La visita
Eva estaba echada sola en la cama de matrimonio, en la oscura habitación de hotel. Las campanas del Lakenhalle acababan de marcar la medianoche, y, puesto que era domingo, hacía rato que las tiendas y los establecimientos de Grote Markt permanecían cerrados y en silencio.
Se había quedado una hora en aquel pequeño café, disfrutando de su chocolate caliente y sumida en el recuerdo de los tiempos pasados y de todos los deseos y esperanzas que había albergado y que nunca llegaron a cumplirse.
Cuando finalmente consiguió sacudirse la melancolía y volvió al hotel, descubrió que la habitación estaba vacía. Titelman se había marchado sin dejar siquiera una nota, llevándose consigo la estrella y la carta. Eva preguntó en la recepción, pero nadie fue capaz de darle una respuesta.
Durante las primeras horas no se sintió especialmente preocupada. Optó por esperar, sencillamente, dando por supuesto que Titelman había salido a comprar ropa nueva que sustituyera la que se había impregnado del olor de Saint Charles de Potyze.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo empezó a inquietarse, y luego llegó la noche sin que hubiera recibido mensaje alguno. A pesar de ello, decidió no ir en su busca, sino permanecer en la habitación, descansando, a la espera de la luz de la mañana.
• • •
Eva cerró los ojos e intentó librarse del tremendo malestar que sentía. Se había apoderado de ella en el tenebroso museo de la guerra del Lakenhalle, y desde entonces no la había abandonado.
Quería borrar de su retina el centelleo de los documentales en blanco y negro, todos aquellos cuerpos hechos pedazos una y otra vez, los dos muñecos de cera mutilados y sangrantes expuestos en la vitrina.
A pocos pasos de aquellas escenas había encontrado un cartel que informaba con frialdad del asombrosamente rápido desarrollo del armamento durante la Primera Guerra Mundial. Un ejemplo de ello lo constituían las granadas de fósforo blanco, sustancia capaz, como se mostraba mediante imágenes a todo color, de corroer la piel y los huesos.
Eva miró hacia el techo e intentó que sus pensamientos volvieran a Titelman. Quería tenerlo a su lado, caminando encorvado por las callejuelas de Ypres. ¿Le habrían permitido entrar en las pequeñas tiendas con aquel hedor a sepultura?
Algo parecido a una sonrisa se instaló en su rostro, y se volvió de costado.
Le resultaba imposible dormir boca arriba. Había un punto doloroso, una zona entre la segunda y la tercera vértebra lumbar, que nunca se curaría del todo. Era allí donde los médicos le habían introducido la gruesa aguja para inyectarle aquel líquido color violeta en la médula espinal. Le habían aplicado las primeras inyecciones cuando apenas tenía quince años, pero las cicatrices aún no habían desaparecido. Todo aquello era por su propio bien, le habían dicho. Notó que su mano se crispaba encima del diafragma, donde todo había quedado inerte y vacío.
Sin embargo, poco a poco volvió el sosiego. Oyó que en el cuarto de baño goteaba un grifo, pero no tenía fuerzas para levantarse. En sueños transitó por la oscuridad y, lentamente, el sonido de las gotas se hizo cada vez más lejano, hasta transformarse en un leve tamborileo.
Despertó y durante unos instantes intentó distinguir de qué se trataba. Debía de haber oído mal. Se acomodó la almohada bajo la cabeza, murmuró algo para sí y la habitación empezó a hundirse.
Entonces volvió a oírlo. Esta vez fue un golpe fuerte en la puerta de la habitación.
—¿Sí? —alcanzó a decir antes de que su mente recuperara la lucidez suficiente para darse cuenta de que habría sido preferible permanecer callada.
Volvieron a llamar a la puerta.
Eva se incorporó en la cama con cautela y evitó encender la luz. Se preguntó dónde habría dejado sus botas y la gabardina: sobre una silla, en el extremo opuesto de la habitación.
Apoyó los pies descalzos en el suelo y, con el mayor sigilo, se acercó a la puerta. Por el camino se preguntó cuánto aguantaría si la persona que llamaba estaba resuelta a entrar. En vano intentó recordar si, al abrirla por la mañana, la había sentido ligera o pesada. Sí recordaba que la cerradura le había parecido bastante robusta.
Un delgado hilo de luz penetraba a través de la mirilla. Eva aplicó el ojo y miró hacia fuera. Distorsionados por el cristal, unos ojos verdes ribeteados de kohl le devolvieron la mirada. Pertenecían a una mujer joven que, al parecer, sabía que Eva estaba espiándola detrás de la puerta.
—¿Miss Strand? —dijo la mujer con una voz clara y sospechosamente amable.
Eva fue a abrir, pero entonces vio otras sombras en el pasillo: un hombre corpulento con cazadora militar y otro que llevaba rasurada su cónica cabeza. Sin embargo, todo indicaba que quien estaba al mando era la mujer. Vestía un mono de motorista tan ceñido que parecía adherido a su delgado cuerpo. Bajo un brazo sostenía un casco negro y brillante. Levantó el otro y volvió a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza.
—Miss Strand. Please, open up.
¿Qué acento era aquél? ¿Alemán? No, alemán, no. ¿Francés, quizá? ¿Italiano? A Eva no le dio tiempo a seguir pensando, pues la mujer comenzó aporrear la puerta con violencia.
—¡Miss Strand! Tiene algo que nos pertenece.
Más tarde, al recordar el incidente, Eva se preguntaría por qué en ningún momento se le había ocurrido apartarse de la mirilla. Había algo en aquella muchacha que le impedía dejar de mirarla, una energía enorme concentrada en aquel cuerpo pequeño.
Los siguientes puñetazos fueron de tal virulencia que debieron de oírse en todo el hotel. La chica gritó su nombre de nuevo, pero en esta ocasión fue como si su voz se metiera en la cabeza de Eva. Las ondas sonoras eran tan intensas que la mano de la abogada, como por voluntad propia, empezó a bajar hacia el pomo. Pero, justo antes de que sus dedos se posaran sobre él, la muchacha del pasillo giró sobre sí misma y dirigió una patada directamente contra la mirilla. A Eva apenas le dio tiempo a ver cómo la bota de motorista se precipitaba hacia ella cuando el cilindro de latón salió despedido de la puerta.
Eva cayó al suelo, se llevó una mano al ojo y lo notó mojado. Parpadeó y advirtió, sorprendida, que aún podía ver. El cilindro de la mirilla le había provocado un corte en la ceja y la sangre corría por su rostro.
Por el agujero donde había estado el cilindro de latón, un ojo verde ribeteado de kohl miraba hacia el interior de la habitación.
—¿Miss Strand? —preguntó una voz suave—. ¿Está todo bien?
Eva, que seguía en el suelo, negó con la cabeza. Se puso de pie con esfuerzo y retrocedió sin volverse hacia el cuarto de baño, donde cogió una toalla y la apretó contra la herida para cortar la hemorragia. A continuación, casi a ciegas, se acercó a la mesilla de noche, levantó el auricular del teléfono y lo acercó a su oído, pero no había tono. Entonces cayó en la cuenta de que la habían encontrado. Malditas antenas de telefonía móvil y maldita tecnología moderna que se actualizaba constantemente.
Una nueva y furiosa patada sacudió la puerta, pero, por alguna razón incomprensible, la cerradura resistió. La muchacha dijo algo que sonaba a orden, y acto seguido se oyó un golpe pesado, y luego otro. Eva comprendió que los hombres pretendían echar la puerta abajo. No tardarían en lograrlo, pues los goznes ya habían empezado a ceder.
A fin de alejarse de la puerta, Eva se acercó a la ventana que daba a Grote Markt. Descorrió las cortinas y el pestillo superior. En el cristal vio reflejada la madera astillada y comprendió que la puerta de la habitación no resistiría mucho más.
—Sólo queremos lo que nos pertenece, miss Strand —dijo la muchacha, y aun cuando lo dijo en voz baja, sonó extrañamente cerca.
Eva consiguió descorrer el pestillo inferior, que se resistía, y al fin la ventana se abrió hacia dentro. Percibió olor a basura y desechos y oyó el rumor de las terrazas de la plaza. Pensó en ponerse a gritar hacia la noche, pero de nada serviría. Volvió la cabeza hacia la puerta y vio que en el centro de ésta se había abierto un agujero del tamaño de un puño por el que asomaba el rostro de la muchacha.
—Miss Strand…
Eva se subió al alféizar.
—¡Voy a saltar! —gritó. Sin embargo, al ver los adoquines quince metros más abajo pensó que tal vez aún no había llegado el momento de hacerlo.
Se volvió en el alféizar y empezó a palpar con la mano izquierda la fachada del hotel. El espacio entre los ladrillos apenas era lo bastante amplio para introducir los dedos. En cuanto a los pies, podía apoyarlos lo justo en la cornisa que discurría hacia la ventana de la habitación contigua. Adelantó el pie izquierdo y afianzó los dedos en un ladrillo. La brisa nocturna le atravesaba la fina blusa.
Lo último que vio en el interior de la habitación fue el enorme agujero abierto en la puerta. Pero no había tiempo para demorarse y averiguar qué ocurriría a continuación.
Con enorme precaución y apretando el cuerpo contra la pared, empezó a desplazarse de costado sobre la cornisa. Quien hubiese mirado hacia arriba desde la acera del hotel Langemark habría descubierto una equis humana deslizándose en lo alto.
Cuando finalmente logró volver la cara con la mejilla derecha arañando el ladrillo, vio que la cornisa iba más allá de la siguiente ventana, hasta un conducto de desagüe por el que tal vez podría bajar. La distancia que la separaba de él era más o menos la misma que la que había hasta el suelo adoquinado de Grote Markt, pero estaba claro que no tenía elección.
Las muñecas empezaron a dolerle y las pantorrillas le temblaron cuando dio otro paso lateral. Desde luego, pensó, ya no tenía edad para esas cosas. De pronto oyó un crujido seguido de un estruendo: la puerta de la habitación acababa de ceder. No se volvió; siguió avanzando a pasitos de hormiga que tarde o temprano la harían alcanzar la meta.
La muchacha la instó a que volviese. Pero no era el momento de dar media vuelta, decidió Eva, que ya casi había alcanzado la ventana de la habitación contigua. Logró agarrarse con la mano a la esquina superior del marco, que era lo bastante gruesa para afianzarse. Desplazó el pie izquierdo y lo apoyó sobre el ancho alféizar. Luego hizo lo propio con el derecho, hasta que por fin pudo tomarse un descanso.
Algo que sonó como una respiración agitada la obligó a volver la mirada hacia atrás: la muchacha había salido a la cornisa. Así pues, era hora de reemprender la huida hacia el tan deseado conducto de desagüe. Eva respiró hondo y se volvió hacia la ventana delante de la que se encontraba. Y allí, justo al otro lado del cristal, vio a un hombre joven con un cráneo cónico rasurado. Él se abalanzó hacia ella, que se echó atrás instintivamente. Perdió pie e intentó recuperar el equilibrio. A punto de caer al vacío logró aferrarse a un milagroso termómetro atornillado en el marco de la ventana. Pero no estaba lo bastante sujeto para soportar su peso, aunque fuera el de una frágil mujer.
Eva se tambaleó y vio las luces de la calle reflejadas en los adoquines, quince metros más abajo. Y le pareció que se precipitaba hacia ellos. Sin embargo, en ese instante una especie de garra la cogió con firmeza del brazo y la atrajo hacia la ventana.
Eva volvió a balancearse en el alféizar e intentó librarse de la garra, que en realidad era una mano pequeña. La mujer a la que pertenecía no parecía estar haciendo el menor esfuerzo. Se hallaba tranquilamente afianzada en la fachada de ladrillo y vestía un mono negro de motorista.
—¿Dónde está nuestra estrella? —preguntó. Y, como si tuviera ventosas en los pies, se inclinó hacia Eva y susurró—: ¿Y dónde está su amigo Don Titelman, miss Strand?