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Wewelsburg

La vibraciones del taxi se propagaron a través del asiento, y aunque Don intentaba mantener las piernas quietas, la caja de cartón sujeta con un cordel que descansaba sobre sus rodillas empezó a temblar, aunque sólo ligeramente.

Dicha caja apenas pesaba. Bajo la tapa sólo había algodón hidrófilo y la estrella blanca de Strindberg, que estaba forjada en un metal extraordinariamente ligero.

Había seguido al pie de la letra las instrucciones de Hex, que había tomado las riendas de la situación a pesar de los mil doscientos kilómetros que lo separaban de él. Don no podía evitar preguntarse si habría sido una buena idea.

El mensaje que le habían dejado los alemanes era breve y recordaba una invitación oficial:

Unser Stern gegen Ihren Freund

Alter Hof, Wewelsburg, Mittvoch mittags

(Nuestra estrella a cambio de tu amiga - Alter Hof, Wewelsburg, miércoles a las doce del mediodía)

Sin embargo, el tono amable tenía algo de artificioso, puesto que la persona que había dejado el mensaje había estado a punto de destruir el servidor de Hex.

Cuando su hermana finalmente consiguió recuperar el control de sus ordenadores, había enviado el script killer a uno de sus amigos en la Red, un pez gordo de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos.

El amigo había encontrado muy interesante el diseño del código y había prometido que se conectaría con ella en cuanto pudiera darle algún detalle, aunque se temía que no era mucho lo que pudiese hacer al respecto. A simple vista había detectado rastros en el programa de un servicio de inteligencia alemán que mantenía muy buenas relaciones con el suyo.

Hex había conseguido salvar la mayor parte de las cosas importantes en su servidor, entre ellas el programa de acceso al sistema logístico de Green Cargo. En ese momento, el vagón de mercancías estaba abandonando la Ieper Vrachtterminal. Además, por razones de seguridad y tras largas horas de trabajo, sencillo pero irritante, había cambiado su denominación numérica. El vagón llegaría a Mechelen más tarde, esa misma noche.

Mientras tanto, Don iba por la autopista en dirección a una ciudad a la que nunca creyó que tendría fuerzas para volver.

Cuando vio por primera vez su repulsivo nombre creyó que Hex estaba bromeando, pero ella se puso furiosa y le dijo que aquello no era ninguna jodida broma. Ahora tendría que cambiar todas las direcciones y reorganizar de arriba abajo el sistema informático. Y si realmente pensaba viajar a Wewelsburg confiando en la buena voluntad de los alemanes, sólo podía decirle que era la idea más estúpida que había oído en su vida.

Don intentó explicarle que no podía dejar a la abogada en la estacada y que tal vez lo mejor para todos sería que la estrella acabara en las manos adecuadas, pero Hex ni se molestó en contestarle. La pantalla del ordenador permaneció varias horas a oscuras, hasta que de pronto volvió con una sencilla propuesta.

Don acomodó cuidadosamente la tapa, esperando que el último trecho por la carretera hacia Wewelsburg desde Salzkotten no fuera tan accidentado como lo recordaba. No se consideraba una persona especialmente malévola, pero su hermana siempre había tenido un gran poder de persuasión, sobre todo cuando estaba irritada. Y desde luego que lo estaba en el momento de enviarle sus instrucciones.

Blut und Boden —dijo una voz procedente del asiento delantero.

Los ojos enrojecidos del taxista que lo había llevado a Saint Charles de Potyze aparecieron en el retrovisor. Don había llamado al número de la tarjeta que le había dado delante del cementerio, bajo una lluvia torrencial. No recordaba qué había pensado en el momento de hacerlo; quizá, sencillamente, llevarse un rostro conocido a Alemania. Lo que más le costaba entender era cómo había conseguido sobrevivir a la forma de conducir de aquel belga.

—Sangre y tierra —volvió a decir el chófer—. En el mismísimo corazón de la bestia.

Decididamente, telefonear a aquel número había sido una pésima idea.

—¿Tiene parientes en Westfalia? —preguntó el chófer.

—No lo creo —respondió Don, y desvió la mirada hacia la sucia ventanilla.

Unos oscuros nubarrones se cernían sobre Wewelsburg, pero aún no había empezado a llover. La pequeña ciudad era tal como la recordaba. Al principio, allí donde durante la guerra la devastación había sido mayor, había casas estilo años cincuenta. Después, el taxi se adentró en el núcleo urbano, que gracias a sus edificios medievales había sido respetado, al menos en parte, por los bombarderos aliados. Era una región que rendía culto a las tradiciones locales, y un buen número de casas parecían sacadas directamente de un cuento de los hermanos Grimm.

El taxi se detuvo delante de una sucursal del Volksbank, cuya fachada color pistacho destacaba entre las casas de piedra, para preguntar el camino. Una señora rellenita y sonrosada que lucía un abrigo corto miró por la ventanilla y dijo, señalando: «Links, links, rechts und geradeaus», izquierda, izquierda, derecha y todo recto. El belga intentó interpretar las indicaciones de la mujer, pero finalmente negó con la cabeza y subió la ventanilla sin darle las gracias.

Al final, no fue muy difícil de encontrar.

Alter Hof era un restaurante rústico en la plaza del ayuntamiento de Wewelsburg, donde la fachada insólitamente alta del edificio del banco dominaba todas las vistas. Por encima de su tejado, sobre la colina de piedra caliza, Don vislumbró la parte superior plana de la ominosa torre norte del castillo.

Las ventanas del restaurante estaban cubiertas de hiedra y en la terraza casi todas las mesas se hallaban desocupadas. En una de ellas destacaba un grupo de hombres jóvenes con cazadora militar y la cabeza rapada.

No parecían los típicos neonazis, pensó Don cuando el taxi se metió en la plaza. Todos llevaban auriculares y uno de ellos sostenía un objeto negro que semejaba un arma o, más probable, un walkie-talkie.

Debían de estar esperándolos, porque de pronto algunos se pusieron de pie. Uno tenía una cabeza cónica, y el otro, el cuerpo musculoso de un luchador. Sin embargo, por mucho que Don miró alrededor, no vio ni rastro de Eva Strand.

El taxista puso el freno de mano y miró hacia atrás. Siguiendo las instrucciones de Don, había aparcado en medio de la plaza, a una distancia considerable del restaurante.

—Vuelva a poner el motor en marcha —se apresuró a indicarle Don—. Y déjelo al ralentí.

El taxista se encogió de hombros e hizo girar la llave en el contacto.

—Voy a tener que dejar esto aquí —dijo Don, y con un movimiento de la cabeza señaló la caja que llevaba sobre las rodillas—. Cuando mi amiga suba, diríjase hacia Mechelen a toda prisa.

El taxista no parecía especialmente entusiasta, pero aun así dejó que el motor siguiera vibrando en punto muerto e incluso le dio un poco al gas.

A través del cristal Don vio que todos los rapados se habían puesto en pie. Uno entró en el restaurante Alter Hof.

Poco después, en el vano de la puerta apareció una mujer joven que se apresuró a mirar hacia el taxi. Era muy delgada y llevaba ropa convencional, pero debajo de la chaqueta asomaba la funda de un arma.

Hizo un gesto con la cabeza hacia el del físico de luchador, pero hasta que echó a andar en dirección al taxi Don no recordó los movimientos de aquella sombra contra la fachada del hotel Langemark.

Don dejó con cuidado la caja de cartón sobre el asiento contiguo, abrió la puerta del coche y se apeó. Un olor a salchichas especiadas y carne asada, mezclado con cerveza rancia, dominaba la plaza.

La mujer sonrió, pero Don levantó la mano para indicarle que ya estaba suficientemente cerca. Ella se detuvo a unos diez metros del taxi, sin dejar de sonreír.

—¿Dónde está la abogada? —preguntó Don.

—Lamento mucho todas estas molestias… —empezó la mujer en un inglés con suave acento italiano.

—Me parece muy bien —la interrumpió Don—, pero ¿dónde está Eva? Exijo que la traiga aquí de inmediato.

La mujer ahuecó una mano delante de la boca y dijo algo por el micrófono de los auriculares. Don miró hacia el restaurante, en cuyas ventanas se reflejaba el taxi.

En el vagón de Ypres, la plaza del ayuntamiento le había parecido un lugar seguro para la entrega de la estrella: abierto y muy transitado a las doce del mediodía de un día laborable. Sin embargo, cuando Don finalmente se encontró allí tuvo claro que no había sido una buena elección.

Las personas que estaban más cerca de él eran los rapados de la terraza del restaurante y, a cincuenta metros de distancia, unos escolares que se entretenían con sus tablas de skate en torno a un quiosco de cigarrillos.

Un mendigo astroso permanecía sentado en un banco con la cabeza echada atrás, como si estuviese tomando el sol, y más allá, en la escalinata que conducía a la entrada del banco, había un viejo en una silla de ruedas rodeado de unos hombres vestidos de negro.

Realmente, los alemanes no reparaban en gastos en lo que a medidas de asistencia a los discapacitados se refería, pensó Don al ver el modo en que aquellos hombres obedecían al mínimo gesto del viejo.

El anciano tenía la calva cabeza vuelta en la dirección adecuada, al parecer resuelto a presenciar la escenita que se estaba desarrollando junto al taxi; al fin y al cabo, si las cosas se complicaban no le faltaría quien lo defendiese.

Pronto Don tuvo otras cosas en que pensar, y se quedó sin aliento por un segundo al ver quién había aparecido esta vez en la puerta del restaurante. Eva tenía el rostro magullado e hinchado, y debajo de su ojo izquierdo una costra ovalada de color pardo no tardaría en tornarse negra.

—Ahí está miss Strand, como puede comprobar —dijo la mujer—. Le pido mis más sinceras disculpas, pero no nos dejó elección.

—¿De veras? —respondió Don, que deseaba alejarse de aquella enfermiza ciudad cuanto antes.

—Y usted… ¿tiene…? —comenzó la mujer, y avanzó unos pasos hacia él.

Don intentó mantener la mirada fija en ella mientras se inclinaba para meter un brazo en el taxi y coger la caja por el cordel. Detrás de la mujer, Eva había empezado a acercarse, llevada medio en volandas por el luchador y otro rapado, miembros ambos, como sus compañeros, de la Fundación.

Cuando la abogada finalmente estuvo al lado de la mujer, ésta le preguntó a Don cómo había pensado que debía producirse el intercambio.

Él sostenía el paquete con las manos húmedas y no atinó a darle una respuesta. Se notó la boca seca y pensó en la dosis de Stesolid que tenía en el bolso, dentro del taxi. Por si acaso, se había administrado una buena cantidad de pastillas, pero a esas alturas su efecto ya había desaparecido.

—Eva… —musitó Don.

Ella lo miró con una mueca.

—¿Qué te han hecho?

La abogada no contestó, se limitó a mirarlo fijamente a los ojos.

—Y ahora —intervino la mujer—, ¿sería tan amable de darme lo que nos pertenece?

Cuando Don hizo un gesto con la cabeza en dirección a la caja, la mujer dijo:

—Me basta con la estrella, gracias.

Don deshizo el lazo y dejó caer el cordel en el suelo. Luego abrió la tapa y retiró con cuidado la primera capa de algodón. Allí descansaba la estrella de Strindberg, y él ladeó la caja para que la mujer pudiese verla.

—¿Satisfecha?

Ella apartó los ojos del pequeño objeto y dijo:

—Tendré que echarle un vistazo. ¿Me permite…? —Tendió una mano y sacó la estrella de cinco puntas. La sostuvo en el aire y retiró unas hebras de algodón. Leyó moviendo los labios las intricadas inscripciones.

—¿Sabe lo que significan? —preguntó Don, incapaz de resistirse.

—Sí, pero la estrella parece estar cubierta de algo —dijo la mujer.

—Así la encontramos. ¿Hay algún problema?

La mujer negó con la cabeza y se metió la estrella en el bolsillo de la chaqueta. Entonces la sonrisa volvió a su rostro.

—En absoluto. Todo está en orden.

Indicó con señas a los rapados que soltaran a la abogada. Eva se les adelantó y se los sacudió de encima. Luego echó un vistazo a la caja vacía y al pasar lentamente junto a Don susurró:

—¿Cómo has podido ser tan ingenuo?

Él se sintió la boca aún más seca, al tiempo que oía cerrarse una portezuela al otro lado del taxi. El motor estaba en marcha y Eva sentada en el asiento trasero, y sin embargo algo parecía ir mal.

Por lo que a la mujer respectaba, sin embargo, el asunto estaba resuelto. Había echado a andar hacia el restaurante con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta, toqueteando la estrella. En cambio, los dos rapados seguían allí.

Don oyó que la mujer los llamaba, pero ellos no le hicieron caso. Cayó en la cuenta de que había olvidado prevenirla acerca de la estrella —al fin y al cabo, todo había ido según el plan—, pero de pronto tuvo que ocuparse de sus propios problemas.

El luchador se acercó a él con un trapo húmedo en la mano. Don percibió un fuerte olor acre, pero no le dio tiempo a nada, porque de inmediato tuvo el trapo apretado contra su boca y su nariz. El rapado lo agarraba de la nuca y no pudo liberarse, en especial cuando todo empezó a tornarse borroso.

¿De qué va esto?, pensó Don justo antes de que las piernas le fallasen y toda aquella atmósfera alemana se desvaneciera compasivamente de su conciencia.