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El teléfono

Hasta la habitación de la cuarta planta llegaba el murmullo de la hora del almuerzo en la terraza del hotel. La estancia olía a sepulcro y los pantalones y calcetines de Don formaban un montón fangoso en el suelo. Las botas, tras un desesperado intento de quitarles el barro, se estaban secando en la bañera del cuarto de baño.

Hacía tiempo que la lluvia había cesado y la tímida luz del sol se filtraba por las delgadas cortinas. Sin embargo, ni Eva ni Don se habían despertado todavía. Estaban echados en la cama, uno al lado del otro, inmóviles bajo una colcha de felpa.

La habitación no parecía haber sido remodelada desde los años setenta: el viejo empapelado con dibujos de flores color albaricoque presentaba aquí y allá manchas de grasa, y a lo largo de las paredes, totalmente a la vista, corrían las tuberías de cobre de una anticuada instalación de agua. Al lado de la ventana que daba a Grote Markt había un televisor barato sobre un soporte; sus altavoces estaban cubiertos de cinta adhesiva marrón y un papel escrito a mano informaba que el mando a distancia había desaparecido.

De pronto la colcha empezó a moverse: Eva se volvió de costado e intentó sentarse a pesar de la rigidez que sentía en las articulaciones. Cuando el sol que entraba por la ventana iluminó su rostro, parpadeó y sacudió la cabeza tratando de recordar dónde estaba.

Permaneció sentada en el borde de la cama un rato más para reunir fuerzas. Procuraba respirar silenciosamente para no despertar a Titelman. Por fin, consiguió que su cuerpo cansado se pusiera en pie y se encaminó descalza hacia el cuarto de baño.

Una vez allí, la asaltó el recuerdo de haber sostenido en la mano la estrella blanca como el marfil que Don había conseguido arrancarle a Camille Malraux de los dedos.

Titelman, aterido tras el largo rato que había pasado metido en el agua helada, no había parado de temblar durante el viaje en taxi desde Saint Charles de Potyze. Eva tenía un vago recuerdo de haberlo abrazado como si fuera un niño para transmitirle calor. Le había parecido que era lo mínimo que podía hacer después de todo lo que él había tenido que soportar.

Tras vestirse, Eva se acercó a la silla en que Don había colgado su chaqueta.

Los dos estaban tan cansados al llegar al hotel que ni siquiera habían comentado el contenido de la carta. Eva sacó el papel del bolsillo interior de la chaqueta, lo desdobló con cuidado y volvió a leer:

Amado Camille:

He cumplido la promesa que te hice. Las puertas del inframundo están cerradas. Me habría gustado poder hacer algo más.

Desde aquí viajaré a mi particular Niflheimr, donde las demás cosas quedarán ocultas para siempre.

Tu Olaf

La mano le temblaba ligeramente cuando devolvió la nota a la chaqueta de Titelman.

A continuación se calzó las botas italianas, se puso la gabardina sobre los hombros y lanzó una última mirada hacia la delgada figura que estaba tendida en la cama, sumida en sus sueños.

Una vez fuera de la habitación, cerró la puerta procurando hacer el mínimo ruido posible. La barandilla de latón estaba mal atornillada, así que bajó la empinada escalera apoyando una mano contra la pared. Saludó a la mujer que estaba en la recepción con una inclinación de la cabeza y salió a Grote Markt.

• • •

Aunque fuera del Lakenhalle las banderas rojas del museo flameaban al sol, Eva quería alejarse de la plaza y se metió por Boomgaardstraat. Mientras avanzaba entre los escaparates y los coches buscó con la mirada algún rincón tranquilo. Finalmente, en una estrecha callejuela divisó un letrero en el que, con letras sinuosas, ponía «Cherry Blossom Tearoom».

Unas cortinas blancas de encaje cubrían las ventanas del café. Eva entró y una campanilla sonó por encima de la puerta. La mujer joven que estaba detrás del mostrador se volvió hacia ella. Eva pidió una taza de chocolate caliente con nata y un gofre. Después se sentó a una mesa en el fondo del local, para evitar las miradas.

Bebió un par de sorbos y sacó el móvil del bolso. Entonces, para su sorpresa, la asaltó un vago sentimiento de culpa. No obstante, marcó el prefijo internacional y luego el largo número que había memorizado.

Largos y prolongados tonos, y, justo cuando estaba a punto de darse por vencida, alguien respondió. Alguien que tenía derecho a saber lo que acababa de ocurrir.