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Saint Martin d’Ypres

El hotel Langemark ocupaba un edificio del siglo XVII tan estrecho que, a pesar de sus veinte metros de altura, sólo disponía de un pequeño número de habitaciones. Tenía ventanas enrejadas en forma de arco y, al igual que las demás casas que rodeaban la plaza medieval de Ypres, Grote Markt, después de la guerra había sido reconstruido desde los cimientos, ladrillo a ladrillo.

Sobre la entrada había una marquesina roja y blanca, y el anciano recepcionista de noche tardó un buen rato en abrirles la puerta. Cuando Don intentó explicarle por qué no disponían de pasaporte ni de ningún otro documento de identificación, se limitó a indicarles con un ademán que entraran.

A cambio de un pago por anticipado en efectivo, el anciano les tendió una llave que cogió del panel que había detrás del mostrador de recepción. Sin hacer más preguntas, los condujo renqueante por unas escaleras empinadas hasta la cuarta planta. Una vez allí, abrió la puerta de una habitación con las paredes empapeladas con grandes motivos florales y cuya única ventana daba a la fachada del Lakenhalle.

Cuando el recepcionista se hubo marchado, Eva y Don se echaron en la cama de matrimonio con la intención de descansar un rato, hasta que amaneciese, pero no tardaron en quedarse dormidos, agotados tras el largo viaje en tren.

• • •

Don despertó a eso de las nueve de la mañana. Al mirarse en el espejo de la habitación comprendió que debían seguir el consejo de Hex. Las mangas de su americana estaban literalmente hechas jirones después de la huida a través de la ventana del sótano de Djurgärden, y sus pantalones de pana, cubiertos de tierra.

Eva tampoco tenía un aspecto particularmente elegante cuando se sentó en una silla con sus prendas arrugadas. Todavía llevaba la pantorrilla vendada y en su zapato izquierdo se veían manchas de sangre seca.

Don propuso conseguir ropa nueva, y hacerlo antes incluso de desayunar, a lo que Eva asintió. Él la ayudó a incorporarse y, una vez en el pasillo, le ofreció amablemente el brazo. Ella respondió, con cierta aspereza, que se valía muy bien por sí misma y que podía bajar las empinadas escaleras sin su ayuda. Mientras cruzaban la gran plaza bajo el sol de septiembre, Don advirtió que había dejado de cojear.

Don había imaginado que acabarían las compras muy pronto, pero una hora más tarde seguían dando vueltas por las callejuelas que rodeaban Grote Markt en busca de ropa apropiada para la abogada. Él, por su parte, había adquirido un traje negro en la primera tienda que visitaron, y se cambió en el probador. La vieja chaqueta de pana con la postal en el forro se hallaba ahora en una bolsa de plástico que llevaba en la mano. En cuanto a Eva, resultó que tenía un gusto muy especial y no aceptaba objeciones. Finalmente, en un callejón lejos de Rijselsestraat, la calle principal, encontraron una boutique de aspecto suficientemente conservador.

Puesto que un grupo de señoras mayores se abría paso a codazos entre los expositores, Don salió a la calle y esperó. Por el escaparate vio que Eva le hacía un gesto con la mano.

Cuando se encontró con ella delante de la caja, Eva ya lucía las prendas que había escogido. Parecía tener predilección por la ropa estilo años cuarenta: pantalones anchos de rayas, blusa blanca de raso y gabardina de color musgo con un fular a juego.

El sucio traje de dos piezas estaba sobre el mostrador, y Eva le explicó en francés a la dependienta que podía quemar aquellos viejos trapos. La dependienta le contestó en un tono cortante que ni en Ieper ni en el resto de Flandes Occidental se hablaba francés, y que si quería recibir una respuesta le convenía intentarlo en inglés o, mejor aún, en flamenco. A continuación metió unas ligas y unas medias de seda rosa salmón en una cajita, se la tendió a Eva y la caja registradora produjo un sonido metálico.

Afortunadamente, la abogada encontró, unas puertas más allá, una zapatería que resultó de su agrado. Por fin, y después de que Don pagase —con los euros que Hex le había dado— un par de altas y relucientes botas italianas de piel, Eva pareció satisfecha.

Volvieron paseando lentamente hasta Grote Markt y se sentaron en la terraza del hotel, a la sombra de la marquesina.

Todavía estaban sirviendo el desayuno; sin embargo, puesto que eran cerca de las once, Eva propuso tomar un almuerzo temprano. Pidió un plato de marisco y una copa de chardonnay Domaine Saint Martin de la Garrigue, del Languedoc.

Don lo intentó con un cruasán requemado que de inmediato se deshizo en un montón de migas secas. Luego pidió otra taza de café y decidió dejar el almuerzo para mejor ocasión.

Don puso sobre la mesa un vistoso folleto turístico que había cogido en la recepción del hotel. En la portada rezaba: «Ieper - City of Peace», y dentro había un plano del centro de la ciudad.

Cuando echó un vistazo a la plaza y vio los autobuses cargados de turistas que en ese momento salían en tropel en dirección al Lakenhalle y el monumento a los caídos, reparó en que, probablemente, Eva y él parecían una pareja de mediana edad que había decidido huir de un viaje en grupo. Sin embargo, puesto que la idea había sido que viajaran de la manera más anónima posible, aquello no tenía nada de malo.

A more sacred place for the British race does not exist in the world —leyó en voz alta.

Eva alzó la mirada de su marisco y se limpió los labios con la servilleta.

—Son las palabras que pronunció Winston Churchill acerca de Ypres —añadió Don—. «No existe en el mundo lugar más sagrado para el pueblo británico». —Señaló la cita, que aparecía encima de la imagen de un cementerio cubierto de cruces blancas.

—Ieper —lo corrigió Eva—. Son las palabras que pronunció Winston Churchill acerca de Ieper.

—Su nombre en francés es Ypres, y así era como los franceses e ingleses la llamaban durante la Gran Guerra —puntualizó Don.

Y la catedral… —Volvió las hojas hasta llegar al plano del centro de la ciudad; entonces señaló una pequeña fotografía en color—. Por lo que tengo entendido, en francés se llama Saint Martin d’Ypres.

—Seguro que los que viven aquí la llaman Sint Maarten —respondió secamente—. Pero si habías pensado dedicarte a hacer turismo me temo que debo desaconsejártelo. No es una buena idea. Será mejor que demos por sentado que, a estas alturas, la policía belga ya ha conseguido nuestras fotos. —Al advertir que él titubeaba, agregó—: Uno de los socios de Afzelius me dijo que ayer mismo se había emitido una orden de busca y captura internacional. Conseguí ponerme en contacto con él desde el hotel, mientras tú dormías.

Don miró de soslayo hacia la plaza al tiempo que removía el café con su cucharilla.

—Vaya —dijo finalmente—. ¿Te dijo algo más?

—Me preguntó dónde estábamos, como supongo que le pidieron que hiciera si me ponía en contacto con ellos.

—¿Y qué le dijiste?

—La verdad, claro. Que salimos del país en un vagón de mercancías privado y que actualmente nos encontramos en esta pequeña ciudad. —Eva apartó el plato—. Como imaginarás, colgué de inmediato. Si quieres, puedo consultar con mis antiguos colegas de Brottmålsjuristerna, en Estocolmo, por si les apetece echarnos una mano, pero… —Suspiró—. La verdad es que no lo sé.

Don bajó la vista hacia los posos del café. Por fin, dijo:

—De hecho, creo que la que se ve allí, a lo lejos, es la catedral de Saint Martin. —Señaló en dirección a una aguja de estilo gótico que se alzaba justo detrás del enorme Lakenhalle.

Eva miró la fotografía que aparecía en el plano y asintió con la cabeza.

—Como he intentado explicarte hace un momento…

—Pero no tenía ese aspecto antes de la guerra —la interrumpió Don. Metió la mano en la bolsa de plástico y sacó su vieja y sucia chaqueta de pana. Se la puso sobre el regazo y palpó el forro en busca de la rígida cartulina. Finalmente introdujo la mano en el bolsillo roto y sacó la postal con la imagen vuelta hacia Eva—. Aquí la tienes. Antes de la guerra, Saint Martin d’Ypres sólo tenía una torre cuadrada más bajita que la de ahora, y el rosetón era considerablemente más pequeño.

La abogada observó la fotografía sin decir nada. Luego dejó la copa de vino sobre la mesa y le quitó la postal de la mano. Le dio la vuelta y suspiró al ver las breves líneas escritas en el dorso.

—¿Y esto? —dijo sin levantar la mirada.

—La encontré en el dormitorio de Erik Hall.

Eva asintió con la cabeza y leyó.

Les suprêmes adieux. El último adiós. —Dejó la postal sobre la mesa, con las líneas escritas en tinta azul hacia arriba. Pareció perderse en sus propios pensamientos, hasta que de pronto dijo—: Entonces, ¿qué más ocurrió en casa de Erik Hall que no me hayas contado todavía?

—Que fui yo quien lo golpeó en la cabeza con aquella botella.

La abogada lo miró fijamente a los ojos, sin sonreír.

—De modo que la cathédrale Saint Martin d’Ypres

Don le indicó las letras de imprenta en la esquina superior de la postal.

—Una fotografía tomada un par de años antes de la guerra —dijo—. No tiene sello ni destinatario, sólo estos breves versos.

—Y fue él quien los escribió.

—¿Te refieres a Erik Hall?

—No —murmuró Eva—. Debió de ser el hombre de la mina quien los escribió, supongo.

—Sí, es posible —admitió Don.

—Pero ¿por qué no se la enseñaste a Eberlein?

A él no se le ocurrió ninguna respuesta.

Eva no insistió, se bebió el último sorbo de vino y volvió a coger la postal. Leyó las palabras en voz alta, tal como habían sido escritas en su día alrededor del contorno de una boca roja.

la bouche de mon amour Camille Malraux

le 22 avril

l’homme vindicatif

l’immensité de son désir

les suprêmes adieux

1913

—¿La bouche de mon amour Camille Malraux…? Ésta es la boca de mi amada Camille Malraux… O sus labios, supongo —dijo Eva, y rozó con un dedo los descoloridos trazos de carmín.

Cherchez la femme —dijo Don.

—O sea, ¿qué es por eso que estamos aquí?

—Algún destino tenía que buscar.

Eva volvió a pronunciar el nombre de la mujer para sí y luego siguió leyendo:

L’homme vindicatif, el hombre vengativo. L’immensité de son désir, la inmensidad de su deseo. Les suprêmes adieux, los últimos adioses. Escrito el 22 de abril…

—De 1913. Un año antes de que estallase la Gran Guerra.

Eva se retrepó en la silla y dijo con una sonrisa torcida:

—¿Y esto era aquello tan importante que no debían saber Eberlein y los alemanes? ¿Un beso y unos versos escritos a la mujer amada hace casi cien años?

Don se encogió de hombros. Cogió la postal y la guardó en su bolso, e indicó al camarero que le cobrase.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó Eva al ponerse de pie—. ¿Encontrar a esa tal Camille Malraux? ¿Por qué crees que puede seguir aquí en Ypres?

—¿Se te ocurre un lugar mejor para empezar a buscar? —Sacó el fajo de euros del bolsillo y retiró unos billetes—. A lo mejor aquí en Ypres hay alguien que la conocía. Esa mujer debió de morir hace mucho tiempo. Quizá existan documentos que expliquen… —Guardó silencio al caer en la cuenta de lo improbable que sonaba. Dejó los billetes sobre la mesa.

—A lo mejor Camille Malraux tiene buenos genes —dijo Eva con una sonrisa, y se puso la gabardina—. ¿Quién sabe? Tal vez siga con vida.