El vagón
Alrededor de las dos de la mañana, los ordenadores enmudecieron en la estancia de hormigón. El repentino silencio despertó a Eva. Hex se estiró y bostezó frente a la hilera de pantallas apagadas. Después hizo girar la silla en que estaba sentada y le dio un empujón a Don. Cuando éste volvió a la realidad, Hex les explicó que había llegado el momento de moverse. El sistema de Green Cargo se había creído lo del remitente, el consignatario y el tipo de mercancía, y el vagón sería enganchado a un convoy cuya salida estaba prevista para las 3.43 horas. Eso les daba un margen de tiempo bastante estrecho, pero de otro modo habrían tenido que posponer el viaje más de un día.
Encima del sótano medio en ruinas de la estación fantasma, una llovizna persistente caía sobre el rostro de Eva. Iluminándose con una potente linterna, Hex los guió hasta el otro lado de las vías, pendiente arriba, en dirección a un bosquecillo. Eva se agarró a los hombros de Don para tener un apoyo, pero aun así los tacones de los zapatos y los latigazos de las ramas le hacían perder el equilibrio una y otra vez. Llegaron a un camino de grava y, un poco más lejos, en la cuneta, Eva vislumbró un coche destartalado.
Cuando Hex hubo abierto las puertas, Don ayudó a Eva a subirse al destrozado asiento trasero. Mientras tanto, Hex se puso al volante y, una vez dentro todos, le dio al contacto. Tras unos intentos fallidos, el motor arrancó por fin. Sólo funcionaba uno de los parabrisas, y al son de sus persistentes chirridos empezaron a avanzar por la pista forestal envueltos en la oscuridad.
Al llegar a una gasolinera salieron a la carretera y a través de los empapados cristales laterales distinguieron las cocheras donde los autobuses rojos de la empresa de transporte de Estocolmo permanecían alineados a la espera de incorporarse al tráfico matutino. Los carriles se extendían desiertos frente a ellos, lo cual era una suerte, pensó Eva, puesto que los frenos apenas respondieron cuando se desviaron por un camino de enlace que conducía a Solna y Råsunda.
Cruzaron un puente sobre unas vías de tren y entonces Eva vio un edificio color crema del lado de Don. En lo alto de la fachada, un cartel luminoso rezaba: «Club de Tenis de Solna».
El coche se metió lentamente en el aparcamiento. Hex tiró del freno de mano y Eva se quitó la floja correa que otrora había sido un cinturón de seguridad.
Los zapatos de tacón contra el asfalto, de nuevo las manos apoyadas en los hombros de Don. Eva volvió la cabeza hacia el maletero del coche y vio que Hex sacaba dos enormes bidones de plástico.
Se encaminaron hacia una cafetería en el exterior de la cual había un grifo. Hex sacó un pequeño embudo y empezó a llenar los dos bidones. Cuando estuvieron llenos, le pasó uno a Don, apagó la linterna y siguieron adelante rodeando el complejo deportivo. Subieron por una cuesta cubierta de árboles y maleza, y patinaron pendiente abajo por el otro lado hasta topar con un alto cercado. Hex buscó en sus postes y al rato encontró un gancho hecho de alambre. Lo quitó y se abrió una rendija en el cercado.
—Hay perros, de modo que muévete todo lo rápido que puedas —susurró antes de meterse por la estrecha abertura con su bidón a cuestas.
Don ayudó a Eva a pasar por el hueco. Ante ellos se extendía un vasto descampado atravesado por vías que conformaban un dibujo enorme e irregular. Unos cien metros más adelante se veían las largas cadenas de vagones y una solitaria locomotora atravesaba el velo de lluvia. Un intenso resplandor amarillento iluminaba la estación y, procedente de la carretera, se oía el lejano rumor de los coches.
Don dejó el pesado bidón en el suelo para descansar un instante. Hex le susurró que no había tiempo para eso y, tras mirar de reojo a un lado y otro, cruzó agazapada la primera vía.
Sin soltar a Don y con la mirada fija en el suelo para no trastabillar, Eva avanzó a la pata coja lo mejor que pudo por encima de las hileras de traviesas de hormigón y los charcos de agua. Cuando se atrevía a levantar la mirada veía que Hex, que sin duda conocía muy bien aquel terreno, balanceaba el bidón adelante y atrás a medida que apretaba el paso.
El primer convoy constaba de vagones abiertos en los que se apilaban tubos de metal resplandecientes. Hex se dirigió hacia el final, donde se detuvo a la sombra de los cilindros sobresalientes.
Cuando Don y Eva la alcanzaron, él intentó dejar el bidón en el suelo, pero Hex lo empujó y señaló con el dedo. Dos vías más allá había un solitario vagón de mercancías. Estaba pintado de verde y en sus laterales, escrito con grandes letras negras, se leía:
g r e e n c a r g o
Al acercarse al vagón, Don y Eva calcularon que medía unos treinta metros de largo por cuatro de altura. Hex, una figura enclenque con la cabeza cubierta con la capucha del chubasquero, abría la marcha. La seguía Eva, cojeando y vestida con su traje formal. Había pasado un brazo por los hombros de Don, que no paraba de maldecir en yidis a causa del peso del bidón.
Cuando se detuvieron, Eva soltó a Don y observó el texto que había en uno de los lados, junto a las ruedas delanteras del vagón:
21
RIV
74 GC
226 2 098-9
Hex sacó una tosca llave del chubasquero, la introdujo en la cerradura de la puerta corredera y la giró produciendo dos chasquidos. Después agarró el borde inferior de la puerta y tiró hasta abrirla.
—¿Cómo vamos a entrar ahí? —dijo Eva para sí.
Dentro se alzaba una pared compacta de cajas de aglomerado apiladas del suelo al techo. Parecían ocupar todo el vagón. Los lados de cada caja estaban reforzados con herrajes de latón, que brillaban a la luz de la estación, y para alcanzar la superior habría hecho falta una carretilla elevadora.
Eva miró a Don en busca de una respuesta, pero él se había acercado a Hex, que en ese momento apartaba un par de tablas de la parte central de la pila de cajas, revelando un pasillo negro como el carbón de apenas unos veinte centímetros de anchura.
—¡Vamos, daos prisa! —los urgió Hex.
Eva agarró la mano que le tendía y, con la ayuda de Don, consiguió trepar al vagón. Hex le mostró cómo tenía que desplazarse de lado para introducirse entre las cajas. Y la abogada, aunque vacilante, se metió por aquel hueco estrecho, rozando las cajas. Durante un momento siguió entrando luz de la estación, pero de pronto se oyó un chirrido y la puerta corredera se cerró dejándolos a oscuras.
A ciegas, Eva tanteó las cajas mientras seguía avanzando con cautela. Cuando llegó al otro lado del vagón, intentó volverse, pero el espacio era demasiado pequeño para hacerlo.
—Arriba, a la izquierda —susurró Hex.
Las palabras debían de ir dirigidas a Don, porque Eva notó que él se estiraba hacia el techo por encima de su cabeza. Se oyó un chasquido metálico y un borde de madera rozó el suelo del vagón cuando el lado izquierdo de la fachada de aglomerado se descorrió entre sacudidas. Luego se oyó un sonido que resultaba familiar: la puerta de un viejo compartimento de tren al abrirse.
Don la tomó de la muñeca y la arrastró a través del vano de una puerta. Eva pisó una superficie mullida, y entonces resonó la voz de Hex:
—¿Dónde coño está? ¿Aquí?
En ese momento se encendió una bombilla y Eva creyó haber caído en una especie de túnel del tiempo, porque en cierto modo fue como volver a casa.
Estaba en un coche salón de diez… no, doce metros de largo, con las paredes recubiertas de paneles de teca barnizada. Muy cerca de ella, sobre la moqueta roja, al lado de una mesa redonda con incrustaciones de nácar, había dos sillones de piel marrón y respaldo alto. A cierta distancia, una mesa de comedor de cedro con ornamentos y seis cómodas sillas. En la pared izquierda colgaban unos grabados en cobre de palacios indios y villas patricias, y a lo largo de la pared derecha había una librería de madera noble. Estaba repleta de novelas policíacas con aspecto de haber sido leídas muchas veces.
Eva avanzó unos pasos y cogió un libro de un estante.
—Agatha Christie… —murmuró.
—Sí, pero no creas que resultó fácil —dijo Hex.
Eva se volvió hacia ella, que continuaba en el vano de la puerta.
—Asesinato en el Orient Express —añadió Hex—. Ingrid Bergman, Sean Connery, Lauren Bacall… —Dio unos golpecitos sobre el cristal esmerilado de la puerta, apenas por encima del tirador de latón. Después se adentró en el vagón y encendió una lámpara de pared que había al lado de los grabados en cobre—. Y también Albert Finney, claro, como Poirot. Fue un trabajo arduo recrearlo.
—Ya me imagino —dijo Eva. Devolvió la novela de Agatha Christie al estante e intentó ordenar sus pensamientos—. Fueron unos años muy especiales, los treinta —agregó con una sonrisa.
En la pared del fondo había un gran armario de caoba. Hex se acercó y lo abrió. Dentro había una especie de cocina en miniatura: un pequeño fregadero, dos fogones, estantes con especias, vajilla y cacerolas y, debajo de todo, dos neveras de acero lustroso.
Don había seguido a su hermana, arrastrando tras de sí los dos bidones de agua, que metió en la nevera de la izquierda. Cuando abrió la derecha, Eva vio botellas de vino y varias hileras de botes y conservas.
—Llevan aquí unos meses, pero no ha habido tiempo para reponer nada —dijo Hex—. Y haced el favor de economizar el agua.
Regresó a la puerta por la que habían entrado y salió al estrecho pasillo. Se oyeron unos chasquidos y a continuación se abrió otra puerta oculta y se encendió una luz en el extremo opuesto del vagón.
Eva miró a Don, que se limitó a hacer un gesto con la cabeza indicándole que lo siguiera.
En el extremo del vagón, una puerta, también de cristal esmerilado, daba acceso a un acogedor compartimento. Junto a la pared había dos literas, y, al lado de la de abajo, una cómoda sobre la que reposaba un ordenador portátil. Las dos camas tenían sendas lámparas de lectura con pantalla de porcelana naranja y, al igual que en el salón, el suelo estaba cubierto de una moqueta de un rojo intenso.
Hex se había sentado en el borde de la cama inferior con un portafolios de cuero sobre las rodillas. Descorrió la cremallera, sacó un sobre de un bolsillo del chubasquero y lo metió en el portafolios.
—Creo que debéis considerar vuestras tarjetas de crédito como temporalmente anuladas —dijo, y cerró la cremallera—. Sólo disponemos del dinero que yo tenía en casa. Más tarde buscaremos una solución vía internet. —Indicó con la cabeza el ordenador portátil, metió el portafolios en un armarito que había sobre la cama y, finalmente, añadió—: Pero no es ningún regalo, Danele.
Hex se acercó a su hermano, que, agotado, se había apoyado contra la pared del compartimento, lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo miró a la cara.
—Muy pronto —dijo—, probablemente dentro de media hora, llegará una locomotora que os llevará desde la estación de Hagalund hasta la central de mercancías de Västberga. Allí os engancharán al convoy del viernes al puerto de Helsingborg. Será un viaje lento hasta Escania, pues suele haber mucho tráfico. Me he ocupado de que a las tres menos cuarto de la tarde os acoplen a un transporte de mercancías francés con vagones más ligeros, de modo que a partir de Helsingborg aumentará la velocidad. Llegaréis a vuestro destino al cabo de otras diez horas, tal vez once. En el sobre tenéis toda la documentación.
Pareció que Don iba a decir algo, pero sólo se inclinó hacia su hermana y le dio un torpe abrazo. Hex retrocedió un par de pasos y sonrió confusa.
—Tienes mis datos para entrar en el sistema. Nos comunicaremos a través de los ordenadores, y procura que no os pillen en algún control aduanero. El peso declarado es de veintiuna toneladas, además de dos toneladas de carga. En la declaración NHM os he catalogado como material de reciclaje.
—Te mereces tu nombre, Sarah —dijo Don.
Hex se puso rígida, pero enseguida se encogió de hombros.
—Sí, es increíble que funcione, pero los controles son algo negligentes últimamente. Schengen es una maravilla, de verdad. Y luego necesitarás esto. —Le dio la llave para abrir las puertas, vaciló un instante y, acariciándole una mejilla, añadió—. Ich vintsh dir glik, Danele. Te deseo suerte. —Se volvió hacia Eva—. A ti también.
Con una última palmadita en la mejilla de Don, Hex se despidió y, abriendo la puerta, dijo:
—Y no olvidéis compraros algo de ropa cuando lleguéis a vuestro destino. Tenéis un aspecto lamentable, de verdad.
Desapareció por el oscuro pasillo. Unos minutos más tarde se cerró la pared secreta desde el exterior y a continuación se oyó el ruido sordo de la cerradura de la puerta corredera.
Eva se dejó caer en la litera inferior y se quitó los zapatos de una patada.
—¿Sarah? —preguntó.
—¿Qué? —dijo Don. Se había quitado las Ray-Ban y estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared, sobre la moqueta roja.
—¿Has llamado Sarah a tu hermana?
—Sí… no. Estoy muy cansado, eso es todo. Detesta su nombre. Es una vieja historia.
—Pero ¿se llama Sarah?
—Sí, o, mejor dicho, Chana Sarah Titelman, para ser más exacto, pero si la hubiese llamado así nos habría echado de aquí a los dos. Podría decirse que tiene un pequeño problema con su herencia judía.
—¿Tú no?
Don apartó la mirada.
—No puedes escoger a tu familia —dijo Eva en voz baja.
Él no contestó, sino que permaneció sentado en silencio, frotándose los ojos.
—Entonces, ¿de dónde viene el nombre Hex?
—Tiene que ver con los ordenadores. Creo que es una especie de apodo. No sé cómo se las ha apañado para que funcione, pero le va bien.
—¿Ya habías viajado en este vagón?
—Lo cierto es que no me gusta mucho viajar —contestó Don.
En el largo silencio que siguió, Don pensó en todo aquello que podría haberle contado acerca de Chana Sarah Titelman.
De no haber sido porque era tan tarde, de no haber sido porque estaba exhausto, hacerlo lo habría llevado a aquella noche de la primavera de 1994, cuando ella se mostró más adulta que él, cuando lo acogió y lo cuidó, a él, su hermano mayor, como si fuera un niño pequeño. ¿Qué más le daba cómo quisiera llamarse? Ella era quien lo había aguantado cuando él no tenía fuerzas para mantenerse en pie.
—Hay bolsas de agua caliente —dijo Eva.
Había abierto un cajón de debajo de la litera y sostenía en alto un calientacamas de goma. En ese mismo momento, un fuerte golpe sacudió el vagón y el movimiento se propagó a través del compartimento, haciendo vibrar los cristales esmerilados de las puertas.
Don miró el reloj.
—La locomotora —dijo.
Desde fuera les llegó sonido de cadenas, voces y pasos de gente alrededor del vagón. Alguien soltó un grito, un bufido agudo, y luego se produjo otra fuerte sacudida. Después se hizo el silencio.
—Deberías dormir —dijo Eva. Se acurrucó junto a la pared y él, con las últimas fuerzas que le quedaban, se echó a su lado, con el rostro vuelto hacia la estancia.
Volvieron a temblar los cristales del compartimento cuando el vagón retrocedió un par de metros. Eva y Don permanecieron inmóviles unos minutos, hasta que la locomotora finalmente empezó a tirar del vagón. Eva oyó un traqueteo rítmico que llegaba a través de la cama. Casi se había adormecido cuando susurró:
—De todos modos, dijo algo en yidis antes de irse. Me refiero a Hex. Y me parece que al tipo aquel de Kymlinge lo llamó shmok.
—Todavía hay esperanza —murmuró Don.
Eva no pudo resistirse a preguntar:
—¿Por qué le ha puesto Flecha de Plata al vagón?
Don se volvió y apagó la lámpara. A continuación, hurgó en el cajón donde ella había encontrado el calientacamas y sacó una manta que extendió sobre ambos. Fijó la mirada en la oscuridad y rogó que las sacudidas del vagón que se propagaban desde los raíles marcaran un ritmo que le permitiera dormir.
—¿Don?
Se detuvieron en una vía secundaria, otro tren los adelantó con un rugido y el vagón pareció encogerse a su paso.
—¿Don? —repitió Eva.
—Esa antigua leyenda… —dijo él con voz pastosa.
—¿Qué vieja leyenda?
Don se volvió con un suspiro e intentó distinguir su rostro en la oscuridad. Entonces empezó a contarle en voz muy baja sobre el tren de la muerte que yerra por los túneles del metro en las profundidades de Estocolmo.
—Cuando los vagones plateados llegan al andén y se abren las puertas, los cadáveres miran a los vivos a través de sus cristales. Y el que osa subirse… —Las palabras salían de su boca entre pausas prolongadas—. El Flecha de Plata, el Holandés Errante del subsuelo, sólo para en Kymlinge, la estación de los muertos.
Cuando al final terminó la historia advirtió, por su respiración, que Eva se había dormido. Y a las seis y cuarto, mientras el vagón de mercancías era remolcado desde Västberga en dirección sur, también Don se atrevió, por primera vez en cuarenta y ocho horas, a relajarse.
Oyó el rumor de la ciudad que despertaba lentamente y estaban dejando atrás. En el compartimento, la oscuridad protectora, el rítmico traquetear de las ruedas sobre los raíles.
Notó que Eva buscaba su brazo a tientas. Se acercó a ella y dejó que el sueño poco a poco lo venciese.