La estación
Eva Strand intentó sumirse en un sueño liberador, pero el mortificante dolor se lo impedía. Adormilada y con los ojos cerrados quiso levantar la pierna y comprobar el estado de la herida; sin embargo, fue como si las señales que enviaba el cerebro no llegaran a su destino.
Se agarró el muslo izquierdo con las dos manos y con esfuerzo consiguió doblar poco a poco la rodilla. Sus dedos rozaron el vendaje de la pantorrilla, tan apretado que casi impedía la circulación. Cuando se palpó con cuidado la herida, de unos diez centímetros, notó el contorno de los pequeños trozos de celo que alguien le había puesto para unir los bordes del corte.
Entonces, el recuerdo de lo ocurrido volvió lentamente a su memoria: Titelman forcejeando con el tipo del pelo ralo, la espalda de éste y, clavada en un lado de su cuello, una jeringuilla que se balanceaba. No reconoció a la mujer que había entrado en escena a continuación.
Jamás había llevado a cabo ningún acto que pudiera definirse como temerario, y sin embargo los recuerdos le decían que había sido ella, Eva, quien se había acercado por detrás a aquel hombre y con un movimiento decidido había presionado el émbolo de la jeringuilla hasta vaciarla. Cuando el agente secreto se derrumbó y perdió la conciencia, también las piernas de ella cedieron.
En ese momento había pensado que aquello no era precisamente lo que se esperaba de una abogada sueca respetuosa de la ley. Luego, el dolor se había apoderado de ella y lo último que recordaba era que se había tragado aquellas pastillas. Después, la sensación de la huida por el puente de Djurgård y… la oscuridad.
Eva volvió la cabeza y abrió los ojos; antes de que pudiera hacerse una idea parpadeó un par de veces. En la penumbra distinguió un intrincado bordado estilo hindú sobre tela de seda que ascendía hacia un techo de hormigón. Acercó una mano a la tela y ésta, que colgaba suelta sobre la pared que tenía delante, se movió.
Cuando se miró los pies vio el bastidor de una cama de hierro forjado y otra tela bordada. Detrás de la cabeza sintió también la seda, y sus manos se detuvieron al tocar otra pared.
En el suelo, entre la cama y la pared más alejada, había una gruesa alfombra oriental de unos diez metros cuadrados. Más telas de diseños hindúes en colores suaves y al lado de la puerta, dispuestos en pequeños cuencos de cristal, velas encendidas y humeantes palitos de incienso. Eso explicaba el aroma a sándalo, pero por debajo de éste se percibía un débil olor a otra cosa. Como si alguien estuviera quemando… ¿goma, tal vez?
Consiguió incorporarse en el borde de la cama y sintió un pinchazo en la pantorrilla. Sus zapatos de tacón estaban pulcramente dispuestos al lado de la puerta. La alfombra le resultó inestable cuando hizo un primer intento de ponerse en pie.
No tuvo demasiado éxito, y se dejó caer de nuevo sobre el lecho. Allí permaneció un rato, inmóvil, esperando a que el dolor se calmara. De pronto, en medio de su respiración entrecortada y sus gimoteos oyó algo más: un martilleo metálico, como de algo muy pesado, cada vez más cercano.
Se agarró al colchón e intentó contener el impulso de hacerse rápidamente a un lado para evitar ser atropellada. Entonces la intuición tomó el relevo y, haciendo acopio de fuerzas, Eva se levantó de la cama y dio unos pasos vacilantes.
Tenía la sensación de que, a pesar de lo mucho que le dolía, la pierna la sostendría, pero no había ningún sitio donde resguardarse del ruido que seguía acercándose. El martilleo se abría camino a toda prisa por un… ¿raíl? Atronador, aquello que lo originaba debía de estar a apenas cincuenta metros de ella, y en cualquier momento podía atropellada. Pero ¿cómo era posible algo así? Se encontraba en una habitación, protegida por cuatro paredes y un techo.
Entonces fue como si el ruido se transformase en un muro que se precipitaba hacia ella. Eva se cubrió el rostro con una mano y se hizo un ovillo.
Tras un instante que pareció eterno, aquel sonido pasó por encima de su cabeza con un estallido prolongado y una nube de arena que se soltó de las placas de hormigón del techo le cayó encima. Al lado de la puerta, las llamas de las velas titilaron, y el estruendo por fin se alejó.
En el silencio que siguió, Eva sintió que empezaba a temblar.
La manga azul de un jersey se movió a tientas junto a la puerta y de pronto la habitación se llenó de luz. Con los ojos entornados, Eva vio que una figura pequeña se acercaba a ella, colocaba los brazos alrededor de sus estrechos hombros y la ayudaba a incorporarse en la cama.
—Lamento mucho lo sucedido. Imagino que ha habido un fallo en las señales. —La voz era clara y femenina—. Aun así, antes o después tenías que despertarte, ¿no?
A Eva no se le ocurrió nada que decir mientras salía tambaleándose por la puerta con un brazo apoyado sobre los hombros de la mujer.
Frente a ella se extendía un pasillo débilmente iluminado en el que vio más alfombras hechas a mano: kashmar, shiraz, karachi, afganis… Eva sabía reconocer los motivos orientales, y era como pasearse por una sala de subastas.
La mujer la miró de reojo y dijo:
—Es por el ruido, para amortiguarlo, ¿sabes? Si no, cuando a algún shmok del control de tráfico se le ocurre desviar las líneas, esto se convierte en un infierno.
El cabello negro y rizado no era tan canoso como el de Don, pensó Eva, y sus ojos reflejaban una calma distinta. Sin embargo, el rostro pálido, las marcadas aletas de la nariz y la manera de andar ligeramente encorvada…
—Ha estado levantado, esperándote. Son casi las siete.
—Las siete —repitió Eva, e intentó orientarse—. ¿De la mañana, quieres decir?
La mujer se detuvo delante de una puerta, al final del pasillo. Llevaba un pequeño aro en la nariz y en la pechera de su jersey se veía el logo de un club deportivo de Gotemburgo.
—De la tarde. —Hizo una mueca y añadió—: Has estado durmiendo desde que tu amigo tuvo la estúpida idea de traerte aquí.
Ayudó a Eva a entrar en una habitación con paredes de cemento.
Aquello parecía un taller de informática: estanterías metálicas a lo largo de las paredes cargadas de discos duros, cables, cajas de cartón, unidades de red, proyectores, placas base rotas, rollos de cable, adaptadores, carcasas de ordenador, placas de circuito impreso, carpetas, archivadores, planos y dibujos mil veces hojeados… Y, en el centro de aquel caos, una larga mesa con cinco pantallas parpadeantes en medio del zumbido de los ventiladores.
Eva se asombró por el alivio que sintió al acercarse a Titelman, que estaba sentado en una silla, encorvado sobre el teclado de un ordenador. Llevaba unos auriculares convexos de plástico y no parecía haber advertido su presencia. Permanecía con la mirada fija en la pantalla, la cual mostraba el teletexto de las noticias radiofónicas:
18.43 - jueves 14 de septiembre
ALERTA NACIONAL TRAS UNA FUGA
El Cuerpo de Seguridad del Reino ha emitido hoy una orden de captura contra un hombre de 43 años que ayer, en el transcurso de un traslado entre Falun y Estocolmo, se fugó de un furgón policial en compañía de una mujer de 47 años.
El hombre es sospechoso de asesinato y la mujer de haber promovido la fuga y de atacar a un miembro de las fuerzas de seguridad.
Según el portavoz de la policía, Johan Widen, se están llevando a cabo acciones de búsqueda en la zona norte de Estocolmo.
Actualización continua>>>
La mujer de cabello negro le dio un empujón en la espalda y Don se volvió irritado hacia ella. Pero entonces vio a Eva y una sonrisa se dibujó en su ajado rostro.
—¿Te ha atropellado el tren? —bromeó.
Eva se miró la ropa arrugada que llevaba.
—Eso parece —dijo. Se inclinó hacia la pantalla y leyó—. ¿Se supone que la mujer de cuarenta y siete años soy yo?
—Acusada de incitar a la fuga y agredir a un funcionario público. Sí, creo que se refieren a ti —dijo Don—. Pero tú eres la experta en derecho.
Don se quitó los cascos y se los pasó a Eva para que escuchara las noticias de la radio. Mientras lo hacía, Eva hurgó en su bolso en busca del móvil. Lo sacó y se apoyó contra la mesa con la mano libre para aliviar el peso sobre la pierna dolorida.
Escuchó la noticia un par de veces mientras tamborileaba con los dedos al lado del teclado. Finalmente se quitó los cascos, respiró hondo y, mirando a Don, dijo:
—El tipo del servicio secreto que está ayudando a Eberlein se ha inventado una bonita historia. —Empezó a teclear un número en el teléfono.
—¿A quién quieres llamar? —preguntó Don.
Eva lo miró con expresión de sorpresa.
—A los colegas del bufete, naturalmente. Alguien tiene que ayudarnos a esclarecer lo que está pasando en la comisaría de Falun.
—No se te ocurra llamar desde aquí —intervino la mujer del cabello negro.
Eva la miró y luego se volvió hacia Don.
—Lo que mi hermana quiere decir —explicó él— es que tal vez sea mejor esperar a que haya terminado el operativo de búsqueda en el área de Estocolmo.
—O sea, que es tu hermana —dijo Eva, apoyando sobre la mesa la mano que sostenía el móvil.
Don deseó no haber abierto la boca.
—Ojalá te equivocases —terció la mujer.
Don le indicó que le diese la mano a la abogada, y su hermana se avino a regañadientes.
—Hex.
—¿Hex?
La mujer no parecía dispuesta a repetirlo. La abogada sonrió.
—Eva Strand. ¿Eres mayor o menor?
—¿Qué?
—¿Mayor o menor que él?
—¿A ti qué te parece? —masculló Hex.
Tras un silencio incómodo, Don se puso en pie y ayudó a Eva a tomar asiento en su silla.
—Ahora tendrás que permitirme que le eche un vistazo a esa pierna —dijo—. ¿Podrías…? —Le indicó que se bajara las medias de nailon para examinar el vendaje. Al advertir que ella vacilaba, añadió—: ¿Quién crees que te curó esa herida mientras dormías?
Eva sintió que se ruborizaba, pero aun así empezó a quitarse las medias. En cuanto Don se hubo puesto en cuclillas al lado de su pierna, se inclinó hacia él y le susurró:
—¿Te importaría decirme dónde estamos?
—Estáis en mi casa, en Kymlinge —se adelantó Hex.
La hermana también se había sentado frente a los ordenadores y se balanceaba en la silla.
—No tienes por qué… —empezó Don.
—En tal caso, tú tampoco tenías por qué traerla aquí —lo interrumpió Hex—. La verdad es que no logro entender por qué lo has hecho. ¿De qué te sirve? Lo único que conseguirás es perder tiempo. —Se volvió hacia un ordenador y empezó a teclear. Al parecer estaba trabajando en algo.
—¿Vives aquí? —preguntó Eva.
—¿La señora abogada piensa presentar alguna objeción? —respondió Hex sin levantar la vista del teclado.
Eva hizo una mueca cuando Don retiró el apósito. Luego negó con la cabeza.
—No; me parece fenomenal.
—Pues qué bien.
Don suspiró.
—Lo que mi hermana pretende decir es que está muy a gusto aquí, en un sótano insalubre y medio en ruinas bajo la estación de metro de Kymlinge, justo entre Hallonbergen y Kista. Línea azul.
—¿Kymlinge? —repitió Eva.
—En general a la gente le resulta extraño que alguien pueda vivir bajo tierra —dijo Don.
—Ni siquiera sabía que existía una estación de metro en Kymlinge.
—Eso es lo bueno, precisamente —apuntó Hex sin dejar de escribir.
—Kymlinge —dijo Don mientras volvía a vendar la pierna de Eva— debería haber sido una estación de la línea azul en dirección a Akalla, y el núcleo de un centro residencial proyectado en los años setenta. Sin embargo, el proyecto no prosperó y hoy en día la estación no es más que unas escaleras de hormigón, un pequeño y mísero andén y…
—Pronto tendrás suficiente para escribir un libro —refunfuñó Hex.
—… y el tren que ha pasado…
—… iba de camino a Akalla, sí —completó Hex—. Afortunadamente, no suelen traquetear en el apartadero, porque en tal caso tendría que cambiar de lugar el dormitorio.
—A pesar de todo, es un lugar maravilloso —dijo Don.
Eva vio que Hex hacía una mueca.
—Gracias por permitirnos quedarnos aquí.
Hex pareció no oírla, pero al cabo de un momento dejó de escribir y volvió su pálido rostro hacia Eva, como si de pronto hubiera reparado en su presencia.
—No hay de qué —respondió—. La verdad es que no tengo ningún problema. —Esbozó una sonrisa torcida y volvió a fijar su atención en la pantalla.
—Tiene buena pinta —dijo Don tras hacerle un gesto a Eva de que podía subirse de nuevo las medias de nailon—. Lamento lo de los cristales de la ventana.
Después de ponerse las medias, Eva se alisó la falda y se calzó los zapatos de tacón. Intentó afirmarse sobre la pierna herida, pero el dolor se lo impidió. Se sentó en una silla frente a la larga mesa y estiró la pierna.
Hex se había refugiado en su trabajo y Don permanecía en silencio, con expresión de cansancio. Durante un rato sólo se oyó el zumbido de los ventiladores.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Eva finalmente.
Don no contestó.
—¿Qué pasará…? —insistió Eva.
—Tu representante legal se pregunta qué piensas hacer, Danele —la interrumpió Hex—. Quiere que la informes acerca de tus planes para el futuro inmediato.
—Yo no he dicho que…
—Pensaba abandonar el país por un tiempo —dijo Don sin volverse hacia ella.
—¿Abandonar el país?
—Danele cogerá el tren esta noche —aclaró Hex—. He prometido ayudarlo con los billetes.
—¿En tren?
—Tu amiga parece algo sorprendida —dijo Hex.
—Sí, en tren —respondió Don.
—Te buscan por todo el país ¿y tú vas a meterte en un tren? —se asombró Eva.
—Así no hay modo de concentrarse —murmuró Hex. Se volvió hacia Eva—. Voy a enviar a Danele fuera del país como la mercancía deteriorada que es. Tú no te preocupes por eso. De lo que sí tienes que preocuparte es de cómo vas a desenmarañar todo este lío jurídico ante la policía. A juzgar por lo que dice Don, no parece que hayas hecho gran cosa por arreglar el asunto.
—Me temo que va a ser complicado…
—¿Sí?
—Va a ser complicado si Don desaparece de esta manera.
—Entonces vente conmigo —sugirió él. Se había colocado detrás de Hex y estaba leyendo el texto que aparecía en la pantalla. Eva se preguntó si realmente había oído bien. Pero entonces Don se volvió hacia ella y agregó—: Vente conmigo. Tus colegas del bufete de Borlänge nos ayudarán a descubrir qué está pasando. Después de los cuidados que dedicaste al tipo del servicio secreto corres tanto peligro como yo.
Eva enarcó las cejas.
—De acuerdo, a lo mejor no tanto —concedió Don.
—Tú y yo, el asesino de Erik Hall y su abogada de cuarenta y siete años, huyendo de la policía en un tren… ¿hacia dónde? ¿Hacia el sur?
—El sudoeste —puntualizó Don.
Hex miró a Eva, como esperando su reacción.
De pronto Eva sintió que necesitaba estar sola para pensar. Se puso lentamente de pie y sintió un agudo dolor en la pierna al dar, vacilante, el primer paso.
Con los dientes apretados, logró soportar el dolor lo suficiente para alejarse renqueando hacia los restos de mampostería que se amontonaban junto a una de las paredes de hormigón. A sus espaldas, los hermanos discutían. Oyó la voz de Hex, aguda y excitada, y la de Don, tan ronca como había sonado durante las largas horas que pasaron encerrados antes de conseguir escapar.
No pudo evitar sonreír al recordar el tono gruñón en que Don le había hecho un resumen de algunas de las extravagantes teorías que proliferaban entre una gran parte de sus estudiantes. Sin embargo, parecía en cierto modo fascinado por la historia de Eberlein sobre Strindberg y las esferas.
Eva pasó la mano por las hileras de estantes vacíos, transistores rotos, tubos de silicona, restos de ordenadores, y comprendió que tenía que dejar de engañarse a sí misma. Porque sabía perfectamente a quién le recordaba Don. A quién le había recordado desde el primer momento y el motivo por el cual había hecho que le costase tanto pensar con claridad. La misma risa entrecortada que había oído hacía tanto tiempo, la misma atracción por lo extraño, por los mitos, los tesoros ocultos y los documentos olvidados. La misma cara de resignación y pesadumbre.
Se volvió de nuevo hacia la pareja de hermanos y pensó que no había tiempo que perder.
—Voy contigo —dijo, y aunque él no contestó, Eva se dio cuenta de que sentía alivio—. Pero tendrá que ser por un medio distinto del tren —añadió—. Es una idea de lo más absurda. ¿A quién se le ha ocurrido?
—Pues me temo que tendrás que conformarte —dijo Hex.
—¿Don? —apremió Eva.
Él vaciló, miró a su hermana y dijo:
—¿Puedo…?
Hex asintió. Don se aclaró la garganta.
—Viajaremos en nuestro propio compartimento, por así decirlo.
—Pero en un vagón de mercancías —apuntó Hex.
—¿Un vagón de mercancías? —boqueó Eva.
—La niña de mis ojos —dijo Hex.
Introdujo la dirección de una web y le hizo un gesto a Eva para que se acercara. Cuando estuvo delante de la pantalla, Eva leyó:
Green Cargo - Soluciones logísticas de cliente a cliente
—Si le cuentas a alguien algo de todo esto, Eva Strand, te perseguiré el resto de tu vida.
—Eso sería una verdadera lata —respondió ella.
—Veo que estamos de acuerdo. —Hex señaló la pantalla y dijo—: En 2001, los ferrocarriles estatales se dividieron en seis compañías diferentes. Tal como anunciaron en su día, el antiguo departamento de transporte de mercancías, SJ Gods, se sometería a una «reestructuración», y se convirtió en la sociedad anónima Green Cargo. Fue un proceso de lo más turbulento, entre otras cosas debido al sistema informático. Lo seguí con gran interés y aproveché para birlarles uno de sus cerca de siete mil vagones.
—¿Robaste un vagón? —Eva tragó saliva.
—Digamos que lo tomó en préstamo —intervino Don.
—Ajá, lo tomé en préstamo —dijo Hex—. Conseguí acceder al pésimo sistema informático de Green Cargo y realicé una pequeña modificación. Podríamos definirlo como contabilidad creativa.
—¿Contabilidad creativa? —repitió Eva, aún azorada.
—Deberías replantearte esa costumbre de repetirlo todo —dijo Hex. Salió de la página web de Green Cargo, abrió lo que parecía un diagrama de flujo y prosiguió—: Veamos, en realidad fue sobre todo una especie de test, para averiguar si era posible manipular el sistema. Pero lo verdaderamente interesante de este asunto del vagón es que Green Cargo no advirtió, o, mejor dicho, sigue sin advertir, que lo he manga… que lo he cogido en préstamo. Cuando lo utilizo, el sistema de tráfico lo toma por un transporte de mercancía corriente, y cuando no lo utilizo, le doy instrucciones al sistema de que lo ubique en una vía muerta, entre otros vagones temporalmente fuera de servicio, en una estación cercana a Kymlinge. Sólo hacen falta unos simples códigos para que parezca que el vagón está reservado o en el taller, y entonces lo dejan en paz. O sea, que llevamos años disponiendo de él.
Hex señaló una hilera de cifras.
GC 21-74-2262098-9
—Lo he bautizado Flecha de Plata —dijo.
—Pero eso de viajar en un vagón de mercancías…
—Era un vagón de mercancías —puntualizó Hex—. Ahora se ha convertido en… Bueno, ha sido una especie de pasatiempo, podríamos decir. Las vías muertas apenas están vigiladas, y eso me ha permitido dedicar los últimos años a restaurarlo un poco.
—Llama a las cosas por su nombre —dijo Don.
—Bueno… En todo caso, como ya he dicho, tiene un compartimento, y puedo garantizarte que es una manera de viajar muy cómoda. Al principio lo utilicé para desplazamientos dentro del país, pero tras el tratado de Schengen también he viajado bastante por el resto de Europa. —Al ver que Eva negaba con la cabeza, Hex cerró el diagrama de flujo y volvió a su teclado y las demás pantallas—. Puedes creer lo que te dé la gana, Eva Strand. Pero ahora tengo que crear una serie de documentos para vosotros, así que si quieres un billete para salir de aquí te conviene dejarme trabajar.
La abogada cruzó los brazos, se apartó un poco de la mesa y observó a Hex pulsar las teclas. Por fin volvió la mirada hacia Don, que, con el mentón apoyado en una mano, esperaba a que su hermana terminase. Entonces notó que la pierna volvía a dolerle y cerró lentamente los ojos.
—Green Cargo… —murmuró para sí.