26

Stadsarchief

Al principio, la empleada de fría sonrisa de la atestada oficina de información turística del Lakenhalle ni siquiera intentó entender la pregunta de Don. Pero luego, quizá para que la cola volviera a avanzar, les propuso que empezaran buscando documentos históricos en el archivo municipal de Ypres. Allí se hallaban todos los registros de nacimientos, defunciones y casamientos, así como los correspondientes a las personas que se habían instalado en la ciudad y las que la habían dejado. Y abarcaba no sólo la ciudad de Ypres, sino también el resto de Westhoek, la región más occidental de Flandes.

El archivo municipal era el sitio que la gente solía elegir cuando quería estudiar su árbol genealógico, les explicó la empleada. En un buen número de casos, había oído decir, se conservaban detalles personales, como, por ejemplo, copias de testamentos, actas judiciales y, en ocasiones, cartas personales. Por otra parte, el nombre de Camille Malraux era bastante inhabitual, al menos en la Bélgica flamenca, concluyó.

Al punto pulsó un botón rojo, se oyó un pitido y un nuevo número apareció en la pantalla digital por encima de su cabeza. El siguiente.

Fueron en taxi más allá de los muros medievales de la ciudad. Tras cruzar un puente de piedra sobre un canal, Ypres cambió rápidamente de aspecto y se convirtió en moderna y anodina. Era como si el dinero de la reconstrucción se hubiera acabado antes de llegar allí.

El archivo municipal y la biblioteca compartían un edificio de ladrillo rojo y cristal con forma de caja de cartón. Ya en el vestíbulo anunciaban en cinco idiomas que allí se conservaban valiosos documentos que ocupaban más de ciento treinta mil metros de estantería. Sin embargo, su entusiasmo pareció desvanecerse cuando por fin encontraron uno de los pequeños compartimentos del Archivo Genealógico.

La empleada que bostezó detrás del ordenador no debía de tener más de veinte años. Seguramente estaba haciendo una sustitución; o eso, o era el resultado de un grave fallo en la selección de personal. Brazos flacos, labios pintados de violeta y una camiseta negra en la que la cabeza escarlata de una cabra resplandecía debajo de la leyenda Church of Satan.

Se metió un chicle en la boca y bostezó una vez más, visiblemente aburrida, hacia el señor mayor que tenía la desgracia de estar sentado en la silla frente a ella. Cuando el hombre finalmente se hubo puesto en pie, dispuesto a marcharse sin haber recibido respuesta a ninguna de sus preguntas, la muchacha sacó un libro de bolsillo y se puso a leer con gran interés.

Don miró a Eva, avanzó hacia el escritorio de la empleada y tosió.

Een moment… —dijo la muchacha en flamenco, sin siquiera mirarlo.

Yes, hello —contestó Don—. Me llamo Don… Malraux. Me gustaría…

La chica negó con la cabeza sin disimular su irritación y empujó hacia él un bloc de notas con un lápiz atado a la espiral.

Spell, please —masculló.

Don intentó sonreírle, pero ella ya había vuelto a su libro. Escribió el apellido MALRAUX con caracteres de imprenta. Cuando la chica por fin se dignó a echar un vistazo a lo que Don había escrito, resopló.

—¡Jo! Falta el nombre de pila. Lugar de nacimiento. Año.

—Se llamaba Camille —se apresuró a decir Don mientras todavía gozaba de la atención de la muchacha—. Mi hermana y yo creemos que puede tratarse de un familiar.

—¿Tu hermana? —dijo la muchacha con suspicacia, y miró a la mujer rubia que estaba detrás de Don y luego de nuevo a éste.

—Sí. Nuestra familia tiene raíces valonas.

—¿Y cuál es vuestra relación con la tal Camille?

—Es una…

—¿Sois sus nietos? ¿Primos terceros?

—Es una historia demasiado larga, me temo. ¿Importa?

—No, no. Me da absolutamente igual. ¿Nació en la región de Westhoek?

—Sí…

—Sí, o eso creemos —intervino Eva, sentándose al lado de Don con expresión decidida.

—Muy bien. ¿Cuándo?

Don miró a Eva de reojo.

—Creemos que a finales del siglo XIX —respondió.

La muchacha se mostró súbitamente interesada por sus uñas y empezó a examinárselas.

—Puedes buscar entre 1870 y 1895 —dijo Eva.

—Entre 1870 y 1895 —repitió la muchacha—. ¿En la ciudad de Ieper o en algún pueblo de los alrededores?

—Nosotros… —balbuceó Don.

—Boezinge, Brielen, Dikkebus… —recitó la muchacha mecánicamente—. ¿Elverdinge, tal vez? Hollebeke, Sint-Jan… ¿Zillebeke?

—Nosotros…

—O sea, que Zillebeke —decidió la satánica.

—Creemos que Camille Malraux murió en Ieper —dijo Eva—. En 1913 seguía viva, eso lo sabemos con toda seguridad. Tal vez muriese durante la guerra.

La muchacha se volvió con desgana hacia su ordenador y abrió el archivo del registro civil de Ieper. Tecleando con el dedo índice de la mano derecha, introdujo el nombre «Camille Malraux».

—Veamos —dijo sin mirarlos—. Hay dos personas con ese nombre que murieron durante la guerra. Una nacida en 1885 en Voormezele; sus padres se llamaban…

—¿Y la otra? —preguntó Eva.

—No aparecen los nombres de los padres ni el lugar de nacimiento. Era de nacionalidad francesa. Pone que murió en Ieper en 1917.

—¿Y qué más pone? —insistió Eva.

La chica soltó un nuevo resoplido, se sacó el chicle de la boca, lo lanzó a la papelera y dijo:

—Es lo único que aparece. En los archivos informáticos no se introduce toda la información. Si queréis más, tendré que buscar su expediente en el archivo general. El esfuerzo no suele valer la pena.

—Sí queremos —dijo Eva con aspereza.

La otra soltó un bufido, se puso de pie, cerró el ordenador apretando dos teclas y desapareció con ostensible lentitud entre las estanterías.

Cuando volvió al cabo de media hora, llevaba consigo dos delgadas carpetas. Las lanzó sobre el escritorio, delante de Eva y Don, y volvió a su libro.

En la primera sólo encontraron unos pocos datos: Camille Malraux, nacida Holst en 1885, casada con Ronald Malraux en Onze-Lieve-Vrouwekerk, iglesia de Nuestra Señora, en Voormezele en 1905. Nada acerca de sus actividades, ni si tenía hijos o hermanos. Una historia clínica, un certificado de defunción y una breve anotación en que constaba que el marido había muerto en 1907.

—¿Ha valido la pena? —murmuró la chica desde detrás del libro.

En la segunda carpeta sólo había dos documentos. El certificado de defunción, así como una anotación sobre que los demás documentos relativos a Camille Malraux habían sido trasladados al lugar de nacimiento de ésta: Charleville-Mézières, Francia.

—¿Podemos pedir copias de su documentación francesa? —preguntó Don.

La satánica hizo caso omiso.

—Queremos que solicites copias de todos los documentos que se conserven acerca de Camille Malraux al registro civil de Charleville-Mézières, en Francia —pidió Eva con tono profesional.

La muchacha se dio por vencida y dejó el libro sobre el escritorio.

—Una gestión así lleva mogollón de tiempo —dijo—. Hay que rellenar un montón de formularios. Y además se necesitan muchos sellos. —Cogió la primera carpeta, la que contenía los datos de la Camille Malraux nacida Holst—. Supongo que es ésta.

—Queremos pedir… —dijo Eva.

—¿Pensáis quedaros mucho tiempo en Ieper? —La muchacha soltó una risita burlona—. Porque suele llevar meses recibir un documento de otro país. Sobre todo de uno como Francia. Además, hay que registrarlo y…

Don presintió que Eva estaba a punto de estallar.

Sacó la postal del bolsillo interior de la chaqueta de su traje nuevo. La dejó sobre el escritorio y señaló la fotografía de la catedral de Saint Martin.

—Vaya, habéis estado haciendo el turista en el Lakenhalle —ironizó la muchacha—. Es increíble que la gente gaste el dinero en esa basura sentimental.

—Se trata de una herencia, y de hecho fue comprada antes de la guerra —contestó Don. Le dio la vuelta a la postal y le mostró los versos y la huella de carmín.

Por primera vez pareció asomar cierto interés a los ojos de la chica, que leyó las líneas y dijo:

—Pues sí, parece que es de 1913, como dijisteis. Entonces, ¿esto qué es, una cartita de amor? —Volvió a leer los versos en voz baja.

—La escribió nuestro abuelo paterno para esa tal Camille —respondió Don—. Te agradeceríamos muchísimo que nos ayudaras. Fue el amor de su vida.

—Pero ¿seguro que estaba enamorado de ella? —Dejó la postal sobre la mesa—. Quiero decir, l’homme vindicatif, l’immensité de son désir, les suprêmes adieux… Escribe que es un hombre vengativo con un deseo inextinguible.

Eva se hartó:

—¿Piensas ayudarnos o no?

—¿A qué?

—A rellenar la solicitud para Charleville-Mézières —contestó Don—. Estamos dispuestos a esperar.

—Vale, pero sólo porque el abuelete tenía buen gusto literario. —Sacó un formulario del cajón del escritorio, chasqueó los dedos y empezó lentamente a rellenarlo. Cuando llevaba un rato escribiendo, agregó sin levantar la mirada—: No hace falta que os quedéis aquí mirando. Dadme un toque dentro de unos días y a lo mejor ya tenemos noticias.

—Gracias —dijo Don. Cogió la postal de la mesa y se levantó.

Dessin d’un Maître inconnu —murmuró la muchacha para sí. Dibujo de un maestro desconocido.

—¿Disculpa?

Dessin d’un Maître inconnu —repitió la muchacha, y alzó la mirada hacia él—. No creeréis que vuestro abuelo sueco se inventó él solo estos versos, ¿verdad? Combla-t-il sur ta chair inerte et complaisante, l’immensité de son désir… Tomó prestada cada palabra, pero supongo que ya lo sabíais.

Don miró a Eva y después a la muchacha, que añadió:

—Es imposible no amar a Baudelaire.

Y siguió escribiendo en silencio.