que ha pasado —le susurró.

Aun así, Don no confiaba en que le dijese la verdad. Luego se llevó el brazo vendado al pecho y siguió subiendo renqueante hacia la Obergruppenführersaal, donde se dejó caer frente a los tacones de las botas de Eva Strand.

Don vio como entre tinieblas que los hombres de cabeza rapada y vestimenta negra levantaban a Vater de su silla de ruedas eléctrica y lo trasladaban hacia la cripta.

Elena pareció vacilar de nuevo, como si no supiera si seguirlos o quedarse en la sala. Al final se decidió y bajó unos peldaños. Don abrió la boca para gritarle una advertencia, pero tal vez dudó demasiado, o sus labios resecos le impidieron articular las palabras.

Abajo, en la cripta, Vater acababa de acomodarse en el duodécimo pedestal.

Raus, bitte —les dijo a los hombres que lo habían llevado hasta allí, que se apresuraron a alejarse.

Se detuvieron al otro lado de la arcada y se unieron a Elena para contemplar la escena.

Eberlein dijo algo por el micrófono de sus auriculares y las cadenas empezaron a descender desde la esvástica. La estrella Sba, que estaba colocada sobre la unión de los brazos de la cruz ansada, vibró ligeramente por el movimiento descendente y emitió un lúgubre tintineo.

Cuando la rejilla estuvo a unos metros de la llama, la tensión en la cripta aumentó.

Elena se acercó un poco más para observar cómo se fundían los objetos de Strindberg por primera vez desde 1917: las esferas de las que Vater había hablado y el rayo que indicaba la Estrella Polar, todo lo que sólo había visto reproducido en imágenes, la reacción desconocida que había conformado el núcleo vacío de su existencia.

Bajó un poco más.

Elena y los dos hombres permanecían muy juntos bajo la arcada. Eberlein y Batracio contemplaban absortos la llama saltarina. Lo último que Elena oyó fue que Vater gritaba algo acerca de Karl Maria Wiligut y la victoria de la sangre judía.

Al instante siguiente, el rayo que se liberó al fundirse la cruz y la estrella la cegó. La cripta voló por los aires con la detonación y ella cayó por las escaleras impulsada por la violencia de la onda expansiva.