La conexión
Cuando el barman del pequeño y lúgubre local de Minneplein dejó de mostrarse sutil en sus insinuaciones de que iba siendo hora de que se marchara, Don se puso las gafas y bajó del alto taburete. Entonces sus rodillas se doblaron como si fueran de goma y tuvo que agarrarse a la barra para mantenerse en pie.
Aquella última cerveza belga había sido absolutamente innecesaria y hacía tiempo que había perdido la cuenta de su ingesta de barbitúricos y ansiolíticos. Intentando mantener el equilibrio, consiguió descolgar su nueva chaqueta de terciopelo del respaldo del taburete. Y cuando el barman se volvió para empezar a hacer la caja de la noche, Don tuvo la suficiente presencia de ánimo para comprobar que la estrella seguía en el bolsillo interior de la chaqueta.
Durante las largas horas en aquel bar había realizado tan numerosos como inútiles intentos de descifrar las inscripciones en el metal. Le había pedido un bolígrafo al barman a fin de copiar los signos que creyó distinguir en la penumbra del local. Sin embargo, parecía que Nils Strindberg había hecho bien en utilizar una lupa y un microscopio para estudiar la estrella, porque ahora, en la sucia servilleta de papel, no había más que una confusión de garabatos que recordaban vagamente el arte abstracto.
No había sacado la breve carta a Camille Malraux del bolsillo de la chaqueta. No necesitaba releerla, pues se sabía de memoria su críptico contenido:
Amado Camille:
He cumplido la promesa que te hice. Las puertas del inframundo están cerradas. Me habría gustado poder hacer algo más.
Desde aquí viajaré a mi particular Niflheimr, donde las demás cosas quedarán ocultas para siempre.
Tu Olaf
Aquella alusión a las puertas cerradas había llevado a Don, ya bastante ebrio, a compadecerse de sí mismo. Si se rendía ahora y le entregaba la estrella a Eberlein, todas las cuentas pendientes con la justicia sueca seguramente se acabarían solucionando de la manera más sencilla.
Unas semanas en prisión preventiva y luego se darían cuenta de que había sido una gran equivocación y que el hombre que había andado dando tumbos, ciego de narcóticos, por el embarcadero de Erik Hall no había tenido nada que ver con la repentina muerte de éste. Era impensable que en Suecia lo encausaran y juzgaran por una desgraciada coincidencia.
Cuando hubo llegado a este punto en sus elucubraciones, oyó una especie de sorbido que le recordó a Mostacho, allá en la comisaría de Falun. A continuación sacó del bolso unas cápsulas más de Pentobarbital y decidió no precipitarse en ningún sentido, al menos esa noche. Además, nunca había oído que pudiera resultar algo bueno de confiar en un alemán.
Cuando por fin el barman lo echó a empujones del local, se encaminó con paso vacilante hacia el hotel Langemark. Con su traje de terciopelo marrón oscuro se confundió con la noche mientras pasaba por las ventanas a oscuras del Lakenhalle.
Al llegar a Grote Markt volvió la mirada hacia la estrecha fachada del hotel y pensó que habían iniciado algún tipo de trabajo de restauración, porque entre dos de las ventanas de la cuarta planta colgaba una especie de señal blanca en forma de cruz.
Luego, cuando la cruz blanca empezó a desplazarse lentamente, Don parpadeó para enfocar mejor la vista. Pensó en las experiencias que había tenido con los barbitúricos, pero esa clase de alucinación era del todo nueva.
Al acercarse más advirtió que lo que había tomado por una cruz estaba provisto de brazos y piernas. A unos quince, tal vez veinte metros de altura, alguien trepaba por la fachada vestida con una blusa y unos pantalones blancos que ondeaban al viento. Aunque la reconoció al instante, no quería aceptar que fuese la abogada quien en aquel preciso instante se tambaleaba a punto de perder el equilibrio.
Echó a correr hacia el hotel con el propósito, en verdad poco meditado, de gritarle a Eva que bajara de allí de inmediato. Cuando estuvo lo bastante cerca para que ella pudiera oírlo, vio que de una ventana surgía una sombra. Era una figura delgada, enfundada en un traje ceñido, que se agarró a la fachada de ladrillo y empezó a perseguir a Eva. Se movía con gran elasticidad y de manera notablemente rápida, como una araña a punto de atrapar su presa.
Eva había conseguido llegar a la siguiente ventana cuando Don se llevó las manos a la boca para gritarle una advertencia. En ese preciso instante, la abogada trastabilló y Don sintió en su propio cuerpo que perdía el equilibrio y caía. Entonces, la figura delgada logró llegar hasta ella y atrapar uno de los dos brazos que se agitaban frenéticamente en el aire. El peso del cuerpo que colgaba en el vacío no pareció suponer ningún problema para la ágil sombra, que parecía adherida a la fachada del edificio.
Don respiró aliviado cuando, con un movimiento oscilante, Eva alcanzó de nuevo la cornisa. Pero de pronto oyó su grito desgarrador. Había conseguido soltarse y lo había visto, y empezó a agitar el brazo, haciéndole señas de que se marchara. A continuación fue como si algo la absorbiese, y desapareció en el interior del hotel. Grote Markt recuperó la calma y el silencio habituales.
Sin embargo, la sombra del traje negro y brillante seguía allí, y volvió el rostro hacia Don para, acto seguido, empezar a descender por la fachada de ladrillo. Cuando aún faltaban dos pisos para llegar al suelo, se dispuso a saltar.
Don dio media vuelta sobre sus piernas temblorosas y echó a correr todo lo rápido que pudo. Casi sin aliento, se metió por Rijselsestraat y dobló a la derecha en Burchtstraat, siguiendo las señales luminosas del mapa turístico que guardaba en la memoria. A continuación, de nuevo a la izquierda al llegar a Correos, y por fin el sendero de grava que se internaba en el parque. Ya estaba al otro lado de la muralla de la ciudad. Cerró los ojos y cruzó a la carrera, entre las bocinas de los coches, los cuatro carriles de la Oudstrijderslaan.
No se detuvo hasta que llegó a los autobuses turísticos aparcados al otro lado de la autovía. Se ocultó tras los vehículos pintados de alegres colores y miró hacia atrás por primera vez. Esperó allí un rato, hasta que estuvo seguro de que nadie lo seguía.
A continuación se dirigió a buen paso hacia la zona sur de la ciudad. Sostenía la cartera apretada bajo el brazo como si de un amuleto protector se tratara.
Aún no había amanecido cuando llegó a la Ieper Vrachtterminal. Pasó por debajo de las barreras negras y amarillas que había junto a la garita abandonada. Cruzó las vías y los senderos de grava medio agachado, preguntándose cuánto tiempo pasaría hasta que Eva les contase lo de la terminal y la situación del vagón de mercancías en la vía 7.
El vagón de Green Cargo estaba bañado de luz, y cuando Don vio las letras negras en la puerta corredera se dio cuenta de lo mucho que deseaba volver a casa. Abrió la cerradura con su llave, descorrió la puerta un poco y se metió dentro.
Se demoró un rato delante de la sucia pared interior del vagón. Lo sobresaltó la voz que hablaba en flamenco por los altavoces, y luego oyó el silbido lejano de un tren. Al tiempo que los pesados convoyes entraban en la terminal, Don se metió en el diminuto pasillo que conducía al compartimento reconvertido en camarote.
Todavía olía a cerrado y a sueño, y avanzó a tientas hasta encender la lámpara de la litera inferior. En la suave luz vio todo lo que habían dejado atrás hacía escasamente unos días: una colcha arrugada y, sobre la pequeña mesita de noche, el ordenador portátil con la tapa levantada. En la moqueta aparecían las pisadas de sus botas. Decidió quitárselas y luego se dejó caer sobre la litera.
Rememoró la sombra que avanzaba por la fachada y el oscilante cuerpo de Eva Strand en lo alto. Los gestos desesperados de ésta indicándole que se alejara de allí, y el modo en que desapareció, envuelta por la oscuridad.
Se levantó y encendió el ordenador, que se puso en marcha con un susurro.
Notaba las puntas de la estrella Seba en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a una pequeña hoja de papel doblada. La tentadora despensa del bolso, repleto de sosiego químico… Pero no había tiempo para un tranquilizante, y tampoco podía echarse en la litera y cerrar los ojos para siempre. En su lugar, se centró en la pantalla, que finalmente había despertado a la vida.
Introdujo los códigos que daban acceso al servidor que se encontraba en una cámara de hormigón debajo de la desmantelada estación de Kymlinge. Se los había enseñado a Eva para que cualquiera de los dos pudiera ponerse en contacto con Hex si ocurría algo inesperado. Y, desde luego, todo lo que estaba ocurriendo le resultaba bastante inesperado.
Cuando conectó con el servidor, el emoticono sonriente anunciaba que Hex estaba en casa. Don sintió una oleada de calor que parecía surgir del teclado y le subía por los dedos hasta el pecho. Pero cuando el emoticono se hubo desvanecido y accedió al escritorio de su hermana, comprobó que nada era como solía ser. En lugar de la pantalla normal había un recuadro negro en el que un solitario cursor blanco parpadeaba delante de un corchete angular:
>_
Con la boca seca, aguzó el oído para detectar cualquier ruido procedente del exterior. Sólo se percibía el traqueteo de carretillas y gritos provenientes del nuevo tren de mercancías que empezaban a descargar.
Le dio al enter y escribió:
>
>hay alguien ahí?_
El cursor vertical seguía marcando su lento pulso. Impaciente, escribió una línea más:
>
>hay alguien ahi?
>sarah? hex?_
Por fin, en un sótano de Kymlinge alguien también le dio al enter y Don vio que las letras se materializaban una detrás de otra:
>no hay tiempo, es…
El cursor se detuvo, palpitante.
Al cabo de casi diez minutos, quien escribía desde Kymlinge agregó:
>mejor ahora que…
Don escribió:
>tienes que mover el vagón, eva desaparecida_
El diálogo comenzó a hacerse más ágil:
>hay alguien más en el disco no lo pillo
>quién?
>no lo sé es hábil
>tenemos que ayudar a eva
>ha dejado un
>hemos encontrado la estrella de strindberg
>_
El cursor comenzó a titilar. Luego Hex escribió:
>sé que habéis encontrado la estrella_
A Don le costaba cada vez más tragar saliva. Se concentró y escribió un solo signo:
>?
Pero Hex había desaparecido.
• • •
Media hora más tarde, seguía sin dar señales. A Don empezaban a dolerle las manos. Bajó la mirada y descubrió que las había cerrado en unos puños blancos de tan apretados.
Mientras abría y cerraba las manos para que la sangre volviera a circular con normalidad, le pareció oír un silbido fuera del vagón. Luego, silencio, y después un leve golpeteo contra el vagón.
Se miró los dedos, incapaz de moverse. Contuvo la respiración y esperó. Al cabo de un instante oyó pasos que se alejaban con un crujido de grava decreciente.
Don volvió lentamente la mirada hacia la pantalla del ordenador y vio una hilera de letras blancas que centelleaban en el recuadro negro.
>don, han dejado un mensaje para ti_