La jeringuilla
—Take a tsemishung —dijo Don para sí, sin saber muy bien cuántas veces lo había repetido ya.
Estaban sentados sobre colchones de gomaespuma en una habitación angosta, con la espalda apoyada contra un aparador.
—¿De dónde ha salido esa expresión? —preguntó Eva Strand.
Don intentó cambiar de postura e hizo una mueca. El dolor en la nuca le había sobrevenido durante el largo relato de Eberlein en la biblioteca y, tras unas horas más en vela, había empezado a propagarse hacia los brazos para luego descender hasta las manos y los dedos.
—Lo único bueno que mi abuela paterna dejó a su muerte: yidis. Con una pronunciación un tanto dudosa.
—¿Cómo habría llamado a todo esto tu abuela?
—Take a tsemishung —repitió Don—. Vaya maldito lío.
Eva sonrió.
—Take a tsemishung —dijo—. Sí, es cierto.
Eva y Don habían seguido a Batracio por los pasillos de la planta inferior. A través de un comedor, en cuyo techo se veía un fresco que representaba dos águilas volando hacia un cielo azul blanquecino, habían llegado a una enorme cocina. Una vez allí, Batracio había sacado una llave y abierto una puerta que daba a una pequeña habitación sin ventanas. Después de pedirles que entraran, le había entregado las llaves al agente del servicio secreto de pelo ralo.
Puertas de armario de madera chapada salpicada de amarillo, estantes pintados con aceite de linaza encima de un fregadero. En una placa de zinc se reflejaban boles con batidoras y cucharones y dos pesados frigoríficos zumbaban al lado de la encimera. Una puerta de metal cerrada con un pequeño candado conducía a la bodega. A través del cristal tintado se veían hileras de botellas.
Batracio había hecho un gesto con la cabeza hacia los dos colchones en el suelo y luego el de pelo ralo cerró la puerta con llave. Don oyó que al otro lado de ésta cuchicheaban en sueco, pero pronto se hizo el silencio. Pensó que los dos tipos del servicio secreto debían de haberse dormido; al fin y al cabo, ya eran las tres de la mañana.
Durante las horas que estuvieron encerrados en aquel cuchitril, Don y Eva tuvieron tiempo de pensar en las amenazas de Eberlein. Al principio Eva no podía creer que estuviera hablando en serio, pero no tardó en admitir que, de todo lo que había sucedido desde que abandonaron la comisaría de Falun, lo de falsificar huellas dactilares tal vez fuese lo menos sorprendente. Don dijo algo acerca de la tradición alemana de combinar locura con métodos implacables, y a pesar del cansancio y el amodorramiento no pudieron evitar reír.
De pronto, Eva se puso de pie y se acercó al largo fregadero. Abrió un par de puertas de armario y sacó un vaso, que llenó de agua. Pero pareció arrepentirse y arrojó el agua a la pila. Don desvió la mirada hacia la puerta de cristal de la bodega.
—Eres historiador y además estudias los símbolos del nazismo, ¿no es así? —dijo Eva.
Él asintió con la cabeza, pero ella ya se había vuelto para registrar los cajones de debajo de la encimera.
—¿Qué puedes decirme del significado simbólico de un cuchillo? —preguntó.
—¿Un cuchillo? —Don hurgó entre los restos de su memoria—. Pues suele significar sacrificio y venganza. Muerte. —Soltó un suspiro profundo y prosiguió con los ojos cerrados—: Cortar con un cuchillo puede simbolizar que liberas algo, por ejemplo, en el budismo, una señal de la redención del yo, que corta toda ignorancia y vanidad.
Eva seguía abriendo y cerrando cajones.
—Para los cristianos —continuó Don—, el cuchillo significa martirio. Por ejemplo, el apóstol Bartolomé fue desollado en vida con un cuchillo.
Los tacones de Eva resonaron sobre el suelo.
—Para los nazis, el cuchillo estaba ligado con la cruz gamada. El emblema de la sociedad Thule es una esvástica atravesada por una daga. Los SS recibían un puñal de doble filo cuando eran admitidos en el cuerpo. Debían protegerlo aun a costa de su vida. Sostenían la idea, un tanto extravagante, de que así se les concedía una especie de título de nobleza heredado directamente de los caballeros de la Orden Teutónica.
La abogada dejó de trajinar con los cacharros y se hizo el silencio, pero Don sólo acababa de empezar.
—En la mitología nórdica, la diosa Hel tenía una cama llamada Muerte, un cuenco llamado Hambre y un cuchillo…
—Gracias, ya he tenido suficiente —lo interrumpió Eva.
—Un cuchillo llamado Avaricia. —Don levantó la mirada.
Eva se había vuelto hacia él. En la mano sostenía un cuchillo pequeño y afilado.
—Pero lo que yo quería saber —dijo acercándose a la puerta de la bodega— era si un cuchillo se puede emplear como llave. —Introdujo la hoja en la cerradura del candado, que se abrió con un chasquido.
—Aquí tienes algo de lo que escribir en la revista Advokaten —dijo Don.
—Lo que estoy dispuesta a aguantar tiene un límite. —Deslizó el cuchillo por el marco, abrió la puerta, entró en la bodega y regresó al cabo de un instante con una polvorienta botella que dejó, con cuidado, sobre la encimera. Era negra, y en la etiqueta ponía «Graham’s Vintage Port»—. El embajador ha conseguido reunir una estupenda colección. Ésta es de 1948. —Sacó dos relucientes copas verdes del armario que había sobre la encimera y dejó la botella de oporto al lado. Don siguió sus movimientos desde el colchón—. Una excelente añada, ¿no crees?
La pregunta excedía con creces los conocimientos de Don.
—Puedes fingir desinterés, si es lo que quieres —dijo Eva mientras sacaba el corcho—. Pero te aseguro que te pierdes algo verdaderamente exquisito. Este oporto podría envejecer medio siglo más sin deteriorarse. Es absolutamente intemporal. —Llenó las dos copas y le tendió una.
Él se la llevó a los labios y observó que Eva permanecía atenta a su expresión.
—Así sabía Lisboa justo después de la guerra —añadió ella.
Cuando Don dio el primer sorbo pensó que era como beber sirope. Un sabor fuerte y casi increíblemente concentrado a café y caramelo.
—Fue un mes de julio excepcionalmente frío el de aquel año —prosiguió Eva tras tomar un trago y saborearlo a conciencia—. A principios de agosto llegó una ola de calor seco y agobiante, y las uvas maduraron rápidamente. Si mal no recuerdo, el calor era tan fuerte que tuvieron que adelantar la vendimia, a pesar de lo cual se perdió la mayor parte de la cosecha. Ya entonces tenía un sabor muy dulce. La cosecha del cuarenta y ocho se convirtió en un clásico a principios de los años sesenta, comparable a la de 1942, que también fue un año magnífico. —Se pasó la lengua por los labios azucarados.
—Para el vino de oporto, tal vez —dijo Don, y dejó su copa a un lado.
Se levantó torpemente del colchón e hizo un intento de desentumecerse brazos y piernas. Su reflejo en la reluciente placa de zinc le recordó los movimientos mecánicos de un espantapájaros. También apareció el reflejo de Eva, que estaba de pie, apoyada contra la encimera. Se le había soltado un mechón de pelo y le caía delante de un ojo.
—Ve a echar un vistazo, a ver si encuentras algo de tu agrado —dijo ella, y señaló hacia la puerta de cristal de la bodega.
—Debe de haber algo más que podamos hacer —masculló Don, irritado.
Eva se limitó a encogerse de hombros.
La temperatura en la bodega era muy baja, y un aire gélido fue a su encuentro cuando Don se adentró en el pasillo entre los estantes llenos de botellas. Unas lámparas empotradas proyectaban una luz mortecina y sobre una barrica de vino había un sacacorchos dorado y dos copas de cristal.
A un lado de la barrica había una escalera que parecía conducir a una planta inferior. Don miró por encima del hombro y vio que Eva lo observaba expectante. Decidió bajar la escalera.
La planta inferior de la bodega tenía paredes de ladrillo cubiertas de unas estanterías de madera basta repletas de botellas sucias. Unas bombillas desnudas colgaban del techo.
Don se preguntó cómo habría hecho Eva para encontrar tan rápido lo que buscaba, pero luego pensó, sin ser un gran conocedor de vinos, que sin duda lo mejor estaría guardado en lo más profundo de la bodega. Por tanto, cuando se hubo adentrado en la estancia se puso en puntillas y sacó una botella del medio de la hilera superior. Tenía un aspecto bastante modesto y estaba etiquetada en 1999. La siguiente era mejor, un borgoña de 1972, y la tercera parecía muy prometedora, de 1959.
—Si han guardado algo durante tanto tiempo debe de ser bueno —murmuró para sí.
A continuación volvió a mirar el hueco que habían dejado las botellas.
Cuando por fin volvió, Eva seguía apoyada contra la encimera. Se la veía cansada y ya no parecía tan interesada en el oporto.
—Esta situación no puede continuar —murmuró.
—Allí abajo hay algo que tienes que ver —dijo Don.
La condujo de regreso a la bodega, cerró la puerta de cristal detrás de ellos y se ocupó de que quedara bien entornada.
Tras recorrer el estrecho pasillo, bajaron a la planta inferior. En el suelo se alineaban unas cincuenta botellas que Don había retirado del estante superior.
—Vaya, no te cortas un pelo, ¿eh? —dijo la abogada.
Don señaló una caja de madera de medio metro de altura que había vaciado para ponerse de pie sobre ella al inspeccionar las botellas. Eva lo miró inquisitiva y luego se subió a la caja. Agarrada al borde del estante superior, echó un vistazo al hueco que se había creado al retirar las botellas.
—Lo ves, ¿verdad? —preguntó Don.
Ella asintió con la cabeza. Luego tendió una mano.
—No llego —dijo.
—Tiene todo el aspecto de ser de vidrio.
—No puedo… —Tras otro intento, se dio por vencida, retiró el brazo y miró a Don—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Ayúdame a sacar el resto de las botellas.
Eva lo miró asombrada, pero al final le pasó una primera botella de vino de Burdeos. Luego otra, y otra más, y cuando el estante superior estuvo vacío retiraron el tablón y empezaron a vaciar la siguiente hilera. Pronto el suelo estuvo cubierto de botellas y, una vez que hubieron retirado un estante más, dejaron de necesitar la caja de madera para llegar a donde querían.
Ante ellos apareció una estrecha ventana cuyo mosaico de cristales azules y rojos estaba cubierto de polvo y suciedad. Don rompió a patadas la caja de madera a la que se había subido un instante antes y arrancó con gran dificultad una de las tablas. De ella sobresalían dos clavos oxidados, y la sostuvo en la mano como si se tratara de un arma.
—¿Y si nos oyen? —dijo Eva.
Don la miró y señaló los clavos con expresión desafiante.
Siguieron despejando los estantes en silencio hasta que llegaron al tablón inferior, que estaba atornillado a la pared de ladrillo. Don pensó que aquello los favorecía, porque así soportaría mejor su peso.
Le indicó a Eva que se acercara, afirmó un pie en el estante inferior y, apoyándose en su hombro, tomó impulso. Ella tuvo que sostenerlo para que no perdiera el equilibrio.
De pronto tenía la pequeña ventana del sótano al alcance de la mano, apenas unos centímetros por encima de su cabeza. Don dio unos saltitos sobre el tablón arqueado para comprobar su resistencia. A continuación tendió la mano.
—Dámela.
Eva le entregó la tabla con los clavos.
—Y ahora vas a tener que sostenerme por detrás —dijo él.
No pasó nada.
—Te he dicho que…
Don notó las manos de ella contra su espalda.
Cogió la tabla con los clavos vueltos hacia delante. No sabía la fuerza que debía imprimirle al golpe y, por tanto, su primer intento fue suave. La tabla vibró cuando los clavos rebotaron contra el cristal.
Volvió a intentarlo, esta vez con más fuerza. Fue un golpe seco y contundente, y el cristal de la ventana cayó con estrépito sobre el suelo de piedra. Don notó que Eva se estremecía.
Tras un silencio, ella susurró:
—Pues sí que has sido discreto.
Don se estiró la manga de la americana todo lo que pudo por encima de los nudillos de la mano derecha y procedió a desprender los afilados restos de vidrio de la ventana. Comenzó a percibir el aire nocturno procedente del exterior.
Cuando hubo retirado la práctica totalidad de los cristales, alargó la mano a través de la ventana. Unos centímetros más abajo palpó algo húmedo, y cuando retiró la mano y la observó a la luz de las bombillas comprobó que tenía los dedos sucios de tierra. Se los mostró a Eva.
—No estoy segura de que esto sea una buena idea —dijo ella. Tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos.
—¿Se te ocurre algo mejor? —contestó Don, y bajó del estante. No recibió respuesta.
La benzodiacepina del Alprazolam al fin había surtido efecto, y Don salió de la bodega con una extraña sensación de sosiego. Su cartera seguía sobre el colchón y la luz del techo se reflejaba en el cuero lustroso.
La agarró, se acercó a la puerta cerrada con llave y aguzó el oído. No se oían pasos, ni voces, nada. Miró el reloj. Eran las tres y media, y al otro lado de los muros de la casa todavía reinaba la oscuridad. Una rápida carrera por la alameda y llegaría a la calle que pasaba por Skansen. Desde allí, a Karlaplan, y después a la estación central. Luego cogería el metro que iba hacia el norte, hasta el único lugar donde estaría seguro.
Entonces se puso a pensar en eso de correr. ¿Cuándo lo había hecho por última vez? Siempre había gozado de una excelente memoria, y no recordaba haber practicado esa clase de… movimiento. Sin embargo, algo, probablemente el Alprazolam combinado con la dexanfetamina, le procuró la sensación de que en una situación como la que estaba viviendo podría moverse a gran velocidad.
Se puso la cartera al hombro y, tras echar un último vistazo alrededor, volvió a entrar en la bodega y cerró la puerta.
Eva estaba esperándolo en la planta inferior. Miró hacia el hueco de la pequeña ventana y dijo:
—Es demasiado estrecha. Nunca conseguirás salir por aquí, y aunque lo consiguieses, ¿qué harías después?
—Tengo una vaga idea —respondió Don.
—Suena alentador.
—Siempre será mejor que quedarse aquí. ¿Qué me dices?
Eva volvió la mirada hacia la escalera que conducía a la planta superior. A continuación dijo con una leve sonrisa:
—Un abogado siempre debe buscar una vía de escape, pero jamás conducir a su cliente a un callejón sin salida. —Miró a Don, que mientras tanto había conseguido encaramarse al estante inferior—. Suerte.
Don, que antes de bajar había cogido dos toallas, se envolvió las manos en ellas y se aferró al marco de la ventana. Cuando advirtió que no le bastaba con la fuerza de sus brazos, pidió ayuda. Eva le dio un empujón hacia arriba y él afirmó un pie en uno de sus hombros.
—No me parece demasiado digno —creyó oír que decía Eva, justo antes de tomar impulso y encontrarse con medio cuerpo fuera de la ventana.
Sintió unos pinchazos en el abdomen: unas esquirlas de vidrio que había pasado por alto. Negó con la cabeza y miró alrededor, hacia la libertad.
A su derecha, a unos metros de allí, vislumbró la fachada de la casa. A su izquierda había ramas y hojas, un jardín, pensó, y echó el cuerpo hacia delante. Entonces consiguió sacar las piernas de la ventana y se puso en cuclillas con la espalda apoyada contra el oscuro muro.
—¿Qué tal? —preguntó Eva.
Don volvió la cabeza hacia la ventana y vio que la abogada lo miraba con cara de preocupación.
—No creía que fueras en serio —añadió ella.
—Aun así me has ayudado —dijo Don.
Eva asintió con la cabeza y paseó la mirada, confusa, por el sótano de ladrillo.
—Entonces, ¿te quedas ahí? —preguntó Don.
—Yo…
Él tendió la mano a través del hueco de la ventana.
Eva dio un paso vacilante. Don la cogió de las muñecas y consiguió levantarla del estante inferior. Se echó hacia atrás y afirmó los pies contra la parte exterior del marco de la ventana. Era una mujer sorprendentemente ligera; fue como levantar a un niño.
Casi había conseguido sacarla del todo cuando de pronto Eva gritó. La soltó de inmediato y vio que sacudía una pierna, como si hubiera quedado enganchada en algo. Por fin consiguió soltarse, y se arrastró detrás de él entre la maleza que rodeaba el muro de la casa.
Ella se llevó la mano a la pierna y después le mostró los dedos. Era imposible distinguir nada en la oscuridad, pero cuando Don la cogió de la mano advirtió que la tenía ensangrentada.
—Me he cortado con algo… Podrías haber… —Sus palabras se desvanecieron hasta convertirse en un quejido sordo. Al cabo de un instante consiguió seguir—: Podrías haber sido un poco más cuidadoso al retirar los cristales.
A Don no se le ocurrió qué contestar. En su lugar, cogió una de las toallas y la apretó contra lo que ella le mostró: un corte de unos diez centímetros a lo largo de la pantorrilla.
Eva se aferró al brazo de Don y consiguió mantenerse derecha, y él notó que apretaba el puño a causa del dolor. Permanecieron así unos minutos, hasta que a Don le pareció oír un leve susurro que pronto se convirtió en sonido de pasos.
—Viene alguien —murmuró, y ella contuvo la respiración.
Se deslizó agazapado entre la maleza y apartó unas ramitas para poder ver. Allí, en la terraza iluminada por los focos de la fachada, estaba el del pelo ralo. Había sacado un cigarrillo y pronto vislumbró el fulgor de una llamita en su mano ahuecada, y luego el brillo de la brasa cuando dio la primera calada.
El agente se hallaba a apenas diez metros de ellos, que permanecían al amparo de las sombras. Don percibió el penetrante olor a tabaco. Un poco más allá, en la rotonda de la entrada, vio la furgoneta.
El hombre del Säpo acabó de fumar tranquilamente. Después sacó otro cigarrillo, tosió y se lo llevó a los labios.
Don empezó a hurgar en su bolso en busca de algo que pudiera servir como arma. Advirtió que Eva cambiaba de postura. Sus movimientos contra el muro no deberían haber sido perceptibles, pero algo en la postura del agente secreto cambió. Arrojó el cigarrillo al suelo y se volvió hacia donde estaban ellos.
Don tuvo la certeza de que los había descubierto. Sin embargo, al ver que el hombre avanzaba lentamente hacia la maleza, comprendió que todavía les quedaba un poco de tiempo. Bajó la mirada hacia el pequeño tubo de plástico que había conseguido sacar de la cartera y se sorprendió de lo bien que conocía cada recoveco de ésta. A continuación intentó retroceder hacia Eva, pero aquel pequeño movimiento bastó para que el del pelo ralo lo descubriera.
Don sintió, más que vio, que el hombre levantaba el brazo izquierdo y se lanzaba hacia él, arrojándolo al suelo. De algún modo debió de conseguir propinarle una patada, porque el agente reculó. En ese breve instante Don se llevó el tubo de plástico a la boca. Arrancó la protección de la jeringuilla con los dientes y acto seguido clavó la aguja en el cuello de su atacante.
No cabía duda de que lo había alcanzado y que el pinchazo era profundo, porque el hombre soltó un grito. Pero había algo que no encajaba: el agente seguía en pie. Don no comprendía qué había salido mal, pero entonces descubrió que no había presionado el émbolo de la jeringuilla. La aguja debió de alcanzar la arteria carótida, porque el tubo de plástico se mecía al compás de los latidos del corazón.
El del pelo ralo se palpaba torpemente el cuello con las manos, y Don intentó reunir fuerzas para incorporarse. Pero entonces divisó una figura femenina que se acercaba renqueando. El agente no se dio cuenta, porque la tenía a su espalda. Cuando estuvo justo detrás de él, Eva agarró la jeringuilla y le inyectó con mano decidida los seis mililitros que contenía. El del servicio secreto tuvo tiempo para dar media vuelta y mirar a la abogada a los ojos. Entonces se tambaleó, trastabilló hacia un lado y se derrumbó.
Eva Strand se agachó delante del cuerpo y se apretó la pierna sangrante. Don se acercó deprisa y empezó a revisar los bolsillos de la chaqueta del hombre. Maldijo una y otra vez hasta que por fin dio con la llave de la furgoneta.
Juntos se alejaron dando traspiés hacia la rotonda, ella con el brazo apoyado en los hombros de Don. Cuando aún estaban a unos metros, Don accionó el control remoto y abrió la furgoneta. En ese instante, Eva notó que las piernas ya no la sostenían. Don tuvo que llevarla en brazos el último tramo.
Tras depositarla como pudo en el asiento del acompañante, rodeó resollando la furgoneta, abrió la otra puerta de un tirón y se sentó al volante. Falló en el primer intento de poner en marcha el vehículo, así que encendió la luz de la cabina para encontrar el contacto. Hizo girar correctamente la llave y oyó el ronroneo del potente motor. Quitó el freno de mano y enfiló la alameda. Una vez la hubieron dejado atrás, pisó el acelerador. En el último momento consiguió sortear el robusto tronco de un árbol que se precipitaba hacia ellos, y finalmente las ruedas obedecieron. Ahora sí se alejaban de aquel lugar.
Mientras avanzaban por Djurgårdvägen, Eva gritaba de dolor a causa de las sacudidas de la furgoneta. Don se detuvo en la parada del 47. Hurgó en la cartera y sacó seis píldoras de color violeta. Cuando Eva se las tragó cayó en la cuenta de que eran demasiadas.
Le dio unas palmaditas reconfortantes en el muslo y echó un vistazo a la pierna herida. La media de nailon y el zapato estaban cubiertos de sangre. Cogió la última toalla limpia que le quedaba y le hizo un torniquete. Eva echó la cabeza atrás contra el respaldo.
Don miró por el retrovisor y en el último momento decidió que probablemente le daría tiempo a salir antes de que pasara el camión que se acercaba a toda velocidad.
Strandvägen, pensó, la carretera de la costa. Strandvägen, Hamngatan, la estación central. Dejaría la furgoneta y luego tomaría la línea azul hacia el norte.