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La ceguera

El narcótico que le habían administrado los alemanes parecía haber atenuado considerablemente cualquier mecanismo de amortiguación en su cráneo, y la cabeza le dolía como si su cerebro no parara de rebotar contra la cavidad ósea.

Don se preguntó, echado con la mejilla contra el helado suelo de piedra, si le habrían inyectado alguna clase de ketamina después de dormirlo con aquel trapo impregnado de cloroformo o lo que fuera, pues cuando intentó incorporarse sobre los codos reconoció perfectamente aquel incisivo malestar y el familiar sabor a almendras amargas y limón en la boca. Pero nunca le había ocurrido que la ketamina le provocase ceguera; porque lo cierto era que no veía nada.

Se restregó los ojos para comprobar si los tenía abiertos, y sintió un intenso escozor. El mundo que lo rodeaba continuó sumido en la oscuridad y olía a sótano cerrado y humedad.

Intentó desentumecer las piernas y la espalda le crujió al enderezarse. No tenía noción del tiempo que llevaba echado en el suelo. Probablemente horas, pues tuvo que hacer varios intentos dolorosos hasta que consiguió levantarse.

Cuando por fin recuperó cierto equilibrio, empezó a avanzar a pasitos cortos. Extendió los brazos como un sonámbulo con la absurda esperanza de que lograría, por pura casualidad, salir de aquella oscuridad total. Sin embargo, tras recorrer apenas unos metros, sus dedos toparon con una pared.

Después de tantear la superficie rugosa comprendió que se trataba de un muro. Advirtió también que trazaba una curva, y empezó a avanzar siguiendo las piedras de juntura en juntura.

Mientras se desplazaba a lo largo del muro intentando llevar la cuenta de sus pasos, empezó a pensar en Eva y en lo que en realidad había ocurrido delante del restaurante Alter Hof. La advertencia que no había conseguido asimilar antes de que lo durmieran con aquel trapo empapado de anestésico. No había visto lo que posteriormente le ocurrió a la abogada y, pensándolo bien, prefería no hacer conjeturas.

Había contado treinta pasos en semicírculo cuando tocó algo parecido a una cadena de metal que produjo una especie de chirrido. Consiguió agarrarse a ella. En ese mismo instante supo que se hallaba en el sótano bajo la torre oeste del castillo de Wewelsburg.

Intentó en vano contener el recuerdo asfixiante. Pero ya la veía ante sí de nuevo: la guía del museo con su cabello rubio y su boca embadurnada de rojo. Aquel día de hacía tanto tiempo, ella llevaba un fular de colores chillones alrededor del cuello, sujeto con un broche de porcelana con la forma triangular del castillo nazi.

La visita guiada por Wewelsburg había empezado frente a la fotografía de Heinrich Himmler. Los dos se habían quedado contemplando el rostro del jefe de las SS, cuya ausencia de carácter hacía que resultase difícil retenerlo en la memoria. El cráneo rapado por los lados y un casquete relamido en lo alto de la coronilla. La incipiente papada propia de la mediana edad y sobre el labio cuatro pelos sin afeitar que remedaban un bigote.

Debajo de la fotografía, en el interior de la vitrina, había unos objetos que componían una especie de naturaleza muerta. Un cinturón con la inscripción Meine Ehre heisst Treue (Mi honor se llama fidelidad), y al lado el anillo con la calavera y el afilado puñal de las SS.

A pesar del trabajo que había dedicado a la Ahnenerbe y los símbolos nazis, Don llevaba mucho tiempo evitando el castillo de Himmler. Y ahora, visto en perspectiva, desearía no haber puesto jamás el pie en la torre norte. Sin embargo, ya que había ido para una visita privada, la guía del museo le había abierto las puertas y lo había dejado entrar.

El primer paso que dio en el interior de la Obergruppenführersaal fue el más largo que había dado en su vida, y se le nubló la vista.

También hacía mucho calor, estaban en julio, y el sol se abría paso a través de los altos ventanales.

Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para avanzar hacia la negra rueda solar del mosaico y plantar sus botas sobre el oro de la placa central. Echó un vistazo a los doce pedestales que discurrían en paralelo a las paredes de la torre y comprendió que había llegado al corazón mismo de la casa de Bube.

Y, aun así, no había sentido absolutamente nada.

Al menos hasta que se volvió hacia la guía del museo y vio que le imponía silencio llevándose un dedo a los labios. Aquel gesto exigiendo respeto le produjo tal aversión que a punto estuvo de dar por terminada la visita. Sin embargo, la guía rubia debió de malinterpretar su expresión, porque le susurró que aquélla era la sala indestructible de los héroes.

A continuación lo condujo hasta la cripta del piso inferior. Cuando notó que las piernas ya no lo sostenían, Don se aferró a la barandilla de hierro de la escalera.

Avanzó atormentado hasta la puerta enrejada de la cripta, pero una vez allí se quedó sin fuerzas para seguir adelante, a pesar de que la guía se ofreció a abrirla. En lo alto del techo vislumbró la cruz gamada, y la guía señaló con el dedo la tubería de gas. El lugar de la llama eterna, le había dicho ella.

Cuando Don le preguntó a quién estaba destinada a quemar aquella llama, la guía enmudeció. Algo en el aspecto de Don debió de iluminarla, y dijo que la visita guiada había concluido. Don recordaba que mientras subía las empinadas escaleras que conducían a la sala superior había pensado que acababa de ver los vestigios de la obra de un loco.

—Wiligut —susurró Don para sí.

Soltó la cadena de hierro, que chirrió al golpear contra la pared de piedra del sótano de la torre oeste. A través del ruido le pareció oír que alguien se sorbía la nariz. Se quedó inmóvil en medio de su maldita ceguera, pero entonces preguntó con voz ronca:

—¿Hay alguien ahí?

Avanzó unos pasos, se agachó y buscó a tientas en la oscuridad. Rozó con los dedos unos botones y una tela, y luego, al final de la manga de la gabardina, encontró una cálida mano.

—¿Eva?

Ella lo atrajo hacia sí sin decir nada y lo estrechó torpemente entre sus brazos.

—O sea, que tú tampoco ves nada —susurró Don.

—No, ¿cómo quieres que lo haga? —respondió ella—. Nos han traído al castillo, ¿verdad?

—Nos han encerrado en su museo. En las profundidades de la torre oeste. Creo que justo encima de tu cabeza tienes el letrero de información acerca del campo de concentración de Buchenwald.

—¿Buchenwald?

—Después de la Noche de los Cristales Rotos, las SS encerraron a los judíos de la comarca precisamente aquí. Permanecieron un par de semanas hacinados en este agujero, hasta que los enviaron a Buchenwald. Recuerdo que había una pequeña nota al pie de la foto en la visita.

—¿Habías estado aquí antes?

Don suspiró hondo.

—Wewelsburg era el sueño de Himmler, su Camelot. Cómo no iba a conocerlo.

—¿Voluntariamente?

—Era necesario para la investigación que estaba llevando a cabo. Tal vez también para honrar a los prisioneros de guerra que restauraron el castillo. Un par de miles de personas, sobre todo rusos, que trabajaron hasta la extenuación, murieron de hambre, en la horca o fusilados. Vernichtung durch Arbeit, como solían decir. Exterminio a través del trabajo.

La abogada se limitó a negar con la cabeza.

—El campo de concentración local se llamaba Niederhagen —prosiguió Don—, y lo administraron con tal efectividad que su director fue ascendido a un puesto de mando en Bergen-Belsen. Tengo entendido que después de la guerra su antiguo cuartel fue reconvertido en una casa y que dos familias se instalaron en ella.

—Me parece estúpido encerrar a alguien en un museo —murmuró Eva.

Don se encogió de hombros y dijo:

—En cualquier caso, me temo que va a ser difícil salir de aquí. —Rozó levemente el rostro de Eva con los dedos. Debajo del ojo no quedaba rastro de la hinchazón—. Te curas rápido de las heridas, ¿eh?

—Sólo me pegaron las primeras horas. Cuando consiguieron sacarme las contraseñas para el servidor de Hex parecieron dar por supuesto que lograrían engañarte y conducirte aquí. Pero ahora… —Dejó la frase inconclusa y preguntó—: Por cierto, ¿qué nombre has dicho antes?

—¿Cuándo?

—Antes de estar a punto de tropezar conmigo.

—¿Wiligut?

—Sí… Wiligut. No sé por qué, pero me resulta familiar.

—Él tiene la culpa de que todavía exista este castillo. Nunca lograron volar por los aires la torre norte, ni siquiera los hombres de las SS, cuando lo intentaron. Es una especie de figura oculta en la sombra del nazismo. Un viejo oficial del ejército austríaco que en el período de entreguerras trabajó en secreto para la industria armamentística y a principios de los años treinta se convirtió en una especie de oráculo ario de Himmler. Nadie sabe gran cosa de él, aparte de que estuvo encerrado en un manicomio, lo que propició que Heinrich Himmler le diera la patada y…

Se oyó un ruido, como de una llave girando en una cerradura. A continuación, un chirrido, y luego la oscuridad remitió.

Se encendió un haz de luz, alguien lo dirigió hacia el suelo y después barrió lentamente la pared de la estancia. Cuando por fin se detuvo, la intensa luz atrapó los rostros de Eva y Don, que no pudieron evitar parpadear.

—¿Don Titelman? —preguntó una voz familiar.

Entonces se encendió una luz en el rellano de la escalera y Don entornó los ojos y vio el contorno de las gafas de cristales antirreflectantes que sólo podían pertenecer a Reinhard Eberlein. Justo detrás del alemán se distinguía una figura gruesa que recordaba a un batracio.