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Les suprêmes adieux

Cuando Don consiguió salir del sótano medio anegado del mausoleo, tuvo que inclinarse y apoyar las manos en las rodillas para expulsar el aire nauseabundo que llenaba sus pulmones. Y mientras todavía jadeaba, con la mirada fija en el sucio suelo de baldosas, no pudo evitar preguntarse qué había esperado encontrar en realidad.

¿Una imagen grabada en la piedra de la cruz y la estrella de Strindberg? ¿Alguna clase de indicio? ¿Un boceto de las esferas y el mechero Bunsen que alguien hubiera escondido entre la lápida y la pared?

S’iz nur vi redn tsu der vant —masculló para sí, y sé dispuso a devolver la trampilla a su sitio para amortiguar aquel hedor asfixiante.

Después se acercó a la pared más lejana, apoyó la espalda contra ésta y se dejó resbalar hasta el suelo. Se quedó así, acurrucado, hasta que se percató de que su cartera colgaba delante de su cara.

—A lo mejor necesitas esto —dijo Eva.

Don la cogió y rebuscó en su interior hasta que encontró un ansiolítico búlgaro que ni siquiera recordaba haberse llevado del estudio de Lund.

En cuanto posó los comprimidos en su lengua, el sabor amargo del cloralidrato inundó su boca. Tragó saliva y presionó rápidamente el inhalador de tricloroetileno. Todo con tal de acelerar el apaciguamiento químico.

Al inhalar debió de poner los ojos en blanco durante unos segundos, porque Eva lo cogió del brazo y empezó a sacudirlo con cara de preocupación.

—¿Y bien, qué hay ahí abajo? —preguntó cuando él pareció volver en sí.

—Nada —respondió Don.

—¿Malraux no está ahí?

Don echó la cabeza atrás y alzó la mirada hacia el techo.

—Ya decía yo que no podía tratarse de un hombre —murmuró Eva—. Entonces sólo nos queda…

—Sí, Camille Malraux está enterrado allí abajo —la interrumpió Don—. Gants geshtorben, totalmente muerto, a menos que su sepulcro esté vacío.

Eva se puso en cuclillas frente a él y dijo:

—¿Y no había nada más?

—Si tanto te interesa, ¿por qué no bajas y echas un vistazo?

—¿La fecha coincidía? ¿El nombre estaba bien escrito?

—Lo único que pone es Tué à l’ennemi. Muerto por el enemigo. —La miró y esbozó una sonrisa—. A dead end, para decirlo en inglés. Un callejón sin salida.

Eva permaneció inmóvil y en silencio. Por fin se puso en pie y se acercó a la abertura que daba al cementerio; la lluvia seguía cayendo con fuerza. Apoyó una mano contra uno de los pilares enmohecidos y con la otra se retiró un mechón que se le había desprendido del moño.

Don cerró los ojos y escuchó el repiqueteo de la lluvia.

—Camille Malraux —dijo Eva—. Camille Malraux, tué à l’ennemi. Muerto por el enemigo. Una postal escrita a un hombre amado que murió en la guerra.

Don oyó que sus botas rozaban el suelo, y cuando abrió de nuevo los ojos, Eva se había vuelto hacia él.

—¿Qué significa?

Gabardina verde, los delgados brazos cruzados, el bolso colgado del hombro, el semblante hosco.

—Que tenemos un taxi que nos espera —dijo Don, y empezó a reunir fuerzas para levantarse. Eva seguía de pie como una sombra delante de la lluvia incesante.

—Eberlein se mostró muy interesado por saber qué habías encontrado en casa de Erik Hall…

Don suspiró y volvió a apoyarse contra la pared.

—Supongo que creyó que se trataba de otra cosa. Tal vez el buceador supiera más de lo que me contó. En cuanto a la postal, la encontré por puro azar, de modo que no tiene por qué significar algo especial. De hecho, Erik Hall puede habérselo inventado todo y haberla escrito él mismo. A lo mejor sentía un particular interés por la Primera Guerra Mundial.

—Sin embargo, el tal Camille Malraux existe —dijo Eva—. Está enterrado en la tumba número 1913 del cementerio de Saint Charles de Potyze, a las afueras de Ypres. Y la fecha concuerda, muerto el 22 de abril en Gravenstafel durante un ataque con gas letal. —Se acercó a Don y tendió la mano—. Déjame verla de nuevo.

Él sacó la postal. Estaba reblandecida a causa de la lluvia y los bordes de la cartulina empezaban a deshacerse. Le dio la vuelta y comprobó que, al menos, la tinta no se había corrido. Se la dio a Eva, que volvió a leerla.

la bouche de mon amour Camille Malraux

le 22 avril

l’homme vindicatif

l’immensité de son désir

les suprêmes adieux

1913

Eva tenía la punta de la nariz roja a causa del frío. Con los finos labios apretados y el entrecejo fruncido, movía los ojos de izquierda a derecha. Cuando hubo acabado de leer, volvió a mirar la foto de la iglesia.

—Puede tratarse de algún juego de palabras —dijo—. Una especie de clave.

—Quizá no sea más que una vieja postal que el hombre de la mina pensaba conservar, antes de cambiar de idea y quitarse la vida con un punzón —contestó Don.

Eva no sonrió.

La bouche de mon amour Camille Malraux —murmuró—. La boca de mi amor Camille Malraux. —Miró fijamente a Don, como en demanda de ayuda.

Él respiró hondo e hizo un último intento.

—Están sentados juntos en un café de Grote Markt. La guerra sigue haciendo estragos, pero todavía hay esperanza. El hombre de la mina guarda una vieja postal de la catedral tal como era antes de los bombardeos. Significa algo especial para ellos. A lo mejor se prometieron algo. El hombre le pide a Camille que apriete los labios pintados contra la postal y luego se la guarda en el bolsillo. Mucho más tarde escribe las estrofas en recuerdo de su amor. ¿Te convence?

—Bueno, quién sabe. —Sin embargo, no parecía satisfecha, porque se sentó a su lado y preguntó—: Y luego ¿qué?

—La fecha es la del fallecimiento de Camille Malraux, el 22 de abril de 1915, en Gravenstafel, durante el ataque con gas venenoso. En cuanto a 1913, es el número tras el cual está sepultado Malraux. Y luego escribe les suprêmes adieux porque se ha despedido para siempre de alguien a quien amaba.

—No tenemos ninguna constancia de que se hayan amado físicamente —puntualizó Eva—. Pueden perfectamente haber sido simples amigos, ¿no crees?

Don la miró sorprendido.

—¿Y eso qué más da?

—Nada, sólo quería… Continúa.

—Así pues, sólo quedan dos líneas: l’homme vindicatif y l’immensité de son désir. El hombre vengativo y la inmensidad de su deseo.

—¿Sí?

—Eso de la inmensidad del deseo habla a favor de que hubo al menos cierto tipo de atracción. Y lo de vengativo… Tal vez se refería a los alemanes. Aunque, la verdad, creo que no son más que meshugas, tonterías. Unas estrofas de un poema que a ambos les gustaba.

—¿Baudelaire?

Don asintió con la cabeza.

—Sí, es de Baudelaire, tal como dijo la chica del archivo. Busqué el poema en el museo de la guerra antes de encontrar la anotación sobre la tumba de Malraux.

—¿Y?

—No lo sé. Las tres frases aparecían en el mismo poema de Les fleurs du mal, un libro por el cual Baudelaire fue procesado y condenado. Algunos poemas estuvieron censurados en Francia hasta los años cincuenta, porque se los consideraba escandalosamente perversos.

—Los tiempos cambian —apuntó Eva.

Don cerró los ojos y retrocedió hasta encontrarse de nuevo ante la pantalla del ordenador.

—No disponía de mucho tiempo, pero recuerdo que pensé que a pesar de todo tenía que haber algo capaz de vincularlos. A Baudelaire y al hombre de la mina, me refiero.

—¿De veras?

—Pero lo único que me dio tiempo a leer fue que ambos compartían una fascinación mórbida por el infierno. Al fin y al cabo, el hombre de la mina escribió en la pared del pozo Niflheimr, «la puerta del infierno», y luego Náströndu, «la orilla de los muertos». Baudelaire rinde homenaje al diablo en el prólogo de su libro.

Volvió a visualizar los versos de Baudelaire. En la parte superior ponía: «Au lecteur». Hizo un intento con su pobre francés:

C’est le Diable qui tient les fils que nous remuent!

Aux objets répugnants nous trouvons des appas;

Chaqué jour ver l’Enfer nous descendons d’un pas,

Sans horreur, à travers des ténèbres qui puent.

—Es el diablo quien… —empezó a traducir.

—El diablo es quien maneja los hilos que nos mueven —susurró Eva—. A las cosas inmundas encontramos encanto. Chaque jour… cada día al infierno descendemos un paso. Sin horror, en medio de tinieblas hediondas.

Don asintió con la cabeza.

—Más o menos.

Las luces en el techo titilaron y una bombilla se apagó.

—¿De qué poema son los versos que aparecen en la postal?, preguntó Eva.

—Están sacados de una especie de larga arenga sobre la necrofilia, una descripción detallada del deseo de un hombre por poseer sexualmente el cadáver de una mujer.

—¿Cómo se titula el poema?

Une Martyre. Dessin d’un Maître inconnu. «Una mártir. Dibujo de un maestro desconocido», tal como dijo la muchacha. Un cadavre sans tête épanche, comme un fleuve, un cadáver sin cabeza derrama, como un río, en la almohada empapada, una sangre roja y viva, que la tela absorbe con la misma avidez que un prado, etcétera, etcétera. —Don sintió que se ahogaba. Respiró hondo y preguntó—: ¿Quieres que guarde la postal?

—Todavía no.

Fuera del mausoleo, el viento sacudía las ramas de los sauces. Las otras bombillas empezaron titilar y emitir leves chasquidos.

—Una mártir —murmuró Eva—. A lo mejor se refería a Malraux.

—Un mártir por la patria —observó Don—. Es posible. O tal vez apuntaba a sí mismo, a que él, el hombre de la mina, sufría por el dolor de la pérdida de su alférez francés. Quizá eso fue lo que lo llevó a quitarse la vida.

Eva agachó la cabeza, con una mano en la frente. Don estuvo a punto de preguntarle si le ocurría algo, pero se dio cuenta de que sólo estaba pensando.

—¿Cómo era el poema, palabra por palabra? —dijo.

—¿Te lo traduzco?

Eva se encogió de hombros.

—Lo extrajo de la descripción de la violación misma.

Don cerró los ojos y comenzó a recitar:

El hombre vengativo al que no pudiste, en vida,

a pesar de tanto amor aplacar,

¿sació en tu carne, inerte y complaciente,

toda la inmensidad de su deseo?

¡Responde, cadáver impuro! ¿Por tus rígidas trenzas

te levanto con brazo febril?

Dime, cabeza horrible,

¿en tus fríos dientes

permanecen aún sus adioses supremos?

Cuando volvió a abrir los ojos, vio que Eva lo miraba sorprendida.

—¿Has dicho «en tus fríos dientes permanecen aún sus adioses supremos»?

—Así era la traducción.

—Suena extraño.

—A lo mejor hay que ser un poco extraño para traducir a Baudelaire correctamente —dijo Don.

Eva se quedó meditando mientras examinaba la postal a contraluz. Volvió a recitar las palabras en voz baja.

Les suprêmes adieux. En tus fríos dientes permanecen aún sus adioses supremos… Pero ¿cómo era el final en el texto original?

—¿En el texto original?

—¿Cómo es el poema en francés?

—¿Realmente te apetece oírlo?

—Si dejas de intentar pronunciar las erres guturales. Don cerró los ojos y retrocedió hasta la supervisora y la sala de los ordenadores. Entonces empezó a leer la imagen que visualizaba:

Dis-moi, tête effrayante, a-t-il sur tes dents froides

Collé les suprêmes adieux?

Se hizo el silencio. Luego:

¿Collé les suprêmes adieux?

Don asintió con la cabeza.

—¿Nada de un beso? ¿Une bise, un bisou, un baiser?

Don negó con la cabeza.

Coller significa «pegar» —dijo Eva—. Las últimas estrofas significan textualmente: «Pegó en tus dientes fríos sus adioses supremos», o, tal vez, «en tu fría boca». ¿Qué debió de querer pegar el hombre de la mina en la boca de su amado?

Don la miró perplejo.

—¿No podría ser que…? —dijo Eva, poniéndose de pie.

—¿No creerás que…?

—¿Que la huella de los labios en la postal se hizo después de la muerte de Malraux, cuando éste ya estaba en la tumba? ¿Y si el hombre de la mina la abrió y luego volvió a sellar la lápida? En ese caso, ¿qué otra cosa puede haber querido esconder en la tumba de su amado, allí abajo?

Don se pasó una mano por la cabeza.

—Creo que deberías ir a preguntarle al taxista si tiene alguna herramienta —dijo Eva.

Cuando finalmente consiguió llegar a la salida, Don tenía las botas cubiertas de barro.

El taxi estaba a oscuras y Don pensó, ligeramente aliviado, que el hombre se habría quedado dormido. Sin embargo, de pronto se encendieron los faros, cegándolo. Don se llevó una mano a los ojos y tuvo que avanzar deslumbrado hasta llegar al coche.

El taxista bajó la ventanilla y preguntó:

—¿Y tu amiga?

—Se ha quedado —respondió Don en voz alta para hacerse oír por encima del fragor de la lluvia.

—¿Sabes la hora que es? Llevo esperando aquí casi una hora.

—Sí, nosotros…

—¿Habéis visto a los muertos?

—Están donde tienen que estar, bajo tierra.

El taxista respondió, pero la lluvia hizo imposible oírlo. Don siguió hablando todo lo alto que podía.

—El caso es que… necesitamos que nos preste alguna herramienta.

Por un instante dudó que el taxista lo hubiese entendido, pero él le dirigió una mirada extraviada a causa del alcohol, y dijo:

—Por trescientos euros puedes coger lo que quieras del maletero.

Don se preguntó si sería capaz de inventarse una excusa, pero sacó el fajo de billetes de Hex y empezó a contarlos debajo del paraguas.

—Doscientos cincuenta —dijo.

—Si pensáis cavar en el cementerio, trescientos. Y trescientos más si queréis que os espere aquí.

Don se apartó un poco, maldijo para sus adentros y volvió a contar el dinero que le quedaba.

—Trescientos euros por todo —dijo por fin.

El taxista le quitó los billetes arrugados de la mano y luego se inclinó para abrir el maletero desde dentro.

Cuando Don fue a ver lo que encontraba oyó una especie de graznido a su espalda. Miró hacia atrás y vio que una mano con una tarjeta de visita asomaba por la ventanilla. Era obvio que lo consideraba un buen cliente. Cuando la hubo cogido, el taxista se apresuró a subir la ventanilla, seguramente para preservar el calor en el habitáculo.

En el maletero, debajo de la rueda de recambio, encontró un manojo de cinceles envueltos en una tela. Tras buscar un poco más, dio también con una linterna de goma negra cuya batería estaba casi agotada.

En el camino de regreso a través del cementerio se apagó varias veces, y cuando no lo hacía proyectaba una luz amarillenta que apenas iluminaba unos metros del sendero.

Cuando por fin llegó al mausoleo, Eva había conseguido retirar la trampilla de tablones. La escalera volvía a estar a la vista y el hedor procedente del sótano inundaba la estancia.

A groyse shande, una gran pena —murmuró Don cuando se acercó con las herramientas en alto. Separó un cincel largo con mango de madera y dirigió la linterna hacia los primeros peldaños—. No hay que molestar a los muertos —dijo.

—Puedo ir yo sola —se ofreció Eva.

Don sintió una opresión en el pecho y metió una mano en el bolso en busca del Tramadol. Entonces vio que Eva empezaba a bajar por las escaleras y supo que no tenía elección.

La linterna era realmente mala. Pasados unos segundos se apagó, y Don tuvo que sacudirla para conseguir que volviera la luz. En el haz amarillento vio que Eva lo miraba con los ojos entornados. Se había detenido en el último peldaño, justo por encima del suelo anegado.

—¿Dónde está la lápida de Malraux? —preguntó.

Don barrió la pared con el haz mortecino.

Tué à l’ennemi —susurró Eva.

Él le tendió el cincel.

—Aquí tienes.

Sin embargo, fue un gesto inútil, porque sabía que sería él quien tendría que meter los pies en el agua sucia. Y eso fue lo que hizo. Sintió que un frío glacial se filtraba entre sus botas.

Di ale toyte mentshen, todos estos muertos… —dijo para sí, y dejó vagar la mirada por las lápidas.

Dio otro paso y con un chapoteo su pierna se hundió hasta la rodilla.

—Seguro que no es demasiado profunda —lo animó Eva.

Don gruñó una respuesta y a continuación bajó rápidamente los dos últimos peldaños. El agua hedionda lo cubrió hasta la cintura. Intentó no respirar por la nariz, aunque, si pretendía mantenerse en movimiento, estaba obligado a hiperventilar. Le entregó la linterna a Eva y dijo:

—¿Me echas una mano?

Un haz de luz amarillenta barrió la pared desde el techo hasta dar con el número 1913 y el nombre Camille Malraux.

Don avanzó hacia la lápida, sosteniendo el cincel con ambas manos para que no se le cayera, pues a causa del frío temblaba de pies a cabeza. De pronto algo viscoso le rozó el tobillo.

—Nunca dejas de sorprenderme, Don Titelman.

No supo si había imaginado esas palabras o si era Eva quien las había pronunciado, pero siguió avanzando hasta la pared donde se hallaba la lápida de Malraux. Volvió la mirada hacia la abogada, que permanecía en cuclillas sobre uno de los escalones secos.

Palpó con los dedos alrededor de la lápida hasta dar con un resquicio. Introdujo el cincel cuanto pudo, es decir, apenas unos centímetros, y a continuación hizo palanca con todas sus fuerzas. Una esquirla de hormigón se soltó y cayó al agua, que le salpicó la cara.

A bisele naches! —maldijo Don ante la bocanada de aire hediondo que se elevó. Mientras intentaba contener las náuseas, oyó la voz de Eva. Le pareció que decía que iba en busca de algo. Se volvió hacia ella y la vio desaparecer escaleras arriba—. Reboyne shel oylem… —masculló, aterido a causa del fango helado.

Al cabo de un instante Eva regresó con una rugosa piedra de granito que le ofreció tendiendo el brazo. Él se acercó a la escalera para recogerla y preguntó con malicia:

—¿Seguro que no quieres bajar aquí conmigo?

Eva rió, pero de inmediato se llevó una mano a la boca para evitar aspirar más aire del estrictamente necesario.

Don, que a esas alturas sentía las piernas como dos bloques de hielo, regresó con paso vacilante a la lápida de Malraux. El tiempo se acababa, pues tenía la certeza de que no aguantaría mucho más en aquel lugar.

Fijó el cincel en el resquicio y golpeó el mango con la piedra. Al segundo intento ésta se resquebrajó, y pronto los golpes empezaron a entumecer su mano. A punto ya de abandonar, rogó que el cincel hubiera alcanzado la profundidad suficiente, tomó impulso e hizo palanca con todas sus fuerzas. La lápida cedió y él estuvo a punto de caer en el agua putrefacta.

A continuación agarró la lápida por los bordes y comenzó a tirar. Cuando finalmente se desprendió, resultó tan pesada que se le escapó de las manos y, con un estrépito sordo, se hundió en el agua justo delante de sus pies.

Eva desvió la linterna hacia el nicho abierto. La luz reveló una esfera amarillenta cubierta de greñas grises. Don tardó en darse cuenta de que estaba mirando la coronilla de un cráneo.

—¿Y ahora qué? —le dijo a Eva.

—¿No podrías intentar sacarlo de ahí?

Gotteniu

—Es sencillo: agárralo de los hombros y tira.

Don apretó los dientes y echó un vistazo al interior del nicho. Malraux estaba boca arriba. Con mucho cuidado introdujo las manos a lo largo de las paredes de hormigón para evitar rozar los pómulos del cadáver y los restos de lo que habían sido sus orejas. Palpó los costados sin poder ver lo que hacía y tocó un hueso nudoso que esperó fuera el hombro del francés.

—Ahora, mucho cuidado —susurró Eva.

Tirando de un solo hombro no obtuvo ningún resultado. La espalda del cadáver parecía pegada al hormigón. Finalmente consiguió agarrar el otro hombro y tiró de ambos. El esqueleto se soltó de los últimos restos de piel con un sonido que le recordó el de la cremallera al bajarse. El esqueleto resbaló rápidamente por la abertura del nicho y sólo gracias a sus rápidos reflejos Don consiguió atrapar el cráneo y evitar que la osamenta cayese al agua.

A la luz de la linterna, el rostro del francés parecía extrañamente bien conservado. Todavía quedaban restos de las mejillas, tan delgadas como pergaminos, y de los pómulos partían unos tendones amarillentos que mantenían la mandíbula en su sitio.

—¿Ves señales de alguna herida? —preguntó Eva en voz baja.

—Supongo que murió a consecuencia del gas venenoso.

Le indicó que siguiera iluminando el rostro y con extremo cuidado, empleando la mano izquierda, separó las mandíbulas de Camille Malraux. Y allí, en la cavidad bucal, donde todo vestigio de carne había desaparecido hacía tiempo, un objeto blanco brilló a la luz de la linterna.

Don introdujo los dedos y lo cogió con delicadeza. Parecía de metal y emitió un leve chirrido al rozar los dientes. Una vez lo hubo sacado, alzó la mano para enseñárselo a Eva.

Por debajo de la pátina de suciedad se adivinaba una superficie blanca como el marfil: era la estrella de cinco puntas de las fotografías de Eberlein, la misma que éste había llamado Seba. La otra parte del instrumento de navegación de Nils Strindberg.

—Dámela —dijo Eva.

Don pareció no oírla; en cambio, le pidió que volviera a iluminar el nicho abierto de Malraux.

Allí dentro había algo más… Introdujo el brazo hasta alcanzar la mano del cadáver y advirtió que sostenía algo entre los dedos descarnados. Lo liberó de su presa y lo sacó del nicho. Era un trozo de papel doblado. Lo sostuvo en alto para que Eva también pudiera verlo.

—¡Vale, ven! —dijo ella en tono perentorio—. Y cuida que no se te caiga nada.

Don bajó la mirada hacia la estrella blanca y el papel que sostenía en la mano izquierda. Sintió el peso del cráneo en la derecha. Quizá, si se estiraba lo suficiente…

—Aquí tienes —susurró a Eva.

Demasiado tarde descubrió que se había alejado de la pared y notó que el cráneo resbalaba por su mano. Al no disponer de ningún apoyo, el cuello de Malraux se dobló lentamente hacia atrás hasta que el cráneo dio contra la pared por debajo de la abertura del nicho. Con la cabeza colgando, el francés miró a Eva desde sus cuencas vacías. Pero ella estaba ocupada con el pequeño papel y no se dio cuenta de nada.

—Es una especie de carta… —dijo, y se vio interrumpida por un sonido semejante al de una cadena que se rompe.

Don volvió la cabeza hacia el nicho y vio que las vértebras cervicales ya no podían soportar el peso del cráneo. Se soltaron una tras otra, como si de un rosario se tratara, y cuando intentó moverse sus piernas no lo obedecieron.

El cráneo de Camille Malraux pendió un instante más de un último tendón amarillento, y por fin cayó en el fango con un lúgubre chapoteo. Durante unos segundos produjo burbujas en la superficie del agua fétida.