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Ypres

Había habido serios planes de dejar la ciudad tal como estaba, arrasada, como un recordatorio de la potencia de las armas de los nuevos tiempos. Sin embargo, en la práctica resultó imposible, pues quienes vivían en Ypres antes de la guerra comenzaron a exigir regresar a casa. Y aun cuando les dijeron que no había nada a lo que regresar, se negaron a cambiar de idea.

En el otoño de 1918, las autoridades se rindieron y empezaron a construir campamentos provisionales entre los escombros de lo que en su día había sido una ciudad. Por entonces, en torno a la plaza central, la Grote Markt, sólo quedaban las ruinas de dos edificios ennegrecidos por el fuego: los restos de los soportales de la antigua catedral y la semiderruida torre del reloj de la lonja medieval de tejidos. Era como si alguien, utilizando un enorme cepillo, hubiera barrido la ciudad de Ypres del llano paisaje belga.

El motivo de la desgracia de la ciudad había que buscarlo en su ubicación estratégica. Emplazada como un señuelo en medio de las ricas tierras de cultivo de la provincia de Flandes Occidental, a pocos kilómetros de la costa frente a Inglaterra, con Alemania al este y Francia al sudoeste, era una zona perfecta para el despliegue de tropas, sin obstáculos naturales. Por ello había sido testigo del paso de prácticamente todos los ejércitos europeos.

Tras su fundación, la ciudad fue saqueada por una legión romana. Más tarde, en la Edad Media, cuando acababa de alcanzar un modesto bienestar gracias al comercio textil, llegaron los ingleses, procedentes del norte, y la destruyeron hasta los cimientos. Al cabo de unos años fue el turno de la peste, y a finales del siglo XVI apenas quedaban en Ypres un par de miles de habitantes. Luego seguirían siglos de asedio francés, y por fin la decadencia y el olvido, hasta el punto de que era extremadamente inhabitual que los escolares de ciudades como Brujas o Gante fueran capaces de situarla en el mapa. Y eso que hablamos de un país con una geografía bastante limitada.

En octubre de 1914 la ofensiva alemana cayó sobre el Flandes Occidental de camino a las ciudades de la costa y el norte de Francia. Para los aliados, Ypres se convirtió en el lugar donde había que contener la envolvente oleada de la infantería enemiga para evitar que la línea defensiva de los franceses fuera desmantelada. Se lo denominó «el Saliente de Ypres», y a unos kilómetros de los muros de la ciudad pronto se cavarían las primeras trincheras de la Gran Guerra.

Antes de que la ofensiva se atascara, los alemanes consiguieron sitiar la ciudad por tres lados, y desde las bajas colinas que la rodeaban la bombardearon a placer. Un mes más tarde, en noviembre de 1914, los muertos y heridos alcanzaban el cuarto de millón, pero los aliados seguían reteniendo la ciudad. Más tarde, esta primera batalla por Ypres sería conocida como der Kindermord, el Infanticidio, puesto que toda una generación de adolescentes resultó exterminada en los campos enfangados de Flandes Occidental.

Apenas medio año más tarde, en abril de 1915, la matanza se reanudó. La industria bélica alemana había desarrollado una nueva arma, una pieza de artillería de dimensiones colosales capaz de lanzar obuses de más de una tonelada. Tras unas semanas de fuego de artillería, de la Ypres medieval no quedaba prácticamente nada.

La tercera batalla se convirtió en el mayor ejemplo de la locura de la Primera Guerra Mundial y ha pasado a la historia con el nombre de Passchendaele. Tras cuatro meses de fuertes lluvias que convirtieron los campos en fangales, oleada tras oleada de jóvenes fueron lanzadas contra el alambre de púa y el fuego de ametralladora. Los intentos de los aliados de abrir una brecha en el frente alemán no tuvieron lugar hasta noviembre de 1917, y dio como resultado otros cientos de miles de muertos. A eso siguió un período de desánimo y extenuación, y ambos bandos aguardaron el final de las hostilidades en las mismas posiciones que habían ocupado desde el comienzo.

En el otoño de 1918, con la ayuda de una indemnización de guerra que se convertiría en uno de los motivos de la siguiente gran contienda, empezaron los trabajos de reconstrucción de Ypres. Poco a poco los campamentos provisionales fueron desapareciendo y se encaró la restauración del orgullo de la ciudad, el Lakenhalle, la lonja medieval que albergaba el mercado textil. Se reparó la vidriera de arco ojival hasta dejarla en su estado original, incluso se la mejoró. Más tarde, en 1967, la torre central de setenta metros de altura fue provista de un nuevo carillón. Y cuando finalmente lo instalaron fue como si la destrucción nunca se hubiera producido.

Sin embargo, para los que no estaban dispuestos a olvidar había una ruta trazada que conducía hasta las trincheras de la Gran Guerra. Empezaba frente a la monumental fachada del Lakenhalle y discurría, marcada con unas flechas amarillas, por la Meensestraat, por donde los hombres jóvenes habían marchado en formación cerrada de camino al campo de batalla nororiental.

En memoria de los soldados británicos cuyos cuerpos nunca fueron recuperados, se levantó un arco de triunfo bautizado con el nombre de Meninporten. Se grabaron cincuenta y cinco mil nombres en la superficie de piedra del monumento. Los cerca de quinientos mil caídos restantes fueron enterrados en los centenares de cementerios que se extienden al otro lado de los muros de la ciudad. Allí descansan bajo unas cruces blancas en rectas hileras de varios kilómetros.

La catedral de Saint Martin fue reconstruida partiendo de fotografías anteriores a la guerra, pero la aguja se realizó en estilo gótico. Pronto volvió a elevarse sobre los comercios de la Grote Markt hacia el mismo cielo desde donde antaño habían caído las bombas incendiarias.

Desde lo alto de la aguja de la torre de Saint Martin se vislumbraba una luz blanca que se desplazaba lentamente hacia los límites meridionales de la ciudad de Ypres, donde la terminal de mercancías aguardaba como un rectángulo amarillo. En la animada calle de Rijselsestraat, el último bar había cerrado sus puertas y en el silencio nocturno se oyó nítidamente el silbido del tren, a pesar de que todavía se encontraba a varios kilómetros del lugar.

Entre el traqueteo del vagón, Don desplegó el plano de la compañía belga de ferrocarriles sobre la mesa que había entre las butacas. Lo había encontrado en el portafolios que Hex les había dado, y en él figuraba un mapa general de la terminal de mercancías. Su hermana había marcado con un círculo la vía 7 y escrito con lápiz la hora estimada de llegada.

Con ayuda de Eva, Don calculó que la distancia que separaba la vía 7 de la salida de la terminal era de unos ciento cincuenta metros, aproximadamente. Eva le aseguró que sería capaz de recorrerla sin necesidad de apoyo, pero sólo cuando examinó su pantorrilla Don se convenció de que se trataba de algo más que de una declaración de intenciones. Donde antes había un feo corte ahora sólo quedaba una cicatriz. Quizá había exagerado la profundidad del corte, pensó, o sus conocimientos médicos habían quedado obsoletos. Sin embargo, en cierto modo resultaba asombroso lo rápido que se había curado.

Llevaban más de veinte horas metidos en aquel vagón. Don había despertado nada más dejar atrás Hässleholm. Para entonces ya era la hora del almuerzo, hacía calor y la atmósfera resultaba sofocante. Cuando llegaron a Helsingborg se atrevieron a abrir la puerta corredera del vagón para que entrase un poco de aire fresco. El rumor del mar le indicó que los habían llevado hasta una terminal de espera en el puerto, y al asomarse vio que el agua negruzca rodeaba las vías del tren al final del muelle. Había sopesado la posibilidad de salir para estirar las piernas, pero entonces oyó la voz de Eva, que lo llamaba desde el interior del vagón. Volvió a cerrar la puerta.

Prepararon una comida sencilla a base de una sopa de verduras de las reservas de Hex, que acompañaron con sendas copas de vino blanco, pan duro y galletas. De postre, Eva abrió una lata de frutas en conserva. A continuación, se sentaron delante del ordenador portátil.

A través de internet siguieron la búsqueda de nuevas pistas por parte de la policía sueca y Eva envió mensajes al bufete de abogados de Borlänge para ver si podían contar con su ayuda. Todavía no habían recibido respuesta.

Ahora, sentados ante el plano, en el salón, notaron que el pesado tren de mercancías empezaba a frenar. Después de que se hubiera detenido por completo, esperaron más de una hora hasta que ya no oyeron voces procedentes del exterior. A las tres menos cuarto sólo se oía alguna chirriante llamada aislada a través de un altavoz en un idioma que sonaba a mezcla de inglés y alemán.

Se pusieron sus desastradas prendas de abrigo, Don se ató las botas con nudos dobles y después le indicó a Eva que lo siguiera por el estrecho pasillo.

Cuando llegaron a la pared secreta retiró los pestillos con cuidado. Luego se detuvo y aguzó el oído, hasta que por fin se atrevió a abrir la puerta corredera con movimientos breves.

Cuando asomó la cabeza a la noche, Don comprobó que la estación sólo estaba iluminada en algunos puntos aislados y que el camino que conducía a la salida se encontraba desierto. Al final había dos solitarias barreras de madera flanqueadas por una garita vacía. A los pies de una grúa, un par de obreros del turno de noche, agachados con sus chalecos amarillos reflectantes, parecían ocupados soldando algo y de vez en cuando se distinguía el chisporroteo de una llama azulada.

Don ayudó a bajar del vagón a Eva, que aterrizó con sus tacones en la grava. Acto seguido metió la mano en su bolso y sacó el inhalador cilíndrico de emergencia que contenía tricloretileno. Lo accionó dos veces, aspiró profundamente y sintió un sosiego liberador. Cerró la puerta corredera y percibió el característico olor a goma y diesel.

La grava crujía bajo sus pies cuando empezaron a avanzar en dirección a las barreras amarillas y negras de la salida. De pronto les pareció que alguien les gritaba desde un lugar lejano, a sus espaldas.

En lugar de volverse, Don apretó el paso y medio minuto más tarde dejaban atrás la garita de vigilancia y se dirigían hacia una zona que parecía un polígono industrial. Una vez allí, se pusieron a cubierto detrás de un contenedor y se quedaron un rato esperando para comprobar si alguien los había visto y pensaba seguirlos.

Cuando estuvieron seguros de que no se acercaba nadie, Don sacó el plano de Ypres que Hex les había dado. Eva señaló una plaza, Grote Markt, alrededor de la cual había varios círculos rojos marcados con la letra «H».