28

Saint Charles de Potyze

Una vez fuera del museo, Don intentó resguardarse del viento racheado con la fina chaqueta del traje bien ceñida. Ya había empezado a anochecer y la lluvia asolaba la plaza. Aquella fría humedad lo atravesaría de un momento a otro.

En Grote Markt el viento lanzaba de un lado a otro la lluvia torrencial. Los desagües de las calles borboteaban anegados y a intervalos regulares escupían cascadas parduscas que arrastraban colillas y desechos. En la calle principal las compras habían concluido hacía un buen rato. Las pequeñas tiendas habían retirado sus toldos y apagado las luces de sus escaparates.

Un solitario perro era la única criatura que, muy a su pesar, arrostraba el diluvio. Alguien se lo había olvidado atado a una farola. Calado hasta los huesos, tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas en un intento vano de soltarse.

—Supongo que deberíamos acercarnos al cementerio para averiguar si realmente tienes razón —dijo Eva a sus espaldas. Se había subido el cuello de la gabardina y metido las manos en los bolsillos. Entre las sombras del pórtico su rostro apenas se distinguía—. Me refiero a lo de la tumba de Malraux. Número 1913, del cementerio de Saint Charles de Potyze, ¿recuerdas?

Don no se molestó en contestar, porque pensó que se burlaba de él. Sin embargo, no era así.

—Para averiguar si el cadáver realmente está allí —añadió Eva.

—En todo caso tendrá que ser mañana por la mañana —respondió Don, que tiritaba de frío—. Y además, ¿de qué nos serviría?

—¿Y de qué nos sirve buscar a Camille Malraux?

Él no respondió. Era como si la violenta lluvia lo hubiera despojado de todo entusiasmo.

—Así al menos habremos intentado llegar lo más lejos posible con esa postal, ¿no te parece? —dijo Eva.

—Si es cierto que Malraux está enterrado allí, supongo que seguirá en su tumba cuando mejore el tiempo… —De pronto vio que Eva ya había alzado la mano hacia la cola de taxis que aguardaban en Grote Markt.

No hubo ninguna reacción en el interior iluminado del primer coche; el taxista estaba sumido en la lectura de una revista apoyada sobre el volante. El siguiente taxi parecía vacío, mientras que el tercero dio señales de vida mediante el perezoso destello de un agrietado faro delantero. Al ver que la pareja que estaba en el soportal no se decidía a abandonar su refugio, la breve señal luminosa fue seguida por un furioso bocinazo.

Eva agarró a Don del brazo y lo llevó a rastras bajo la lluvia, y a pesar de que cruzaron la plaza a la carrera, para cuando llegaron al asiento trasero del taxi Don tenía la camisa empapada debajo de la chaqueta.

En el retrovisor, un rostro pecoso los miraba con ojos enrojecidos. La mano que descansaba sobre la palanca de cambios tenía borrosos tatuajes azules, y cuando Eva hubo cerrado la puerta de su lado, el olor a licor se hizo más intenso.

La nécropole Saint Charles de Potyze —murmuró Don, resignado.

Sólo cuando repitió la dirección en inglés, el conductor pareció darse por enterado. Se unieron al tráfico de la Meensestraat y Don vislumbró unos pensionistas envueltos en chubasqueros que señalaban los olvidados nombres de los soldados grabados en el arco de la Meninporten.

Cuando salieron de Ypres y se adentraron en el sombrío paisaje, el taxista empezó a indicar los cementerios por los que pasaban lentamente.

A continuación, en un inglés torpe les explicó que cuando marchaban al encuentro de la muerte los soldados ingleses solían llamar a la Zonnebeekseweg (la carretera por la que iban en ese momento) «Oxford Street». Ahora sólo quedaban largas y monótonas hileras de cruces blancas. Miró a Don en el espejo retrovisor y continuó:

—Dicen que los cadáveres que están enterrados aquí aún reconocen el olor a lluvia. El fango se filtra por las tapas de los ataúdes y a los muertos los asalta la esperanza de que siguen con vida.

Don se volvió hacia Eva, que tenía la mirada perdida en la niebla que cubría el cementerio.

—En la guerra, el final llega demasiado pronto —prosiguió el hombre—. El tránsito es tan brusco que el alma no consigue seguir al cuerpo. Primero, el estruendo de los gritos y las explosiones mientras avanzas a la carrera, y de pronto, en apenas un instante, todo ha terminado. El alma es incapaz de asimilarlo. A pesar de que ya no tiene cuerpo, sigue arrastrándose por el fango eternamente. Se niega a reconocer que su tiempo se ha acabado y que ha dejado la vida atrás para siempre. —Volvió a mirar a Don en el retrovisor—. ¿Verdad que usted también los ve arrastrarse entre las tumbas?

Don optó por no contestar. La lluvia seguía cayendo y al llegar a un murete de ladrillos el coche aminoró la marcha.

Al otro lado, las hileras simétricas de cruces blancas se perdían en un horizonte de árboles raquíticos. Mientras pasaban por su lado, las cruces parecían seguir un orden ora perpendicular, ora en diagonal.

El taxi se detuvo finalmente delante de la entrada del cementerio: dos blancas columnas y una verja negra de hierro forjado. Sobre las columnas había sendas espadas de hierro; sus largas y estrechas hojas estaban cubiertas de hojas de laurel.

Dentro se alzaba un monumento conmemorativo del Gólgota. Sobre un pedestal de granito, tres figuras femeninas de bronce con el rostro oculto debajo de una capucha. Por detrás de sus cabezas se elevaba la cruz con un Cristo que, con los ojos abiertos bajo la corona de espinas, colgaba inmóvil a merced de la lluvia torrencial.

—No hay descanso para los muertos en Flandes —dijo el taxista, y se volvió hacia sus pasajeros.

Don sentía la camisa pegada a la espalda como una mano helada.

—Lloverá toda la noche —añadió el taxista—. Eso han dicho en la radio.

—¿Podría prestarnos un paraguas? —preguntó Eva. A continuación cogió la cartera de Don y se la dio para que pagara.

Don sacó unos billetes y se los tendió al chófer.

—No tardaremos mucho. Sólo queremos comprobar una cosa.

—No puedo quedarme aquí esperando sin más…

Don le ofreció treinta euros.

—Hay carreras que hacer…

El taxista acabó por aceptar un par de billetes más y en su rostro pecoso apareció una sonrisa desdentada. Les llegó una vaharada de alcohol.

—Pueden mirar atrás, a ver si encuentran algo para resguardarse de la lluvia. Contra lo demás no tengo nada que pueda protegerlos.

Eva le dirigió una mirada de ánimo a Don, que se estremeció de frío una última vez y bajó por su lado. Abrió el maletero y encontró un paraguas, barato y con el mango roto, pero bastante grande.

Se apretaron todo lo que pudieron bajo el paraguas y la verja chirrió. Un sendero de losas trazaba una línea entre las cruces que se erguían por encima de la hierba encharcada. Debía de haber miles de tumbas, pensó Don, y se acercó a una.

Un tupido velo de moho cubría la cruz blanca de hormigón, pero la placa de plástico en que figuraba el nombre estaba limpia. Debajo del nombre francés aparecían las palabras que Don pronto aprendería a reconocer:

Mort pour la France

Tras deambular al azar entre los sepulcros buscando sin éxito el número 1913, por fin dieron con un plano del cementerio, dispuesto sobre una base de piedra.

Don sacó un mechero de su bolso, lo encendió y lo acercó al plano.

Nécropole Nationale Francaise

Saint-Charles-de-Potyze

El cementerio aparecía dividido en cuatro rectángulos rojos cubiertos de números en miniatura.

Empezó desde abajo e iluminó la primera centena de sepulcros. Después pasó a los otros. Al final el encendedor estaba tan caliente que tuvo que apagarlo.

—La tumba de Malraux no está aquí —dijo en medio de la penumbra.

—Seguro que te la has saltado. Inténtalo de nuevo.

Don suspiró. Luego señaló uno a uno los rectángulos, que apenas eran visibles.

—En este lado están todos los números de los sepulcros hasta el 1800. Y aquí… —Desplazó el dedo—. Aquí empieza la siguiente serie de números, desde el 2101 hasta el último sepulcro, el 3567. No hay ninguno con el número 1913. En la base de datos del museo tiene que haber algún error.

Eva le quitó el mechero. Volvió a encenderlo e iluminó el plano plastificado. Justo debajo de la cinta negra de luto que indicaba el límite extremo del cementerio encontró un rectángulo de color azul:

Le mausolée de Gravenstafel —leyó.

Apagó el mechero y se quedaron en silencio bajo la lluvia.

Don echó un vistazo hacia el taxi y notó que Eva le agarraba la mano. La siguió por el sendero y se adentraron en la oscuridad.

Pasaron por delante de la bandera francesa, apenas por encima del suelo en el centro del cementerio, en medio de una charca de agua sucia. Eva parecía tener prisa y no se molestó en intentar evitar los charcos del sendero.

Al final del camino había un solitario obelisco que marcaba una fosa común. Detrás de él, una hilera de sauces, cuyas ramas caían hasta el suelo, semejaban un muro. Al lado de éstos, hacia la izquierda, discurría un estrecho sendero de grava. En su día debía de haber estado pulcramente rastrillado, pero ahora recordaba una pista estrecha y fangosa.

Mientras recorrían la zona más alejada del cementerio, Don observó que los sepulcros ya no tenían nombres franceses. En aquella sección se hallaban los marroquíes, argelinos y tunecinos. Sus lápidas terminaban en una punta en forma de bulbo y las inscripciones eran en sinuosos caracteres árabes. Sin embargo, respecto al año de la muerte, las lápidas de los musulmanes no se distinguían de las de los franceses.

El sendero enfangado conducía hasta una arboleda, entre cuyos troncos se vislumbraba un edificio en forma de templo. Era probable que en su día la fachada recordase el mármol romano, pero ahora sus columnas de hormigón estaban resquebrajadas. Del techo inclinado caían regueros de agua, creando un pequeño lago delante de la ancha escalinata.

Les crimes de guerre - La grâce divine

Après vous —dijo Eva.

Don dio unos pasos vacilantes entre las columnas y franqueó el portal. Una vez dentro, la oscuridad era tal que ni siquiera logró distinguir dónde terminaba la estancia de hormigón. Sólo oía su propia respiración, que volvía arrastrándose hacia él en un eco cansino. Luego, el sonido de los pasos de Eva, y la respiración de ella mezclada con la suya.

—Tiene que haber alguna luz aquí dentro —se oyó susurrar.

Avanzó a tientas a lo largo de la pared hacia un punto rojizo, y lo pulsó. Hubo una crepitación en el techo y se encendió una luz mortecina y azulada, procedente de unos fanales esmerilados.

—Veamos qué tenemos aquí —dijo Don, más que nada por no permanecer callado.

El suelo del mausoleo era de azulejos con manchas incrustadas, y a lo largo de la pared se extendían lápidas en forma de losas cuadradas. En el hormigón aparecían grabados los nombres de los difuntos y el año de su muerte.

El lugar olía a urinario público, y habían cubierto un agujero en medio del suelo con unos toscos tablones. Los habían unido con clavos para que conformaran una especie de trampilla; tenía todo el aspecto de un arreglo provisional.

Don se internó unos pasos más en el mausoleo y advirtió que el hedor provenía de aquel agujero. Se oyó un débil goteo, como de un sifón.

Se apartó de la lúgubre trampilla de madera y empezó a leer las cifras grabadas en la pared. La numeración comenzaba en el ángulo izquierdo:

1801

MONTARD JEAN-LOUIS

MORT POUR LA FRANCE LE 22-4-1915

Tué à l’ennemi

Siguió avanzando hasta que llegó a la lápida número 1850. En la pared opuesta continuaba la serie de cifras hasta detenerse en una lápida marcada con el 1900. Don miró hacia la lúgubre trampilla en el centro del suelo y susurró:

—Debe de haber otra planta.

Mientras la lluvia retumbaba contra el techo del mausoleo, cada uno agarró un extremo de la improvisada trampilla hecha con tablones precariamente unidos con clavos. No resultó fácil levantarla, y cuando por fin consiguieron incorporarse, Don se quedó soportando todo el peso.

Eva había soltado los tablones para taparse la boca ante la repentina vaharada de aire viciado. En la abertura rectangular que hasta hacía un instante ocultaba la trampilla había una escalera que conducía hacia una oscuridad absoluta.

Don apartó la trampilla y la dejó caer al suelo. Miró a Eva, que se limitó a negar con la cabeza e indicarle con un gesto que era él quien debía bajar. Así pues, respiró hondo por la boca y volvió a encender el mechero. Puso la llama al máximo y pisó el primer peldaño.

La escalera descendía pegada a la fría pared, y Don alzó la mirada hacia Eva, que seguía cubriéndose la boca con la mano. Oyó el martilleo de la lluvia. Entonces decidió que habían llegado demasiado lejos para dar media vuelta, y siguió bajando lentamente.

Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, descubrió de dónde provenía el repugnante olor. En algún lugar, allá abajo, debía de haberse roto una tubería de desagüe, porque por encima del último peldaño flotaba un fango pardusco que cubría el suelo del sótano y llegaba hasta la hilera inferior de lápidas. Confió en que las juntas de cemento de éstas hubieran resistido.

—¡No hace falta que me sigas! —le gritó Don a Eva.

Sólo había luz para uno, y muy escasa.

• • •

Respiró un par de veces y llegó al último escalón que se conservaba seco. Apagó el mechero para que se enfriara. Permaneció unos instantes escuchando la lluvia, allá en lo alto. Por fin volvió a encender el mechero y se alejó de la escalera hacia la izquierda para examinar la hilera más próxima de lápidas.

—Aquí está el 1907… 1908, 1909…

De pronto el mechero le quemó los dedos. Soltó una maldición y sacudió la mano.

En medio de la oscuridad intentó hacerse una idea del emplazamiento de los sepulcros. Los números iban de izquierda a derecha. El 1909 era el último que había logrado ver. Le faltaban cuatro para llegar al 1913. Tendría que estirarse al máximo para sortear aquella agua cenagosa.

Se agarró del borde de la abertura por encima de su cabeza, y se inclinó todo lo que el brazo le permitía, mientras con la otra mano volvía a encender el mechero y lo acercaba a la pared.

1912

BELLEMÈRE GEORGES

MORT POUR LA FRANCE LE 23-4-1915

Blessures de guerre

Apagó el mechero y volvió a la posición inicial. Sólo necesitaba descansar un instante. Cerró los ojos y escuchó la oscuridad.

Abrió de nuevo los ojos. Un último intento, ya faltaba poco.

Volvió a estirarse y el mechero se encendió con un chasquido. Su luz vacilante iluminó la lápida que tenía enfrente.

1913

MALRAUX CAMILLE

MORT POUR LA FRANCE LE 22-4-1915

Tué à l’ennemi