El despertar
El momento congelado se había introducido una y otra vez en los sueños de Elena, obligándola a despertar con un escalofrío. Y ni siquiera ahora, que se había incorporado y sentado en el borde de la cama para mirar hacia la oscuridad de la buhardilla, conseguía que la imagen desapareciera por completo.
El recuerdo de la mujer cuyo rostro era tan parecido al suyo, el cabello corto y negro, los pómulos altos, la boca ancha… Su madre seguía allí, de rodillas en el suelo de mármol, al pie de la escalera del banco, con los brazos abiertos, llamando a Elena para que bajara.
Luego se oyó el eco tardío y prolongado de su propia y breve respuesta, la voz de una niña de seis años, aguda en aquella enorme estancia: «Wer ist sie, Vater?» (Papá, ¿quién es ella?)
Y cuando aparecieron los guardias había apretado los huesudos dedos del padre con más fuerza. Porque había sabido muy bien quién era la que finalmente se había presentado en el banco de Wewelsburg para llevársela. Sin embargo, aquella mujer había llegado demasiado tarde.
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Fue a los cinco años cuando Elena se atrevió a susurrarle a su madre su mayor secreto: que había sido capaz de mirar dentro de los pensamientos de los demás, de ver sus sueños y sus esperanzas en formas retorcidas y multicolores. Al principio, su madre se había reído de ella y lo había interpretado como la típica fantasía infantil. Sin embargo, cuando Elena dibujó imágenes de las peculiares perversiones y deseos de los adultos, a su madre se le borró la sonrisa del rostro.
Aquella primavera de hacía tanto tiempo, cuando lo único que quería Elena era jugar con sus hermanas, la habían arrastrado a una primera serie de tests parapsicológicos.
Como si fuera un mono de feria, había tenido que mostrar su capacidad para leer series de números ocultas, el experimento Ganzfeld, en el transcurso del cual le cubrieron los ojos y la obligaron a llevar unos cascos que emitían un sonido crepitante. Después, el largo viaje hasta encontrarse con los hombres del norte, que hablaban un idioma áspero y duro. El recuerdo del pánico cuando la obligaron a meter la cabeza en una especie de lavadora, el cabello recogido sobre la cabeza con horquillas de metal y la coronilla cubierta de cables para captar las ondas astrales y la actividad eléctrica del cerebro de una niña de apenas seis años.
Allí, en la casa de Vater en Wewelsburg, la abandonaron. Pasó un año, y al invierno siguió otro invierno. Hasta que una mañana de diciembre, muy temprano, una mujer volvió, como bajada del cielo, para llevársela del banco.
A pesar de que se avergonzaba, a Elena siempre le había parecido que al cabo de tanto tiempo había formulado la pregunta correcta. Porque ¿qué hacía creer a aquella mujer que una niña de seis años, después de todo lo ocurrido, estaría dispuesta a reconocer a su propia madre?
Aquélla fue la última vez que vio a la mujer. Llegada a la adolescencia, cuando sus poderes ya se habían ido extinguiendo lentamente, Elena se enteró por casualidad de lo que había pasado.
Que sus padres habían tenido prisa aquel día de verano, que las hermanas no llevaban puesto el cinturón de seguridad y que la sinuosa carretera de la costa de Amalfi estaba resbaladiza a causa de la lluvia. Que al tomar una curva apareció de frente una camioneta que iba demasiado rápido y que al viejo Citroën le fallaron los frenos.
No había sido más que un desgraciado accidente, le dijeron. La mortal caída al mar fue una de esas desgracias de las que nadie es responsable. Y así, todas las posibilidades de recibir una respuesta también desaparecieron. Pero ¿en qué podía beneficiar una respuesta a una niña adoptada?
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Elena subió el cojín contra el que apoyaba la espalda y miró hacia la única ventana de la buhardilla, pero la imagen de la mujer desesperada se negaba a desaparecer. Intentó que la niña de seis años desviara la mirada en dirección a su padre. Ver la alegría reflejada en sus ojos, la misma que siempre había estado allí durante los primeros años. Pensar en su trabajo con el polvo centelleante bajo la ventanilla de cristal de la caja de plomo y los dibujos geométricos que una vez brillaran tan nítidamente.
Más tarde, cuando hubo crecido y su mente llevaba mucho tiempo muda, Elena entendió qué habían visto Vater y la Fundación gracias a su ayuda. Sin embargo, ni siquiera con ésta habían conseguido llegar mucho más lejos. El material que habían guardado en los cilindros de cristal cubiertos de plomo no era más que unas pocas gotas de una fuente que estaba seca desde hacía mucho.
Elena sintió entonces que la niña de seis años empezaba a desplazar lentamente la mirada hacia el final de la escalera y el rostro de la madre. Hizo cuanto pudo por detener la secuencia de recuerdos. Quería mantenerse alerta en el largo silencio anterior a la pregunta: «Wer ist sie, Vater?» Entretanto le dio tiempo a contar las ventanas del gran banco, a ver la luz invernal que caía, pálida, sobre las baldosas grises. Las costuras en los hombros de la capa de mamá, los brazos invitadores de ésta, y su tensa sonrisa. Entonces las imágenes volvieron a avanzar.
Sin embargo, en esta ocasión había algo distinto, porque las imágenes empezaron a crepitar y la banda sonora del recuerdo cambió. La pregunta de la niña se dispersó en un lejano murmullo de voces, las mismas que había oído durante el largo viaje en motocicleta de Falun a Wewelsburg.
Elena corrió hacia la cocina. Porque sólo conocía una manera de conseguir que el persistente sueño llegara a su fin, que aquella pesadez cesara y se extinguiera.
Abrió el cajón superior y encendió la cocina de gas. Introdujo la punta de un cuchillo entre la llama y la calentó hasta que se tornó ardiente. Se retiró el vendaje de la parte superior del brazo y descubrió la hilera de marcas rojas. Se oyó un chisporroteo cuando apretó la hoja caliente contra la piel desnuda.
En medio del dolor fue como si alguien subiera el volumen del murmullo de voces, y en un punto ubicado justo detrás de la frente Elena sintió una intensa vibración. Más tarde oyó sílabas inconexas, y por fin una voz dulce que reconoció de inmediato: «Devi darmi la, Elena. La croce, Elena, dammila».
La hoja del cuchillo de nuevo sobre la llama. Esta vez dejó que quemara la piel hasta destrozarla, hasta que todo en ella se sumió en una densa negrura. Se dejó caer al suelo, se llevó las manos a la cabeza y apretó, pero en esta ocasión no consiguió alcanzar el silencio.