El Örnen
En medio de la mesa, junto a los papeles amarillentos, había un estuche metálico. En unas butacas de cuero verde con remaches de latón se sentaban tres figuras. Por encima de sus cabezas, en lo alto, se curvaba el techo de la biblioteca de la gran casa de principios del siglo pasado, en Djurgården.
Junto a uno de los numerosos estantes que cubrían las paredes estaba sentado en un taburete un hombre que semejaba un batracio. Parecía estar dormido, pero el sombrío ángulo de las comisuras de sus labios indicaba que prestaba atención a cuanto se decía.
La última hoja con las notas de Nils Strindberg estaba compuesta por varias cuartillas unidas entre sí, y cuando Eberlein la desenrolló ante Eva y Don, cubrió la mayor parte de la mesa. Al igual que en los anteriores dibujos, por encima de la cruz en medio de la cual aparecía la constelación del Carro Pequeño se alzaba una esfera celeste. Esta vez, la geografía del hemisferio norte bajo el cielo aparecía dibujada con una precisión minuciosa.
Desde los primeros esbozos precipitados, en que los contornos de las líneas de costa apenas eran apreciables, Strindberg había avanzado hacia una proyección cartográfica detallada en la que el meridiano cero subía en línea recta desde Greenwich, en Londres, hasta el Ártico y el Polo Norte. Al este de esta línea se extendía una cuadrícula en forma de abanico hacia Svalbard y Spetsbergen, e inmediatamente al norte de las islas había un círculo sombreado con la anotación:
cada tres días una nueva posición del rayo
+ se repite continuamente dentro del círculo:
lat. 82°10'N - 84o20'N
long. 21°0'E - 39°20'E
radio de la zona (aprox).: 65 millas náuticas (120 km)
—Hay bastantes indicios de que ya a mediados de julio de 1895 Nils Strindberg se puso en contacto con el ingeniero —dijo Eberlein—. Sin embargo, la primera vez que este mapa aparece citado es en las notas de su reunión en Gränna, a principios de agosto. Como podrán ver, a estas alturas el joven físico estaba convencido de que el rayo se desplazaba dentro de un radio de unos ciento veinte kilómetros. Apuntara a donde apuntase la Estrella Polar, el blanco se hallaba inmediatamente al norte de Svalbard, y al menos en teoría debería ser posible llegar hasta allí tras un breve vuelo sobre el hielo.
Don, que se había inclinado con los codos sobre la mesa, apoyó la cabeza en las manos y bajó la mirada hacia las cuartillas pegadas. En el extremo superior de la costa de Svalbard había unas líneas, escritas en una caligrafía más académica que la de Strindberg, que empezaban con la pregunta: «¿Fuertes vientos del nordeste?»
—No sabemos qué pensó el ingeniero Andrée acerca de esta primera reunión con el físico de veintidós años —continuó Eberlein—, con su mapa y su mechero Bunsen, pero Nils Strindberg la describe como decepcionante. —Alisó cuidadosamente un pliegue que se había formado en el papel a lo largo del contorno del canal de la Mancha—. Es obvio que Strindberg estaba convencido de que Andrée hablaba en serio al proponer un viaje en globo aerostático hasta el Polo Norte, y al principio así lo parecía. En el transcurso de un frugal almuerzo en su casa, Andrée habló aquel día de agosto de las condiciones ideales para sobrevolar el Ártico, del sol de medianoche, cuya luz facilitaría la navegación, y de que el viaje sería agradable y no pasarían frío. Describió el sistema de cables de arrastre y velas que permitirían el control del globo y el tiempo veraniego que podían esperar. Es evidente que Nils conocía los planes del ingeniero, los periódicos no escribían sobre otra cosa por entonces, y al fin y al cabo también era la razón por la que se había acercado a Gränna. Sin embargo, en sus anotaciones posteriores a la reunión escribe que el entusiasmo de Andrée pareció apagarse a medida que avanzaba la conversación, y que al cabo de un rato dejó de mostrar cualquier interés. Cuando, al final, Strindberg se dispuso a demostrarle la reacción con el mechero Bunsen, Andrée le advirtió que no sentía ninguna curiosidad por las antigüedades y los objetos de arte, y despachó la aparición de esferas como fruto de un truco barato. Luego empezó a desentenderse aduciendo falta de dinero. Ante la Real Academia de las Ciencias Andrée había afirmado que la expedición sólo costaría ciento treinta mil coronas, aunque esta suma era a todas luces insuficiente. De pronto reconoció que tal vez había idealizado un poco el proyecto para que Oscar II y Alfred Nobel participaran con sendas donaciones. Para cuando llegaron al café, con coñac y puros, Nils Strindberg ya tenía claro que los planes de Andrée en relación con el Polo Norte no habían sido más que una manera de obtener publicidad gratis. También le sorprendió enterarse de que el ingeniero sólo se había subido a un globo en nueve ocasiones, y que la mayoría de los vuelos habían acabado en fracaso. Andrée afirmaba que seguía padeciendo dolores lumbares, desde la primavera anterior, tras un aterrizaje en Gotland, adonde lo había arrastrado el viento desde Gotemburgo.
Para poder desplegar el mapa, Eberlein había apartado la caja metálica hasta el borde de la mesa. Volvió a cogerla y la posó sobre aquél, a lo largo de las líneas de Normandía y Bretaña. Don miró a Eva cuando el alemán soltó de nuevo los muelles de la tapa. Ella dobló la muñeca hacia él, le enseñó la hora en el reloj de pulsera y sacudió levemente la cabeza.
—Que finalmente la expedición se llevara a cabo —prosiguió Eberlein— sólo fue gracias a Nils Strindberg. En una carta datada el 17 de agosto, le pregunta a su padre, Occa, cómo puede conseguir una suma considerable de dinero para llevar a cabo el proyecto de Andrée. En un principio, Occa, que era mayorista, dedicado al comercio con Hamburgo y Berlín, se lo desaconseja insistentemente, pero acaba por facilitarle un contacto con un grupo de hombres de negocios alemanes. El 3 de septiembre de 1895, Nils Strindberg y Andrée descienden del tren en la nueva estación de Bahnhof Berlín Zoologischer Garten, y tras una demostración del mechero Bunsen y las esferas consiguen convencer a los alemanes de que se hagan cargo de la financiación aportando dos millones de coronas. Eran tiempos en que el interés por Egipto había llegado a su punto culminante y lo más seguro es que aquellos hombres de negocios estuvieran entusiasmados con los extraordinarios descubrimientos que los ingleses acababan de hacer en el Valle de los Reyes. Sencillamente esperaban que el instrumento de navegación de Strindberg resultara algo así como el mapa de un tesoro.
Eberlein hizo una pausa, esbozó una de sus enigmáticas sonrisas y prosiguió:
—Sin embargo, pusieron algunas condiciones. En primer lugar, los hombres de negocios exigieron que el objetivo principal del viaje en globo fuera explorar la zona que la Estrella Polar señalaba al norte de Svalbard. Si luego alcanzaban el Polo Norte no les interesaba tanto. La segunda condición fue que su contribución no llegara a oídos de los donantes suecos, puesto que no querían poner en peligro los contactos de índole armamentística con la empresa de Nobel. Supusieron, con bastante acierto, que Alfred Nobel reaccionaría negativamente si se enteraba de que intereses alemanes intentaban desvirtuar la expedición al Polo Norte de Andrée. La tercera y última condición era que habría que mantener en secreto cualquier información acerca del mechero Bunsen, la cruz ansada, la estrella y los posibles hallazgos en la zona señalada, y que la misma quedaría bajo custodia, para siempre jamás, de una fundación con sede en Nordrhein-Westfalen. Al principio, Andrée se negó a firmar el acuerdo, pero finalmente Nils logró convencerlo.
Don vio que Eberlein abría la caja y sacaba un pequeño cuaderno de cuadros verdes. Las cubiertas eran de un material liso que parecía hule. Las hojas estaban onduladas, como si hubiesen pasado mucho tiempo expuestas a la humedad.
—Tras dos años de preparación —continuó el alemán—, el 30 de mayo de 1897 la embarcación de la expedición puso rumbo a Svalbard y la rocosa isla del Danés, a través del hielo medio deshecho. No sé si han visto las imágenes, pero todo parece bastante improvisado. Andrée y Strindberg, uno al lado del otro, sobre la cubierta de la cañonera Svensksund. Dos hombres esbeltos y delgados, con reloj de oro y traje. El único miembro de la expedición que tenía cierta experiencia con el trabajo físico era Knut Frænkel. Andrée había exigido que formase parte de la expedición precisamente por lo fuerte que era. Es de suponer que pensaba que sería capaz de tirar de los doscientos kilos del trineo si, contra todo pronóstico, sufrían una avería antes de alcanzar la meta. Esperaron cinco semanas a que soplaran vientos favorables. Nils Strindberg mataba el tiempo tocando el violín y escribiendo cartas a su prometida, Anna Charlier, mientras los marineros del Svensksund barnizaban y calafateaban la lona del globo. Andrée y Strindberg se lo habían encargado a Henri Lachambre, un fabricante de París, y no habían tenido tiempo de probarlo. Por fin, el 11 de julio, el tiempo cambió: por la mañana el viento empezó a soplar en dirección nordeste.
Eberlein abrió el cuaderno con tapas de hule. Don reconoció la caligrafía de Nils Strindberg; en este caso escribía con letra normal, no con signos estenográficos.
—Éste es su diario de viaje —explicó Eberlein—, empezado a la hora del almuerzo, muy poco después de la partida.
La primera página estaba deteriorada, y Eberlein la desdobló con mucho cuidado. En el borde superior de la siguiente página había una anotación:
Isla del Danés, bahía de Virgo
11 de julio de 1897
escrito al socaire en el lado norte de la barquilla del globo
Un croquis mostraba que Nils Strindberg debió de encender el mechero Bunsen una última vez y fundir la cruz y la estrella para determinar la posición del rayo. Debajo había una anotación borrosa en tinta:
lh27 p. m. hora Greenw.
posición actual del rayo:
lat. 84°10'N - long. 30°45'E
distancia estimada de la isla del Danés: 586 kilómetros
viento según Frænkel: 7 seg. m. NE, acusadamente racheado
Al lado de la indicación de la distancia había un signo de «compulsado» y una gran A.
Al parecer, unas gotas de agua habían alcanzado la hoja en el momento de la escritura, porque las palabras que cubrían el resto de la página estaban prácticamente borradas. Entre lo que Don consiguió descifrar sólo había reflexiones sobre la resistencia del globo y su evidente fragilidad.
La voz de Eberlein se oyó desde el otro lado de la mesa:
—La parte delantera de la bolsa del globo estaba rasgada, Andrée y Frænkel ya habían tomado asiento en la barquilla y las palomas mensajeras permanecían amarradas en sus cestos, y, aun así, en las notas aparece una última manifestación de duda. Cuando se trata de la partida hay que fiarse de las declaraciones de un testigo presencial: el gesto con la cabeza que Strindberg le hizo a Andrée para que ordenase cortar todos los amarres, y los tres agudos restallidos que siguieron. El globo permaneció inmóvil un momento, pero entonces Frænkel empezó a izar las tres velas. Debajo de ellas, el suelo se hundió y empezaron a flotar ingrávidas. Cuando la bolsa del globo casi se hubo desplegado, los vientos lo agarraron y la embarcación rodó una última vez contra el tabique. A continuación ascendió hasta una altura de cincuenta metros y abandonó la isla del Danés y la bahía de Virgo. Habían esperado hasta el último momento para bautizar el globo. Los hombres de negocios alemanes habían exigido un nombre que sonara alemán, Örnen, el Águila, en lugar de la propuesta de Nobel, Le Pôle Nord.
Eberlein pasó unas páginas del cuaderno de Strindberg. La siguiente indicación horaria rezaba:
3h33 p. m. hora Greenw.
El Örnen ha superado el estrecho del Danés
En la parte superior de la página Don vio unas anotaciones acerca del tiempo. Luego seguían palabras como «cerveza» y «bocadillos», un boceto de unos pájaros que volaban junto a la barquilla y una nota que decía que Andrée acababa de colocarse en el anillo del globo para orinar. También una breve anotación en la que refería que el último saludo a su prometida Anna había sido sellado y arrojado por la borda al pasar sobre la isla de Vogelsang. Luego, con subrayado doble:
¡Frænkel lo sabe todo!
Don alzó la vista y miró a Eberlein, que dijo:
—Lo de Frænkel fue una sorpresa para Strindberg. Todas las mediciones se habían realizado en el camarote de Andrée en el Svensksund, y antes de la partida habían subido a bordo clandestinamente el mechero Bunsen, la cruz y la estrella en un saco sellado de lona. La idea era mantenerlo en secreto y que ni Knut Frænkel ni los demás suecos se enteraran de nada, pero por lo visto Frænkel se apercibió de la existencia del instrumento. Al parecer, Strindberg sospechaba de Andrée; más adelante hay unas anotaciones al respecto… —Eberlein pasó un dedo por unas palabras borrosas un poco más abajo, en la misma página—. En realidad es extraño que Nils Strindberg tuviera tiempo para dedicarle a esta cuestión. El vuelo ya era una catástrofe. En cuanto hubieron sobrevolado el puerto, una ráfaga de viento había agarrado las velas, haciendo que el globo descendiese hacia las olas. Volaron tan bajo que la barquilla llegó a golpear contra la superficie del agua, y si bien es cierto que cuando Andrée y Strindberg finalmente consiguieron soltar siete sacos de lastre el globo ganó altura, el caso es que había dado media vuelta alrededor de su eje y había empezado a volar hacia atrás. Además, este movimiento en barrena había provocado que varios cables de arrastre se soltaran, impidiéndoles maniobrar. Sin embargo, en lugar de interrumpir la expedición, parece que Andrée y Strindberg se asustaron ante la idea de perder la cruz y la estrella en el mar, de modo que siguieron arrojando sacos de lastre. El Ornen ascendió de forma descontrolada hasta casi los seiscientos metros, y cuando notaron los vientos recuperaron los ánimos, porque el que soplaba más fuerte era el que procedía del nordeste.
Eberlein señaló unas cifras:
pos. actual según A. (aprox).: 79°51'N - 11°15'E
distancia estimada respecto a la pos. del rayo: 560 km
40 nudos, tiempo aprox: 8 h.
—Atrás habían quedado los glaciares y los picos rocosos de Spetsbergen; bajo sus pies, el negro mar —continuó Eberlein—. Nils Strindberg anotó que había observado que un barco de vapor intentaba seguirlos. Juntos empalmaron los cables de arrastre que todavía quedaban con cuerdas, pero de pronto el Örnen había empezado a volar demasiado alto, lo que dificultaba la navegación. Los rodeó una niebla densa, comenzaba a hacer un frío terrible y la fina seda con que estaba hecho el globo se enfrió. La baja presión atmosférica provocó que perdieran hidrógeno mucho más rápido de lo esperado, aunque Strindberg seguía dando por sentado que podían alcanzar la posición del rayo antes del anochecer.
Eberlein sacó unos últimos objetos del fondo de la caja metálica: un puñado de negativos de película protegidos por unas placas de cristal que alineó sobre la mesa. Luego le pasó una placa a Don, de manera que la fotografía acabó al lado de la página ondulada del diario.
—La primera fotografía que Strindberg tomó desde la barquilla —dijo Eberlein.
En el negativo sólo se apreciaba una delgada línea negra.
—Les recuerdo que los colores están invertidos —dijo Eberlein—. Se están acercando al borde blanco de la banquiza.
Le dio otro negativo, en el que aparecían dos esferas claras y un rayo negro. Debajo de la esfera inferior se vislumbraba la cruz y la estrella fundidas sobre el oscuro fuego del mechero Bunsen.
—Strindberg tomó esta fotografía unas horas más tarde, en la cabina de la barquilla —explicó Eberlein—. En ese momento el globo se hallaba a setecientos metros de altura. Todo rezumaba humedad por culpa de las nubes, y supongo que fue por eso por lo que se atrevió a encender el mechero Bunsen a fin de verificar la posición del rayo. Cualquier chispa que hubiera tomado la dirección equivocada habría supuesto una catástrofe, el Örnen se habría convertido en una bola de fuego.
—¿Qué es esto? —preguntó Don, señalando unas marcas blancas en el borde inferior del negativo.
—Los puntos cardinales y la hora. La cámara de Strindberg estaba equipada con un mecanismo que los señalaba en cada fotografía. Ésta fue tomada justo después de medianoche, el 12 de julio, y la posición del rayo aún no había cambiado. —Pasó unas páginas del diario. La letra de Strindberg era cada vez más temblorosa—. Fue el frío de las nubes y la pérdida de gas lo que provocó que el globo empezara a descender. La mañana del 12 de julio la red portante y los cables de arrastre habían empezado a congelarse y el Örnen cargaba casi una tonelada de peso adicional. Cada cincuenta metros la barquilla golpeaba contra el hielo y, como podrán apreciar, a Strindberg le costaba escribir. El rumbo se había desviado hacia el este, y discutieron abiertamente acerca de cómo lograr que el globo se desplazara en dirección a la marca que indicaba el mechero Bunsen. Alrededor de las once, Frænkel y Strindberg se echaron, pero no consiguieron dormir. —Señaló unas líneas:
El crujido de los cables en la nieve - el continuo golpeteo
de las velas
Siguiente página:
sacrificada la boya polar
—Al día siguiente, 13 de julio, ya habían soltado todo el lastre del que podían prescindir. No les resultó difícil sacrificar la boya polar con la bandera sueca que se habían llevado para guardar las apariencias, pero pronto empezaron a deshacerse de una parte de las provisiones. Durante la noche, uno de los cables de arrastre se enganchó entre unos bloques de hielo y se quedaron varados varias horas. Cuando finalmente consiguieron soltarse, el tiempo había cambiado a soleado y el calor hizo ascender el globo. Una vez más intentaron alcanzar los vientos que soplaban en dirección nordeste. Sin embargo, cuando por fin consiguieron desenredar las velas, el calor había desaparecido y el globo volvió a descender. No hay anotaciones pertenecientes a aquel día. Strindberg escribiría más adelante que estaba demasiado mareado por los golpes contra el hielo. Finalmente, en las primeras horas del 14 de julio, la suerte cambió.
Eberlein cogió otro negativo. En la imagen volvían a aparecer as esferas, pero ahora una aureola brumosa envolvía el mechero Bunsen, la cruz y la estrella.
—Está tomada alrededor de las dos de la mañana —dijo Eberlein, y señaló la cifra en el borde inferior del negativo—. Habían echado anclas sobre una placa de hielo para descansar un poco y el sol de medianoche era tan débil que para sacar una fotografía Strindberg tuvo que utilizar su flash de magnesio. El mechero parece estar a unos cincuenta metros del globo; como podrán apreciar, a través de la esfera se entrevé el contorno de la barquilla.
Don enfocó el negativo, pero no distinguió nada aparte del delgado rayo que caía de la cúpula inferior sobre la silueta de la cruz.
—Cuando Nils Strindberg volvió al globo, Andrée había calculado su posición con el sextante y estaba listo para rendirse. Sin embargo, cuando Strindberg le mostró… —Eberlein pasó más páginas del diario, se detuvo, frunció el entrecejo, volvió atrás y encontró el párrafo:
14 de julio
lh47 amanecer hora Greenw.
¡el rayo ha cambiado de posición!
Medición doble tras pausa con bengala
lat. 82°59'N - long. 31°5'E
nueva distancia aproximada: ¡sólo 45 kilómetros!
—Evidentemente —dijo Eberlein—, el rayo se había desplazado. En realidad, eso no debería haber sorprendido a Strindberg. Al fin y al cabo, él mismo había apreciado, en el transcurso de su experimento en la Universidad de Estocolmo, que el cambio se producía aproximadamente cada tres días. El globo había partido de la isla del Danés el 11 de julio, y ya estaban a 14 de julio, y la nueva posición que indicaba la Estrella Polar se hallaba a menos de cincuenta kilómetros de distancia. Hicieron un último intento de elevar el Örnen y vaciaron la barquilla de todo lo que guardaban, salvo el resto de las provisiones, las armas, los zapatos para la nieve y los trineos. Ello permitió que pudieran seguir volando algo más de treinta kilómetros en dirección norte. A las siete y diecinueve minutos decidieron que ya habían llegado lo bastante cerca. Tras aterrizar, Andrée empezó a vaciar el globo de gas. Nils Strindberg sacó la cámara, sacudió la nieve de los chasis de madera de haya roja cubiertos de cuero y sacó once fotografías del enorme cobertor de seda deshinchándose contra el hielo. A la mañana siguiente montaron los trineos y emprendieron los últimos kilómetros de marcha hacia la meta final.
Don se inclinó sobre el diario y empezó a volver las hojas con mucho cuidado.
En las páginas siguientes al último cálculo de posición estaba anotado lo que parecía un inventario de lo que habían llevado consigo. El número de artículos era cada vez menor, y en algunos casos habían sido eliminados por completo. La lista acababa con una anotación encerrada en un círculo:
6 botellas de champán cortesía del Rey
Cuando se disponía a seguir pasando hojas, Don reparó en que aquélla en que aparecía la lista estaba apenas sujeta al lomo de la libreta. De pronto se soltó del todo, y Don observó que al parecer las últimas páginas de ésta habían sido arrancadas. Sólo quedaba una hoja más, doblada por delante de la tapa posterior. Miró a Eberlein, que permanecía expectante, como a la espera de su descubrimiento.
—Es extraño, ¿verdad? Cuando encontraron el diario, a finales de 1899, de ciento veinte páginas encuadernadas faltaban las últimas trece. —El alemán le pasó un negativo por encima de la mesa. Parecía que era lo último que tenía para enseñarle—. La fundación consiguió revelar con éxito una única exposición del último carrete. Lo encontraron en el cadáver de Nils Strindberg, conservado en un cilindro de cobre en el bolsillo de su chaqueta de fieltro.
Protegido por la placa de cristal que Eberlein había dejado delante de Eva y Don había un negativo agrietado: la imagen con los colores invertidos de algo que parecía aguanieve, detrás de la cual un agujero blanco brillaba en el hielo oscuro.
—¿Llegaron a un agujero en el hielo? —preguntó Don.
—No era un simple agujero —respondió Eberlein—. Écheles un vistazo a los bordes.
Don volvió a levantar el negativo. En la imagen, el agujero formaba un círculo perfecto. Cuando lo cotejó con la figura que estaba de pie en el borde del mismo, con unos prismáticos y junto a una pequeña bandera, calculó que debía de tener unos cincuenta metros de diámetro.
—Seguramente fue Strindberg quien tomó la fotografía, era el único capaz de manejar la cámara. Sin embargo, no hemos conseguido determinar si quien mira hacia abajo es Frænkel o Andrée.
Don intentó imaginar los colores del negativo invertido para ver lo mismo que habían visto los exploradores aquel día de julio de 1897. A lo lejos, un precipicio negro y circular se abría en medio del hielo blanco, y junto a él, en el borde mismo, la silueta de una figura con unos prismáticos. Parecía como si alguien hubiera practicado un túnel con un soplete hacia el interior de la tierra.
Eberlein señaló las anotaciones que había en el margen inferior del negativo.
—Ochenta y dos grados y cincuenta y cinco minutos norte, mañana del 16 de julio de 1897. Se encuentran exactamente en la posición que el rayo había indicado. Debieron de tardar un día con su noche en llegar hasta allí después de abandonar el globo.
Don dejó el negativo sobre la mesa y soltó la última cuartilla doblada del cuaderno con tapas de hule. Miró a Eberlein, que asintió en silencio. A continuación desplegó la hoja y la alisó con la mano. La página estaba cubierta de columnas con cifras: fechas, volumen de precipitaciones, presión atmosférica y fuerza del viento.
—Está sacado del almanaque meteorológico de Frænkel —dijo Eberlein, y volvió la página. En el dorso, unas palabras medio emborronadas escritas con pulso vacilante, las más legibles de las cuales eran:
¡¡¡Todo está perdido!!!
norte los forasteros ya estaban la embocadura
Andrée y el mechero
ejecución! Knut sangra
el vientre! morfina, seis casillas
yo mismo he buscado desde la mañana
protegerme en las voces sobre mi cabeza
la puerta abajo está abierta! y lo saben!
la cruz? y la estrella!
son absorbidas
la cámara, las paredes
nos han perseguido hasta aquí?
qué será Örnen?
al mayor lo llamaban Jansen, pero fue el joven quien
no puedo volver sin
Anna, yo
querida, dulce Anna
—Escribe a su prometida —susurró Eva.
—A Anna Charlier —precisó Eberlein—. Es la última pista que tenemos.
Cuando Don también levantó la vista de aquellas frases dispersas, Eberlein cogió la hoja, la devolvió al cuaderno con las anotaciones hacia arriba y cerró las tapas.
—Si pensamos en Anna Charlier, precisamente —dijo después—, podríamos afirmar que el final de la historia fue innecesariamente trágico. ¿Me permite? —Cogió los últimos negativos de manos de Don, los devolvió a la cajita junto con el diario, y prosiguió—: Dos años más tarde encontraron los cadáveres de Frænkel y Strindberg. Habían caído en una grieta en el hielo, a treinta metros de profundidad. El cuerpo de Andrée nunca fue encontrado, pero la última anotación de Strindberg insinúa que lo asesinaron. El único documento que queda de la expedición es el diario de viaje de Strindberg y unas cuantas fotografías. Han visto prácticamente todo lo que hay que ver, y, como han comprobado, cabe en una caja.
—Andrée… —empezó Don. Le costaba articular las palabras, pero debía hacerlo—. Hallaron su cadáver en el último campamento, en la isla de Vitön.
—¿En la isla de Vitön? —dijo Eberlein.
—Sí, la isla de Vitön. El cuerpo de Andrée estaba allí. —Se le quebró la voz—. Imagino que conoce esa isla. El último campamento, donde encontraron los cadáveres, el equipo para emprender la larga marcha por el hielo. Todas las fotografías de Nils Strindberg que han conseguido revelar, y…
—Como ya he dicho —lo interrumpió Eberlein—, esta parte de la historia es trágica, y podemos añadir que innecesaria. —Bajó la vista a la mesa y empezó a recoger el resto de los negativos—. Los suecos no sabían dónde buscar, pero los financieros alemanes conocían las coordenadas de la zona y en el verano de 1899 la fundación envió una expedición que encontró la barquilla al lado del globo hecho jirones. En la cabina, sobre unas mantas, hallaron los últimos cálculos que Strindberg y Andrée debieron de realizar antes de partir hacia el punto que indicaba el rayo. No tenían más que guiarse por ellos.
—¿Y cuando llegaron allí? —preguntó Don.
Eberlein lo miró a los ojos.
—Ningún agujero, ninguna cruz, ninguna estrella. Ningún mechero Bunsen. Tal como he dicho, encontraron los cadáveres de Nils Strindberg y Knut Frænkel en el fondo de una grieta en el hielo, a unos treinta metros de profundidad. En la mochila de Strindberg estaba el cilindro de cobre que contenía algunas de las fotografías que les he mostrado y su cuaderno de tapas de hule. La hoja con los datos meteorológicos de Frænkel la había escondido en su guante. Pero por entonces sabían de esta historia más o menos lo mismo que sabemos en la actualidad.
Se hizo el silencio bajo la bóveda de la biblioteca, sólo alterado por el suave tintineo cuando las placas de cristal cayeron en su sitio en la caja metálica. Entonces Eva Strand preguntó:
—¿Y la prometida Strindberg, Anna Charlier?
—Una medida de precaución —dijo Eberlein en voz baja—. Una medida de precaución que llevaron demasiado lejos. Al fin y al cabo, los financieros que estaban detrás de la fundación creyeron durante mucho tiempo que conseguirían descubrir quiénes eran esos «forasteros» responsables de la muerte de los hombres y recuperar la cruz y la estrella. No querían que la empresa Nobel ni los suecos hicieran preguntas sobre el destino de la expedición. Además, gracias a las cláusulas del contrato consideraban que eran los únicos propietarios de la cruz y la estrella y de los posibles hallazgos. No les supuso ningún problema falsificar una serie de documentos. Conocían la letra de Andrée y de esta manera crearon dos diarios de la expedición. Hicieron lo mismo con las notas estenografiadas de Strindberg y los datos meteorológicos de Frænkel. Seguramente, lo peor logrado fueron las fotografías, que siguen dando una sensación de amaño. Para desviar cualquier interés por aquellas latitudes del nordeste dejaron que las pistas condujeran hacia el sudoeste. La elección cayó sobre la isla de Vitön, al este de Svalbard, un lugar apartado que podían preparar tranquilamente. Allí montaron el último campamento y luego colocaron tres cadáveres en considerable estado de descomposición junto con algunos de los objetos que encontraron en la barquilla. Para que los suecos lograran deducir quién era quién, cosieron los monogramas de Strindberg y Andrée en las ropas. La tareas se realizaron en los meses de verano del cambio de siglo, pero no fue hasta treinta años después de que hubieran dejado las pistas que unos cazadores de morsas de Ålesund hallaron el bichero que habían dejado con la etiqueta «Expedición polar de Andrée, 1897». Más tarde, condujeron los cadáveres en cortejo fúnebre a través del centro de Estocolmo. Y de ese modo el asunto se dio por concluido.
—Pero la familia de Andrée, la prometida de Nils Strindberg… ¿no se dieron cuenta, al menos ellos, de que los cuerpos que llegaron en los ataúdes desde la isla de Vitön no pertenecían a sus seres queridos? —preguntó Don.
—Al cabo de treinta años no había mucho que ver. Además, incineraron los cadáveres sin antes realizar una autopsia. Fue un gran escándalo en aquellos tiempos.
—¿Y Anna Charlier? —insistió Eva Strand.
—Al fin y al cabo, toda la operación fue una exageración. ¿Qué habrían hecho si nunca hubieran encontrado los cuerpos? Era absolutamente innecesaria. Y en cuanto a Anna Charlier… Nunca dejó de llorar la muerte de Nils Strindberg. Cincuenta años más tarde enterraron su corazón en un cofrecito de plata al lado del lugar donde esparcieron las cenizas de Nils Strindberg, en el cementerio del Norte. A mí siempre me ha parecido cruel que su corazón yazca allí, solitario. ¿Me permiten? —Procedió a doblar el gran dibujo de las esferas. El pegamento crujió cuando la hoja de papel se plegó sobre el hemisferio norte representado por Nils Strindberg.
—Tras la maniobra de distracción de Svalbard, los hombres de negocios alemanes continuaron con su búsqueda. Con el tiempo, el ritmo fue disminuyendo, naturalmente, y la Fundación se convirtió, sobre todo, en un archivo, administradora de un secreto, un enigma histórico que sigue esperando a que alguien lo resuelva. —Metió la hoja doblada en la caja metálica y cerró ésta. La mesa quedó despejada de nuevo—. Hoy en día —continuó—, los miembros originales de la Fundación están muertos, naturalmente, pero el cometido de ésta sigue vigente, así como el contrato que se firmó en su día con Strindberg y Andrée. Y, como entenderán, el hallazgo de Erik Hall ha despertado unas enormes expectativas. No creo exagerar si digo que mi jefe en Alemania está dispuesto a ir muy lejos para esclarecer el asunto.
—Quieren recuperar el instrumento de navegación de Strindberg —apuntó Don.
Eberlein sonrió.
—La Fundación quiere recuperar lo que es suyo. Aquello por lo que pagó hace ya mucho tiempo. —Lo miró en silencio un instante—. Y resulta que usted, Don Titelman, es el último eslabón para llegar a Erik Hall, la cruz, el documento y el segundo objeto (¿una estrella tal vez?), que al parecer aquél encontró.
Don se movió en la silla y sintió que su mano descendía hacia la postal que llevaba oculta en el forro de la americana.
—Al fin y al cabo, usted también debe de estar interesado en esclarecer el asunto, ¿no es cierto? —prosiguió Eberlein—. La cruz ha desaparecido… problemas con la policía. Quizá podamos echarle una mano. Y si es cuestión de dinero…
La voz de Eberlein sonó distante, casi inaudible, cuando Don cerró los ojos y se vio a sí mismo bajando por la escalera de caracol, cruzando los luminosos salones, saliendo por la puerta de la casa. Abrió los ojos y dijo:
—Ahora recuerdo que Erik Hall mencionó una estrella… —Se abstrajo por un instante en la sonrisa de Eberlein. En sus labios demasiado rojos y sus dientes extrañamente grises—. Sí, dijo algo de una estrella. Pero había tantas versiones diferentes…
Eva Strand se volvió hacia él.
—No tiene por qué…
—Sí —continuó Don—, y Erik Hall no me habló solamente de una estrella, por cierto. De hecho, también me comentó algo acerca de un documento que había encontrado allí abajo. Parecía tener tan poca importancia que apenas le hice caso. Unas líneas en una carta, o tal vez fuera una especie de postal. —Miró a Eberlein a los ojos, contempló su traje caro, su arrogancia de clase alta alemana.
—¿Le contó qué decían esas líneas? —preguntó Eberlein en tono inexpresivo.
—Bueno, me cuesta un poco recordarlo… El contenido parecía bastante incoherente, un código cifrado o algo así.
—¿Un código?
—Sí, o tal vez un poema. Entre las palabras había un año y el nombre de una localidad.
—¿Qué más recuerda?
—Pues…
—¿Sí?
—Depende de cómo se calcule, pero podría decirse que recuerdo cuatro palabras en total, el nombre de una localidad y una fecha. Hygiene-Institut der Waffen-SS, el campo de concentración de Ravensbrück, año 1942.