La postal
La moqueta se extendía formando un oscuro rectángulo en torno a la mesa sobre la que descansaba la caja metálica cerrada. Don miró alrededor y calculó que los libros de los estantes superiores debían de encontrarse a una altura de casi cinco metros.
Con sólo encontrar una manera de atravesar los pocos centímetros de viejo material aislante del techo y la cubierta exterior de tejas podría contemplar el abierto cielo nocturno, incluso vislumbrar la torre de la iglesia de Seglora.
Una posible ayuda para un intento de fuga podría ser la escalera con ruedas que estaba apoyada contra las estanterías a un par de metros de la figura encogida de Batracio, pero de alguna manera parecía demasiado inclinada. Además, comprendió Don, trepar por ella sería imposible, porque era evidente que las estanterías habían empezado a curvarse hacia dentro, como si la estancia estuviera arqueándose sobre él.
A la luz de las lámparas, Eberlein parecía estar mordiendo algo. El movimiento de la mandíbula se extendió hasta las sienes, donde la fina piel se tensaba como por efecto de un pulso acelerado. Entonces se oyó un crujido, cuando de pronto Batracio se levantó de su taburete al lado de la escalera con ruedas.
Mientras se acercaba a la mesa evitó mirar directamente a Eva y Don; llegó junto a Eberlein, se agachó y le susurró algo al oído. Era imposible distinguir lo que decía Batracio, pero Don se dio cuenta de que hablaban en alemán. Mientras escuchaba, Eberlein permaneció con la mirada fija al frente, en un punto detrás de Don, hacia la puerta doble cerrada con llave.
Cuando Batracio acabó, Eberlein asintió con la cabeza. A continuación se puso de pie y se alisó los pantalones.
—Tengo que hacer una llamada —anunció.
La sonrisa con que acompañó sus palabras fue débil y no le llegó a los ojos. El rostro del alemán, que se había iluminado durante el largo relato, volvía a ser gris e inexpresivo.
Tras la marcha de Eberlein, Batracio tomó asiento a la mesa frente a ellos. Eva Strand, que ya había recogido sus papeles, los metió en el bolso junto con el bolígrafo. Cuando su mano volvió a subir, sostenía un móvil rojo. Miró inquisitiva a Batracio, pero éste se limitó a encogerse de hombros.
Unos segundos más tarde, la pantalla del teléfono despertó y Eva marcó rápidamente un número. Mientras esperaba a que se estableciera la conexión, fijó la mirada en Don.
Él la vio fruncir el entrecejo, mirar el teléfono y hacer un nuevo intento, también sin éxito. Batracio abrió un poco más sus ojos saltones.
—¿Hay teléfono fijo en la casa? —preguntó Eva.
Batracio no reaccionó, pero, cuando Don repitió la pregunta en alemán, negó con su enorme cabeza.
Don observó a Eva hacer un nuevo intento, pero entonces fue como si sus pensamientos empezaran a escurrirse. La anfetamina parecía haber abierto una fisura en su memoria y las imágenes, antes tan nítidas, eran cada vez más borrosas y distorsionadas. Las fotografías que había visto en su día del último campamento de la isla de Vitön —el cuerpo de Strindberg sepultado bajo las piedras, el diario de Andrée, los restos de Knut Frænkel— aparecían superpuestas a los negativos de Eberlein.
Soltó una tos seca, una especie de risa que ahogó en su garganta, al pensar en los dibujos de las esferas, el rayo sobre el hemisferio norte y los movimientos cautelosos de Eberlein. Era como encontrarse en una sala llena de espejos rotos, y para salir de ella Don hizo lo que parecía más sencillo: abrió la cartera y sacó 6 mg de Alprazolam.
Acababa de desenroscar la tapa del bote de comprimidos cuando a sus espaldas se oyó el clic de la cerradura y la puerta doble volvió a abrirse, dejando entrar la luz.
Eberlein había vuelto.
—No debe de haber tenido mucha suerte en su cometido —dijo Eva mientras se acercaba a la mesa.
Él la miró confuso.
—Su asistente dice que aquí no hay teléfono fijo —añadió ella—. Y con mi móvil no consigo llamar. —Se lo mostró.
—Es cierto —dijo Eberlein—. Seguramente se deba al sistema de protección de escuchas. Hay una especie de emisor de interferencias en la casa, por lo que tengo entendido. Como ya les dije, en la actualidad esta propiedad pertenece a la embajada alemana, y ellos tienen sus reglas especiales.
Eva metió el móvil en el bolso y echó la silla hacia atrás.
—En cualquier caso, ya es hora de que nos marchemos, si no tienen más preguntas. Realmente, espero que hayamos llegado al final de esta extraña excursión. —Dirigió las últimas palabras directamente al hombre del pelo ralo del Säpo y a su colega, que en ese momento entraban en la biblioteca.
—Me temo que no será posible —dijo Eberlein. Volvió a posar la mano sobre el hombro de Don y le dio un leve apretón—. Aunque yo personalmente creo cuanto ha dicho sobre Ravensbrück, no parece que haya impresionado especialmente a nadie en Alemania. Hablan de hacerle una propuesta. De la cual preferiría hablar con usted a solas.
—No comprendo —dijo la abogada.
Sin embargo, Eberlein ya había hecho señas a los hombres del servicio secreto y el del pelo ralo dio un paso hacia ella y la cogió del brazo.
Al principio pareció que Eva iba a negarse a seguirlo, pero se resignó. Se puso de pie con cierta dificultad, como si le doliese la cintura. Tenía la blusa arrugada y a través de las medias de nailon se distinguían unas varices incipientes.
Eberlein le sostuvo el abrigo.
—No tardaremos más que un par de minutos —dijo.
Eva cogió el abrigo sin contestar, se colgó el bolso del hombro y se quedó mirando a Don.
—Diga lo que diga —lo tranquilizó—, pronto estaremos de vuelta en Falun.
Cuando la puerta doble se hubo cerrado tras Eva y los dos hombres del Säpo, Eberlein tomó asiento al lado de Don. Resultaba imposible eludir su mirada. La mano que había posado sobre la rodilla de Don era estrecha y su muñeca delgada, femenina.
—Hay muchos sistemas en nuestros días —dijo Eberlein.
Don apartó la mirada hacia la puerta, pero la suave voz lo atrajo de nuevo.
—Lo que antes era una simple cerradura, hoy se ha transformado en un dispositivo capaz de leer el iris de un ojo o reconocer las líneas de una huella dactilar. Cuando se trata precisamente de dedos, muchos de estos sistemas llegan a ser tan avanzados que incluso son capaces de reconocer si la piel está caliente o fría, para poder determinar si el dedo es de una persona viva.
Don intentó en vano sentir el efecto sedante del Alprazolam.
—Pero, como con todo —prosiguió Eberlein—, existen falsificaciones muy bien hechas. —Le dio unas palmaditas en el muslo—. El que quisiera crear una copia de, pongamos por caso, sus huellas dactilares, podría rociar la taza de porcelana que utilizó aquí en la biblioteca con un fino polvo de grafito. Luego podría quitar las huellas de la taza con algo tan sencillo como celo. Después, valiéndose de una aguja, podría grabar las huellas del celo en un molde del tamaño de un dedal, que posteriormente llenaría con una capa finísima de gelatina. Entonces, en cuanto se hubiera solidificado, ésta podría conducir electricidad y calor, exactamente igual que su propia piel, y así tendríamos una falsa yema de su dedo capaz de engañar a cualquier lector de huellas dactilares.
—Siempre he sentido debilidad por la tecnología —dijo Don.
—Existen muchos campos de aplicación posibles. Uno sería presionar un par de copias de las yemas de sus dedos contra la botella rota que sin duda se encuentra en algún lugar, entre la maleza, cerca de donde encontraron el cadáver de Erik Hall. Luego, claro está, habría que apresurarse en entregar la botella rota a la policía sueca, porque quedarse con una prueba de semejante importancia sería tan ilegal como determinante el hallazgo del arma mortal con las huellas dactilares del asesino.
Don advirtió que estaba asintiendo con la cabeza.
—Sin embargo, es un procedimiento bastante engorroso. —Eberlein suspiró. Soltó el muslo de Don y se reclinó en la silla.
—Sí, es verdad, suena complicado.
—Incluso es posible que la botella rota con que se mató al pobre Erik Hall nunca apareciese. En tal caso, sería una labor inútil, por así decirlo.
Don volvió a asentir con la cabeza.
—A lo mejor ni siquiera hay una razón para que nos pongamos a buscarla —continuó Eberlein—. A lo mejor usted y su abogada podrían hacernos una propuesta lo bastante convincente para que lo que acabo de describir sea del todo innecesario.
Don cerró los ojos para aclararse las ideas mientras se frotaba la nariz, y finalmente dijo:
—Wovon man nichtsprechen kann, darüber muß man schweigen. —De lo que no se puede hablar hay que callar.
Eberlein sonrió.
—Tiene tiempo para reflexionar sobre el asunto hasta mañana por la mañana.
Don oyó que Batracio se alejaba en dirección a la puerta de dos hojas y a continuación un leve crujido. Cuando abrió los ojos vio que los del servicio secreto se habían quedado fuera junto con Eva Strand. Se puso de pie, vacilante, miró el reloj de soslayo. Era medianoche.
—Mucho me temo que será un alojamiento un tanto espartano —dijo Eberlein—. Pero tendrán que conformarse con lo que la casa puede ofrecerles.
Después Don notó la mano de Batracio en la espalda y vio que estaban saliendo de la biblioteca en dirección a la escalera de caracol.