In Flanders Fields
Había empezado a lloviznar mientras esperaban un taxi que los llevara de vuelta al centro de Ypres, y cuando éste por fin se detuvo frente a Grote Markt, las escasas gotas se habían convertido en un diluvio.
Eva señaló un grupo de turistas que se habían puesto a cubierto bajo el pórtico del museo de la guerra del Lakenhalle. Después abrió la puerta del taxi y corrió hacia ellos cubriéndose la cabeza con la gabardina.
Mientras Don esperaba a que el taxista se aclarara con el cambio, vio que Eva se abría paso entre los turistas para resguardarse de la lluvia.
Delante de la puerta del museo colgaban unas banderas. De haber estado secas seguramente habrían sido de un rojo pálido, pero empapadas habían adquirido el color de la sangre. En el centro de cada bandera había una cruz azul y blanca ornada con un ramillete de amapolas cuyos tallos eran de alambre de púa. En la parte inferior, en un ribete negro se leía:
In Flanders Fields Museum
Ieper 1914-1918
Cuando le llegó el turno a Don de intentar abrirse paso a codazos entre los turistas, fue rechazado a empellones repetidas veces por una pareja de japoneses de avanzada edad. Al final se hartó, agarró a Eva del brazo y se escurrió trabajosamente entre los cuerpos apretados hasta conseguir entrar en el museo.
Al instante se vieron rodeados por una gran calma. Aquel lugar parecía el interior de una catedral. A lo largo de las paredes había ventanas ojivales con un emplomado semejante a una telaraña que sujetaba pequeños cristales amarillos y rosados. Don respiró aliviado y se pasó una mano por el cabello mojado. A su lado, Eva intentaba limpiarse con un pañuelo el rímel que se había corrido por culpa de la lluvia.
En la estancia de techos altos se oyó un murmullo de voces apagadas, una tos y a continuación, a lo lejos, sonido de disparos y explosiones procedente de las películas que se proyectaban en algunas salas.
Más adelante, al lado de la taquilla, había dos figuras de cera vestidas con ropa de época. Una de ellas llevaba un uniforme de campaña con botones de latón desde el cuello hasta el cinturón. Tenía un pequeño bigote en la cara amarillenta y ojos de porcelana azul. En una pequeña placa se leía: «Robert Launer». Era un artillero alemán.
Al lado de Launer había una mujer en actitud suplicante y la cabeza cubierta con un velo. Según informaba una placa, su nombre había sido «Roosje Vecht». Se trataba de una enfermera holandesa que había trabajado en el campamento detrás de las trincheras. Una explosión le había arrancado las piernas el 23 de junio de 1915 inmediatamente después de la hora del almuerzo.
Una vez que hubieron pagado la entrada y dejado atrás los torniquetes, Eva se puso tensa y con expresión sombría pasó por delante de una piedra en la que estaban grabadas las ominosas palabras de H. G. Wells:
Every intelligent person in the world felt that disaster
was impending and knew no way of averting it.
(Toda persona inteligente en el mundo sentía que el desastre
era inminente y no conocía la manera de evitarlo).
El museo era enorme, y Eva avanzó con una lentitud exasperante entre las temblorosas imágenes en blanco y negro. Era como si quisiera absorber toda aquella tragedia, y se tomó su tiempo contemplando cada secuencia de las filmaciones recuperadas.
Don, por su parte, pensaba que aquellas salas oscuras transmitían una sensación espeluznante, con todas sus pequeñas recreaciones y sus soldados de cera de tamaño natural, figuras distorsionadas y atrapadas, en un eterno y sinuoso movimiento, en el barro de las trincheras.
Al cabo de un rato empezó a adaptarse al ritmo pausado de la abogada y a todos los detalles espeluznantes que ella conocía de las batallas. En lo que al armamento empleado en la Primera Guerra Mundial se refería, había topado con alguien que sabía más que él. Parecía conocer detalles técnicos que Don ignoraba por completo. Sin embargo, interrogada al respecto, ella se limitó a decir que ciertas cosas sencillamente no podían olvidarse.
Sus comentarios susurrados acerca de las imágenes parpadeantes del fuego de las ametralladoras y los cuerpos destrozados hicieron que Don se sintiese todavía más desmoralizado. Y sólo habían recorrido la primera de las cuatro plantas del museo, como comprobó en un panel de información. Reparó entonces en un pequeño símbolo gráfico que aparecía en la línea correspondiente a la cuarta planta: un ordenador. La señaló y propuso intentar comunicarse con Hex.
Don sintió que el peso que se había abatido sobre sus hombros disminuía a medida que subía las escaleras hacia las plantas superiores del museo. El sonido de los disparos, explosiones y gritos de las películas se fue desvaneciendo poco a poco, hasta que en el pasillo del último piso todo era tranquilidad y silencio.
Una flecha indicaba el camino hacia el centro de documentación, y cuando estuvo ante la puerta de éste se encontró con una placa de latón que anunciaba en inglés:
REGLAS DEL CENTRO DE DOCUMENTACIÓN
No se hacen préstamos.
Está terminantemente prohibido reproducir documentos frágiles sin el consentimiento expreso del supervisor del Centro.
Debajo de la placa, un cartel advertía que los ordenadores sólo podían utilizarse para consultar la base de datos de los cementerios de guerra.
En la sala había una hilera de archivadores y unos compartimentos con sendas mesas y ordenadores. Don advirtió que era el único visitante. Una mujer mayor, con el cabello azulado recogido en un moño severo, montaba guardia en una pequeña cabina acristalada.
Don sintió que la mujer seguía cada uno de sus movimientos. Cuando se sentó delante del ordenador más cercano, oyó que echaba la silla hacia atrás y se ponía de pie.
La mujer salió de su jaula de cristal con una carpeta apretada contra el pecho. Prendida en la blusa llevaba una placa de plástico que rezaba «lste Opzichter-lst Supervisor». Lo examinó con expresión huraña.
No sin antes intentar convencerlo de que volviera a la exposición, la supervisora introdujo la contraseña que permitió que la pantalla cobrase vida.
—¿Nombre? —preguntó con aspereza.
—Titelman.
—¿Ejército?
Don no se esperaba esa pregunta, y no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada.
—¿A qué ejército pertenecía la persona a la que está buscando? —explicó la supervisora, impaciente—. ¿Belga, francés, inglés o alemán?
—Belga.
La mujer abrió una plantilla con el título «Casualty database». Marcó «Casualties from the Belgian Army» y tecleó TITELMAN. Le dio al buscador. Ningún resultado.
—Usted es judío, ¿verdad?
Don decidió que no contestaría. En su lugar, dijo:
—Me interesa buscar información sobre algunos familiares…
La mujer lo miró en silencio.
—Supongo que sabré apañármelas solo, si me concede un poco de tiempo —añadió Don.
—De acuerdo. Cerramos dentro de veinte minutos.
—Creo que me bastará.
La mujer retrocedió unos pasos sin apartar la vista del ordenador.
—Gracias —agregó Don.
La supervisora negó con la cabeza y volvió a su jaula de cristal.
Él vio que se sentaba de manera que pudiera vigilarlo. Sin embargo, no tenía modo de ver lo que escribía, y empezó a teclear los códigos del servidor de Hex. Al cabo de un instante apareció un emoticono con las comisuras de los labios hacia abajo, señal de que Hex estaba temporalmente ausente.
Escribió un breve mensaje en que le explicaba lo ocurrido desde que salieron de Estocolmo. Al final añadió una línea pidiéndole que averiguara lo que pudiese acerca de una tal Camille Malraux, nacida a finales del siglo XIX en un pequeño pueblo francés llamado Charleville-Mézières.
Después echó un vistazo al reloj y comprobó que sólo habían pasado cinco minutos.
Fuera, la lluvia seguía cayendo y corría en regueros por los cristales emplomados de las ventanas. La sala olía ligeramente a productos de limpieza y el silencio empezaba a resultar opresivo.
Cuando miró de reojo hacia la supervisora, vio que ésta enarcaba las cejas. Entonces resolvió que permanecería allí hasta que ella lo echase, en la esperanza de que entretanto Hex volviera a casa y respondiese a su mensaje.
Mientras esperaba se conectó a internet.
En la portada de un diario vespertino sueco aparecía la fotografía de un colega al que Don aborrecía. Debajo, en negrita, el titular:
EL AMIGO CUENTA LA VERDAD
SOBRE EL EXPERTO EN NAZISMO
Abrió el artículo y apenas tuvo fuerzas para echar un vistazo a tanta cita distorsionada. Sólo habían transcurrido unos días, pero era evidente que había pasado de ser un historiador a convertirse en un drogadicto y un delincuente violento, enfermizamente obsesionado con los mitos y símbolos nazis. Pulsó el ratón y salió de la página.
A continuación, temiendo lo peor, consultó los diarios matutinos. Lo que publicaban resultaba aún más deprimente, y tuvo que admitir que Eva había estado en lo cierto.
La policía informaba de que había ampliado la búsqueda más allá de las fronteras de Suecia. La investigación, afirmaba, se hallaba en una fase clave, por lo que se imponía el máximo secreto.
—Oyf tsores —murmuró Don—. Pues sí que estamos mal.
Intentó nuevamente contactar con Hex, pero ésta seguía sin volver a su refugio subterráneo. Sin atreverse a mirar hacia la jaula de cristal, decidió tirar de la cuerda un poco más. Recordó las palabras de la empleada del archivo municipal acerca de Baudelaire, y tecleó el nombre del poeta y «l’homme vindicatif».
La primera entrada bastó para demostrar que la satánica tenía razón. El enlace lo llevó al poema 178 en el sitio fleursdumal.org.
Charles Baudelaire
Une Martyre
Dessin d’un maître inconnu
Al lado del poema había una breve biografía del autor que Don leyó en la esperanza de encontrar alguna página que lo ayudara a avanzar. Sin embargo, cuando la esperanza se hubo desvanecido, volvió al poema, que parecía tremendamente largo.
Su francés no era nada del otro mundo, pero por lo que pudo entender se trataba de un caso de necrofilia: el deseo de un hombre de copular violentamente con el cadáver de una mujer, colmado de detalles rayanos en la pornografía.
En la tercera y cuarta estrofas contando desde abajo encontró las frases que aparecían en la postal:
L’homme vindicatif que tu n’as pu, vivante,
Malgré tant d’amour, assouvir,
Combla-t-il sur ta chair inerte et complaisante
L’immensité de son désir?
Réponds, cadavre impur! Et par tes tresses roides
Te soulevant d’un bras fiévreux,
Dis-moi, tête effrayante, a-t-il sur tes dents froides
Collé les suprêmes adieux?
A continuación, tras una breve búsqueda, consiguió encontrar una traducción:
El hombre vengativo al que no pudiste, en vida,
a pesar de tanto amor aplacar,
¿sació en tu carne, inerte y complaciente,
toda la inmensidad de su deseo?
Carne dócil e inerte que alivia el ardor del deseo, pensó Don. El hombre de la mina debió de estar toytmeshuge, mal de la cabeza.
¡Responde, cadáver impuro! ¿Por tus rígidas trenzas
te levantó con brazo febril?
Dime, cabeza horrible, ¿en tus fríos dientes
permanecen aún sus adioses supremos?
—Brazo febril y fríos dientes —murmuró Don, y se dispuso a cerrar la página.
Sin embargo, aunque probablemente no era más que narishkayt, fruto de la desesperación, una estupidez y un callejón sin salida, además, le dio a imprimir. A unos metros de él, una impresora se puso en marcha con un zumbido.
El sonido hizo dar un respingo a la supervisora, que se levantó con una rapidez sorprendente y, antes de que Don pudiese reaccionar, salió de la jaula de cristal y cogió la hoja impresa.
—Creo que es hora de que se marche —dijo, y leyó los primeros versos—. Oh. Está usted enfermo.
Era una constatación, y Don no pudo hacer más que asentir con la cabeza. Se colgó el bolso del hombro con un suspiro y cerró el sitio web. La supervisora se acercó más, dispuesta a exigirle que se fuera, pero en ese momento a Don se le ocurrió una última idea.
—Perdone, tengo que comprobar un nombre más.
Pensó que intentaría impedírselo, pero la mujer dio un paso atrás, manifiestamente nerviosa. Y entonces, cuando en la pantalla apareció «Casualties database», Don marcó «Casualties from the Belgian Army». Tecleó el nombre en la casilla de búsqueda y le dio al enter.
Ningún resultado.
La supervisora volvió al ataque.
—Me veo obligada a exigirle que…
Don titubeó un instante y marcó la casilla de «Casualties from the French Army». Volvió a teclear el nombre. ¿Lo había escrito bien? Sí. Pulsó el ratón.
•
Eva Strand se encontraba delante de una vitrina donde se exponían unas figuras de cera con uniformes franceses. Se retorcían bajo una nube de humo verde grisácea. Uno de los muñecos se agarraba del cuello, como si se ahogara. De la boca de otro salía un borbotón de sangre roja, seguramente para mostrar que el gas provocaba vómitos sanguinolentos.
Eva parecía no haberlo oído acercarse, a pesar de que Don se colocó justo detrás de ella. Era extraño, teniendo en cuenta que respiraba casi jadeando después de atravesar las salas del museo a la carrera.
Sin embargo, ella sabía que él estaba allí, porque empezó a hablar sin volverse.
—En cuanto lo inhalaban, el gas les corroía la tráquea y los pulmones. Los pocos franceses que tuvieron fuerzas para seguir respirando murieron más tarde, con los pulmones encharcados de pus y sangre. Su agonía era espantosa, como cuando mueres ahogado y consciente de que cuanto te rodea está lleno de oxígeno.
—Eva… —dijo Don, pero no logró arrancarla de aquella escena dantesca.
—El ataque con gas tóxico a Gravenstafel fue una violación de todas las leyes de la guerra —prosiguió—. Los soldados franceses no sabían a qué se enfrentaban cuando aguardaban agazapados en las trincheras. Lo único que vieron desde sus posiciones fue una nube de humo verde que extinguía lentamente la luz. Creció hasta alcanzar unos treinta metros de altura y luego avanzó impulsado por el viento. Cuando la nube envolvió las zanjas, el grasiento humo empezó a descender. Era más pesado que el aire y fluyó a la altura de la cabeza de los franceses, y unos minutos más tarde casi ninguno podía ver. Sintieron que el gas les corroía los ojos, y cuando intentaron trepar por encima de los terraplenes se encontraron con el fuego de las ametralladoras.
—Eva… —volvió a intentarlo Don.
—Fue la primera vez que se utilizó gas en el frente occidental. Unas semanas antes, los alemanes habían probado contra los rusos obuses de artillería llenos de bromuro. Más tarde, como ya sabemos, fueron mucho más lejos, empleando gas fosgeno, lewisita y sarín.
Don la cogió del brazo, pero ella se desasió y señaló un pequeño rótulo informativo que estaba a la altura de sus rodillas.
—«A las cinco de la tarde —leyó—, se soltaron 170 toneladas de gas venenoso en 5700 cilindros. Seis mil franceses murieron o sufrieron una terrible agonía y se abrió una brecha en el frente. Sin embargo, los alemanes quedaron a tal punto horrorizados por el resultado que nunca volvieron a utilizar el pleno potencial del gas y…»
—Ya basta, Eva —dijo Don, y apoyó una mano en su hombro. En la otra mano sostenía la copia en papel que le había arrebatado a la supervisora—. Escúchame, estábamos equivocados desde el principio.
La abogada por fin volvió la mirada hacia él.
—La postal estaba dirigida a un hombre —añadió Don.
Eva se mostró azorada. Negando con la cabeza, dijo:
—No… no es posible. El carmín, el beso…
—Sí, el muerto en el pozo escribió estas palabras a un hombre al que amaba. Léelo tú misma.
Le mostró la copia del extracto de la base de datos del museo sobre los sepulcros de la guerra.
Name: Malraux
First Name: Camille
Rank: Sous-Lieutenant
Regiment: 87 RIT
Date of Death: 22/04/15
Cuando Eva lo hubo leído, dijo dubitativa:
—De todos modos, puede tratarse de otra persona. Cuando estuvimos investigando en el archivo municipal encontramos dos Camille Malraux. Y no creo que…
—Estoy completamente seguro.
—A mí no me parece que encaje. —Volvió la vista hacia la vitrina.
—Eva…
—En cualquier caso, es una coincidencia extraordinaria —dijo ella lentamente.
—Puede tratarse de una carta de amor. A lo mejor eran amantes. A lo mejor trataba a Malraux como a su mujer. A lo mejor…
—No, eso sí que no. Échale un vistazo a la fecha de defunción de tu Camille Malraux.
Don miró la fecha que aparecía en el papel y luego siguió la mirada de Eva hacia el rótulo de la vitrina:
The Battle of Gravenstafel Ridge
22nd-23rd April 1915
—O sea, que murió gaseado —murmuró Don.
Eva asintió con la cabeza. Luego respiró hondo y se estremeció, como para volver en sí.
—Sin embargo —dijo—, todavía no entiendo cómo puedes estar tan seguro. Ya te he dicho que…
Don extrajo la postal de la chaqueta y se la tendió.
—¿Y? —dijo ella cuando hubo leído las breves líneas una vez más.
—Fíjate aquí.
—Sí, ya veo, la postal fue escrita en 1913. ¿Y qué?
—El número 1913 no es un año —dijo Don—, sino el número de la tumba de Camille Malraux. Está enterrado en un cementerio de guerra llamado Saint Charles de Potyze, justo a las afueras de Ypres.