Strindberg
Había empezado a oscurecer y una lluvia fina pasó por encima del techo de tejas verdes envolviendo en un manto de humedad las copas de los robles y los cerros peñascosos de Skansen. Sin embargo, en el corazón de la casa, la biblioteca en forma de cripta y sin ventanas, resultaba imposible distinguir la noche del día. Una luz cálida, casi incandescente, descendía sobre la mesa y lo único que se oía era a Eberlein tamborilear levemente con los dedos sobre la tapa de una gran caja metálica. Don había conseguido distinguir, entre las uñas delicadamente limadas del alemán, una placa que rezaba: «Strindberg 1895-1897».
Batracio, que acababa de llevar la caja metálica, había vuelto a sentarse en su taburete junto a las estanterías, con el rostro medio oculto en las sombras. Al lado de Don, Eva Strand se había reclinado en su butaca con las piernas y los brazos cruzados y la boca apretada. De pronto, Eberlein dejó de tamborilear con los dedos y rompió el silencio.
—Veamos, para ayudarlos a considerar el asunto desde una perspectiva correcta… tendré que empezar formulándoles una pregunta: ¿conocen el desierto de Taklamakán?
Batracio soltó un suspiro de fastidio.
—El desierto de Taklamakán —prosiguió Eberlein sin darse por aludido— es un océano de arena que se extiende, con sus casi trescientos mil kilómetros cuadrados, desde el techo del mundo, la cordillera del Pamir, hasta el noroeste de China. En invierno hace un frío polar, y bien entrado el verano la arena puede llegar a convertir el lugar en un horno, con temperaturas que superan los cincuenta grados. Es el infierno en la tierra, dicen. A todos los efectos se trata de un lugar inhabitable, y hasta finales del siglo XIX la zona sólo aparecía señalada en los mapas con una mancha blanca, una terra incognita del tamaño de Alemania. En aquellos tiempos no había nadie que supiera nada de aquel territorio desértico, ni siquiera las gentes que vivían cerca de él. Lo único que se conocía era gracias a unas escasas líneas del manuscrito que Marco Polo dejó en el siglo XIV, unos relatos fantasiosos sobre antiguas ciudades enterradas bajo dunas de arena de varios cientos de metros de altura. El primero que osó adentrarse en aquel vacío absoluto procedía de un rincón perdido del norte de Europa. Se llamaba Sven Hedin.
Se oyó un crujido cuando Don cambió de postura en la silla.
—Supongo que conocen los viajes de Sven Hedin —añadió Eberlein.
—Conservo un profundo e imborrable recuerdo de Adolf Hitler y lo considero uno de los hombres más grandes que ha dado la historia —dijo Don.
Batracio masculló algo, pero Don se limitó a encogerse de hombros.
—Eso fue lo que Sven Hedin escribió sobre Hitler al final de la guerra —dijo—. «Conservo un profundo e imborrable recuerdo de Adolf Hitler y lo considero uno de los hombres más grandes que ha dado la historia». Le concedieron un título nobiliario. A Hedin, claro.
—Bueno, las ideas políticas de Sven Hedin no tienen nada que ver con el asunto que nos ocupa, de eso pueden estar seguros —dijo Eberlein. Dejó a un lado la caja metálica y se inclinó sobre la mesa—. No; se trata de algo que ocurrió mucho, muchísimo antes de la guerra, cuando Hedin apenas había cumplido treinta años y todavía era un joven explorador. A principios de 1895 se encontraba en la frontera del desierto de Taklamakán. Para llegar allí había viajado en tren desde San Petersburgo hasta Tashkent, en el Turquestán ruso. Desde allí atravesó la helada estepa en un coche de caballos forrado de pieles para finalmente cruzar a pie, junto con unos nómadas kirguisos, la cordillera de Pamir, a seis mil metros de altura. Para aquellos tiempos, sólo eso ya constituía una proeza. El 5 de enero de 1895 llegó al último oasis antes del desierto, la ciudad de Kashgar, donde las caravanas de la Ruta de la Seda se reúnen desde hace miles de años. Cargado con su tienda de campaña, sus herramientas y sus armas se adentró en el Taklamakán con la única compañía de un par de camellos, algunos sirvientes y unos asnos. Por entonces no sabía nada de las violentas tormentas de arena que en apenas unas horas pueden redibujar el desierto, ni había prestado atención a las advertencias que le hicieron en Kashgar sobre las extrañas voces que se oían en aquel vacío, voces que hechizaban y que llevaban a los peregrinos a perderse en laberintos de arena. Las dos primeras noches todo fue tal como había planeado, y cuando el grupo hubo levantado las tiendas bajo el cielo desnudo, Hedin hizo un esbozo con un carboncillo de la topografía del terreno para no perder la orientación. Sin embargo, la tercera noche llegó la tormenta de arena. Según lo que Hedin escribió más tarde, duró setenta y siete horas. Cuando finalmente el polvo negro volvió a posarse, el paisaje alrededor de su campamento se había transformado por completo. La tormenta no sólo había desplazado las altas dunas, sino que muchas habían desaparecido, y donde antes había arena ahora se veía una enorme extensión de árboles petrificados que alzaban sus ramas hacia el cielo. Después de pasearse un rato entre los troncos, Hedin descubrió unos barrotes blancos que asomaban del suelo, y cuando se acercó más comprobó que se encontraba ante los restos de una empalizada. Junto con sus sirvientes la siguió en sentido oeste y al cabo de pocos kilómetros llegaron a un conjunto de casas vacías, restos de una ciudad que los fuertes vientos habían barrido hasta retirar capas y más capas de arena acumulada durante los últimos cientos o, quién sabe, miles de años. Más tarde, Hedin escribiría que sus sirvientes le exigieron abandonar el lugar, que llamaron Casas de Marfil, pero que él no paraba de bailar de alegría, convencido de que había encontrado una nueva Pompeya. En algunas de sus primeras anotaciones Hedin apuntó que las casas parecían construidas en madera, concretamente madera de álamo. ¡Álamos en medio del desierto! Sin embargo, a pesar de que al principio las blancas fachadas parecían duras al tacto, se rompían como si fuesen de cristal al darles unos golpecitos con su fusta. Hedin también hizo unos cuantos dibujos que muestran que algunas paredes estaban cubiertas de frescos: mujeres desnudas rezando con algo que Hedin interpretó como una marca de casta india pintada en la frente. Hombres con extrañas armas y, a su lado, figuras de Buda con la flor de loto entre las manos. Hedin concluyó que se encontraba en un lugar que en tiempos debía de haber sido una especie de templo. En la actualidad lo conocemos como la ciudad enterrada de Dandan-Uiliq. Pero lo que muy pocos saben —prosiguió Eberlein— es lo que Hedin encontró aquel primer día debajo de la ciudad. En una carta a la que hemos tenido acceso describe, de forma bastante dramática, cómo, por pura casualidad, rompió el suelo de uno de los edificios más imponentes y cayó de bruces sobre un mosaico de piedra en un habitáculo que tenía todo el aspecto de ser una cámara funeraria muy antigua. Nunca logró datarla. Alrededor del núcleo verde negruzco del mosaico había doce cuerpos envueltos en gasas, momias que el aire del desierto había conservado y secado. En el pecho de una de las momias descubrió una cruz de color hueso con la forma del jeroglífico llamado Anj. Encima de esta cruz, que hoy conocemos como ansada, alguien había colocado, hacía muchos años, otro objeto: una estrella de cinco puntas, el símbolo que los egipcios llamaban Seba y que representaba a Osiris, señor del límite extremo, el dios que guarda la llave del inframundo.
Eberlein enmudeció y se quedó observando a Don, como si buscara una respuesta.
—Ver volt dos gegloybt? —dijo Don finalmente. Eberlein lo miró expectante—. Quiero decir, una estrella y una cruz en una cámara funeraria enterrada bajo una ciudad enterrada… —A Don le ardían los ojos; llevaba un día y una noche sin dormir—. Ver volt dos gegloybt? Quién lo habría dicho, ¿no?
Eberlein sonrió de nuevo.
—Sven Hedin nunca intentó convencer a nadie de la importancia de su descubrimiento, porque en realidad hasta su muerte consideró que toda aquella historia no representaba más que un estorbo. Sinceramente, no se puede exigir que la gente te crea cuando dices que has encontrado objetos de extraordinario valor histórico y luego resulta que los pierdes. —Tosió, sacó un pañuelo del bolsillo de la americana y se secó los labios—. La atmósfera es terriblemente seca aquí dentro, ¿verdad? ¿Les gustaría beber algo?
Eva Strand no hizo el mínimo ademán, pero Don asintió con la cabeza. Eberlein se volvió hacia Batracio, que surgió refunfuñando de la penumbra del rincón. Cuando salió al pasillo dejó una de las puertas de la biblioteca entreabierta y Don vislumbró los rayos rojos de la puesta de sol en los cristales de una ventana, más allá del pasillo y la escalera. Entonces volvió a oír la voz de Eberlein:
—Sabemos que Hedin se llevó la cruz y la estrella hasta el oasis de Kashgar, porque está anotado en el inventario de las excavaciones. Lo que ocurrió más tarde seguramente se debió, sobre todo, a la personalidad del propio Hedin. Estaba casi obsesionado con describir de la manera más detallada posible cada objeto que había encontrado antes de meterlos en cajas y enviarlos a las academias científicas de Estocolmo. Sin embargo, cuando llegó el turno de la cruz y la estrella, no hubo forma de hacerlo. A pesar de las pruebas, bien que algo primitivas, a que las sometió, Hedin no consiguió determinar de qué material estaban hechas. A fin de ocultar el fracaso a sus colegas, le pidió consejo a un conocido que por entonces vivía en Francia. Metió la cruz y la estrella en un estuche sellado de latón junto con una carta en la que le relataba el descubrimiento y le solicitaba una evaluación técnica. El envío consta en los documentos que Hedin dejó a su muerte y, por lo que hemos podido averiguar, el 2 de febrero de 1895 llegó al hospital de Saint Louis procedente de Kashgar. Las manos que retiraron los remaches estaban vendadas y untadas con una pomada para calmar unas erupciones cutáneas provocadas por largas noches de experimentos alquímicos. Eran unas manos que durante un mes no habían sido capaces siquiera de sostener una estilográfica.
Eberlein, que a la suave luz de las lámparas aparentaba haber rejuvenecido, sólo parecía aguardar a que Don pronunciara el nombre.
—¿Strindberg?
Eberlein asintió con la cabeza. Don intentó mantener la boca cerrada, pero no pudo evitar soltar una risa ronca y entrecortada que desapareció entre la moqueta y las hileras de libros encuadernados en piel. Sin embargo, Eberlein no apartó la mirada de él, sino que prosiguió:
—Puede parecer una extraña coincidencia, pero tienen que entender que en aquellos tiempos la alta burguesía estaba compuesta por un círculo muy reducido de personas. Además, Hedin sabía que Strindberg tenía acceso a los laboratorios de la Sorbona, que por entonces se encontraban entre los más avanzados y mejor equipados de Europa.
Don miró de reojo a Eva, pero ésta puso los ojos en blanco. Entonces se volvió hacia Eberlein y dijo:
—No obstante, la mera idea de que precisamente Sven Hedin le enviara algo a August Strindberg…
—¿Sí? —lo interrumpió Eberlein.
—¿Sabía usted que eran enemigos mortales?
—¡Oh, sí, pero esa enemistad surgió más tarde! —contestó Eberlein—. Y hasta es posible que tenga que ver con la manera en que Strindberg trató los objetos de Hedin. No, hasta 1895 mantuvieron una buena relación —añadió, y volvió a sonreír.
El sol debió de ponerse, porque la luz de la biblioteca abovedada apenas cambió cuando las puertas se abrieron y entró Batracio. Dejó la bandeja sobre la mesa con gesto de irritación. Una tetera de plata, tres tazas fileteadas de oro sobre platillos dorados y, al lado, varios pares de finos guantes de algodón.
Eberlein se puso de pie y rodeó la mesa. Se oyó un leve tintineo cuando dispuso la vajilla con suaves movimientos. El vapor que despedían las tazas esparció un aroma soporífero a adormidera y canela, y Don metió la mano en su bolso en busca de algún estimulante derivado de anfetamina. El alemán se llevó pensativo la taza a los labios y, después de dar un sorbo, dijo:
—Sea como fuere, el experimento de Strindberg con la cruz y la estrella fracasó. Al fin y al cabo, era un charlatán, un químico poético, como él mismo se habría definido, y a la hora de determinar el origen y las características de un material sus conocimientos resultaban demasiado superficiales. Además, durante ese período de su vida distaba de tener buen humor, y tras un mes de experimentos fallidos se hartó de las «cosas del desierto de Hedin», como las llamó. Puesto que no estaba dispuesto a admitir que el experimento había salido mal, le envió a Hedin una breve explicación en la que mintió diciendo que había perdido la cruz y la estrella, que se las había olvidado en el Café du Cardinal. Como era de esperar, Hedin se puso furioso, pero evidentemente desde el desierto, donde seguía, no podía hacer gran cosa.
Eberlein se acercó a la mesa y pasó las uñas por uno de los lados de la caja metálica. Una cerradura se abrió con un chasquido.
—No, Strindberg nunca obtuvo ningún resultado con la cruz y la estrella. —Soltó dos muelles en los laterales, y la tapa se abrió—. El que estudia la historia adora a los coleccionistas, ¿verdad, Titelman? —Permaneció de pie con una mano apoyada en el respaldo de su butaca, mirando el contenido de la caja—. Sí, adoramos a los que son como August Strindberg, a los que están tan convencidos de su propia valía que datan los recibos de la tintorería, las listas de la compra y cualquier boceto insignificante para dejarlos a la posteridad. Dicen que de él se conservan más de diez mil cartas escritas a Nietzsche, Georg Brandes, Zola… Y luego están las cartas que a finales del siglo XIX envió a su primo Johan Oscar, o, mejor dicho, a Occa, que era como lo llamaban en la familia. De hecho, la amistad entre ellos era tan estrecha que August se convirtió poco a poco en el padrino del hijo de Occa, Nils. Resulta que por aquel entonces, a finales del invierno de 1895, este tal Nils Strindberg había crecido hasta convertirse en uno de los físicos y químicos más prometedores del país. Sabemos, por una carta fechada el 7 de febrero de 1895, que Occa mencionó el resultado obtenido por su hijo en un experimento de resonancia eléctrica, y que apenas unas semanas más tarde Strindberg envió una carta con una serie de preguntas sobre física directamente a la dirección de Nils en la Universidad de Estocolmo. Nils le escribió una respuesta detallada que también se conserva, junto con otra docena de cartas. Durante toda aquella primavera se convirtió en el confidente de August Strindberg, casi en su conjurado, en sus investigaciones sobre alquimia. Poco a poco el tono se fue haciendo más personal, y en una de las últimas cartas, de junio de 1895, podemos leer que Nils se queja de lo aburrido que es Estocolmo en verano, cuando todo el trabajo científico se ha suspendido. En respuesta a esa carta, Strindberg le envió desde París un paquete que contenía dos objetos: una cruz ansada y una estrella de cinco puntas de diseño egipcio.
Se oyó un tintineo cuando Eberlein dejó su taza de porcelana sobre la mesa. A continuación volvió a tomar asiento frente a Eva y Don, se acercó la caja metálica un poco más y empezó a ponerse lentamente un par de guantes.
—Lo que ahora voy a mostrarles debería servir, en primer lugar, para compararlo con el objeto que Erik Hall encontró en la mina. Pero supongo que también podrá cumplir otros propósitos. —Eberlein entrelazó los dedos y apretó para ceñirse bien los guantes—. En la nota que Strindberg envió junto con el paquete no hizo ninguna mención de Sven Hedin ni del desierto de Taklamakán. Lo único que escribió fueron unas breves líneas en las que pedía a Nils que realizara un análisis meticuloso de la cruz y la estrella, y que esperaba una respuesta pronto. Lo primero que hizo Nils, que tenía un gran interés en la fotografía, cuando examinó los objetos…
Eberlein extrajo de la caja metálica una caja plana, de cartulina y atada con un cordel. La dejó sobre la mesa, desató el cordel y abrió la tapa. A continuación sacó un trozo de guata grisácea y lo extendió sobre la mesa. Luego volvió a introducir la mano en la caja de cartulina y sacó unas placas oscuras de cristal que empezó a colocar con cuidado sobre la superficie blanda de la guata.
Don se inclinó para ver de qué se trataba.
Al principio no consiguió distinguir nada debido a la luz reflejada en el cristal, pero cuando Eberlein hizo sombra con la mano, ya no hubo lugar a dudas: en la plata oxidada de las placas de cristal brillaban una cruz ansada de color hueso y, junto a ésta, una estrella de cinco puntas.
Al lado de ellas alguien había colocado una sección de regla. Don observó que la cruz, con el asa incluida, medía 42,6 centímetros de alto, y el travesaño 21,3. En otra de las fotografías aparecía una anotación hecha a mano según la cual la estrella Seba medía once centímetros de diámetro.
—Resulta muy diferente cuando lo ves, ¿no es cierto? —dijo Eberlein.
Eva, que también se había inclinado sobre la mesa, cogió la guata por una esquina, se la acercó un poco y examinó los rectángulos de cristal. Eberlein le tendió un par de guantes. Eva se los puso, levantó la guata y estudió minuciosamente las frágiles placas.
—Negativos al colodio —dijo Eberlein—. La emulsión está hecha de nitrato de celulosa disuelto en alcohol. Diez segundos de exposición. La nitidez es buena, ¿verdad?
La mirada de Don se encontró por un instante con la de Eva en el reflejo de una placa.
Cuando Eberlein hubo retirado la siguiente guata, en el fondo de la caja de cartulina apareció un legajo de papeles amarillentos. Parecían unidos por un alambre, y en la primera hoja podía leerse la inscripción: «Universidad de Estocolmo - Laboratorio Berzelius».
Debajo había líneas de cifras y abreviaciones descuidadamente anotadas en tinta azul.
Eberlein dejó el legajo sobre la mesa, al lado de las placas de cristal. Luego quitó el alambre, cogió la primera hoja y se la dio a Don junto con un par de guantes blancos.
—Del experimento de mediados de junio de 1895 —dijo.
Don consiguió reconocer unos pocos símbolos químicos, pero el resto del texto resultaba ilegible.
—El sistema estenográfico de Arends —explicó Eberlein—. Nils Strindberg siempre utilizaba la escritura rápida cuando trabajaba solo en el laboratorio. En esa hoja están descritos algunos de los primeros experimentos con ácidos. Más tarde también intentó tratar la superficie del metal con otras sustancias químicas, pero igualmente sin resultado. —Apartó unos papeles y prosiguió—: Esto es de más tarde, por la noche, cuando empezó a examinar las inscripciones de la cruz. Nils Strindberg utilizó una lupa y un microscopio, pero las anotaciones aquí son bastante confusas, dado que no logró descubrir cómo fueron practicadas las incisiones en la cruz. Él desde luego no lo consiguió, ni siquiera empleando una hoja de sierra de diamante. Otra cosa que le llamó la atención fue lo poco que pesaban aquellos objetos. —Señaló una columna con cifras subrayadas—. Cuando los puso en la balanza del laboratorio, la aguja apenas se movió. —Volvió un par de hojas—. De hecho, unos días más tarde empezó a preguntarse si aquellos objetos serían verdaderamente de metal. Si bien es cierto que reflejaban la luz y tenían cierto brillo metálico, no consiguió, por mucho que lo intentó, que la cruz y la estrella condujeran ni electricidad ni calor. Nils Strindberg intentó calentar los objetos en el mechero Bunsen, pero ni siquiera una temperatura de mil quinientos grados pareció afectarlos. Tampoco necesitó tenazas para retirarlos de las llamas, porque, escribe, tras media hora sometidos a ese calor intenso seguían estando fríos, más bien helados. Finalmente, el avance que tanto había esperado se produjo el 27 de junio de 1895.
Eberlein comenzó a pasar hojas hasta que por fin encontró la que buscaba. Las anotaciones que ahora tenían delante se distinguían claramente de las demás, pues estaban llenas de dibujos y bocetos aparentemente hechos a toda prisa. En varios sitios la tinta se había corrido, formando manchas azul oscuro.
—Como he dicho —prosiguió Eberlein—, el mechero Bunsen del laboratorio Berzelius alcanzaba una temperatura máxima de mil quinientos grados, pero la noche del 27 de junio Nils Strindberg, en un intento de aumentar la temperatura un poco más, dispuso un tanque de gas con oxígeno puro en la entrada de aire. Por culpa de un despiste, o por pura pereza, si quieren, calentó los dos objetos a la vez, colocando la estrella sobre el travesaño de la cruz. Justo antes de que la llama cambiara de azul a blanca por medio del regulador del gas, los dos objetos se fundieron, pegándose el uno al otro inesperadamente. Para entonces la temperatura sólo había subido hasta…
—Mil doscientos veinte grados —dijo Eva Strand, señalando la cifra, al lado de la cual había un signo de exclamación.
—Exacto. —Eberlein asintió—. Sometidos a la llama del mechero Bunsen, los dos objetos se fundieron. Nils Strindberg escribe que fue como si la estrella de pronto se hundiera y se colocara dócilmente en su sitio sobre el travesaño de la cruz, como si los dos objetos en realidad fueran dos partes de algo que, en su día, formó un todo. Sin embargo, en anteriores experimentos la estrella y la cruz se habían mostrado completamente insensibles al calor.
Don sintió la boca seca y una especie de vértigo; al parecer, la anfetamina empezaba a hacer efecto.
—Véanlo ustedes mismos —dijo Eberlein, y señaló los dibujos con el dedo.
En el centro de la cruz aparecían cinco finas rayas, una de las cuales estaba superpuesta al travesaño sobre el que se apoyaba el asa. Al lado del dibujo había una anotación en diagonal, escrita a lápiz. Don giró la hoja y leyó:
—«En el punto de intersección el instrumento de navegación se torna líquido como el mercurio».
Don alzó la vista y preguntó:
—¿El instrumento de navegación? —Volvió a mirar la cruz y la estrella unidas que Nils Strindberg se había apresurado a esbozar en ángulos desiguales sobre el papel. En la parte inferior de la hoja había una variante donde la tinta se había corrido formando un hemisferio azul borroso semejante a una aureola en forma de arco por encima de los dos objetos.
—En la siguiente página consiguió ilustrar la reacción con mayor exactitud —dijo Eberlein, y se la mostró.
Era evidente que Nils Strindberg se había tomado su tiempo y había realizado dos dibujos bastante más grandes y detallados. En el de la parte superior, lo que Don acababa de interpretar como un borrón de tinta aparecía como una esfera azul grisácea que se arqueaba formando una semiesfera por encima de la cruz y la estrella unidas. Sobre la semiesfera había señalados siete puntos que conformaban un dibujo reconocible, y al lado del punto superior había otra anotación hecha a lápiz: «La Estrella Polar en el Ala del Dragón».
—El Ala del Dragón —dijo Eberlein—. El nombre que Nils Strindberg utilizó para denominar la constelación que en la actualidad conocemos como Osa Menor o, en ciertos lugares, Carro Pequeño. —Luego sus dedos siguieron los siete puntos de la esfera por encima de la cruz y la estrella, desde el rectángulo del carro hasta el extremo de su mango—. Primero se encendieron las estrellas dobles Pherkad y Kochab. Esta de aquí se llama Anwar al Farkadain, y aquí está Alifa al Farkadain. Luego está la Épsilon Ursae Minoris y Yildun, y aquí, en lo más alto, Polaris, la Estrella Polar o Estrella del Norte, como solía llamarla Nils Strindberg. La estrella que siempre permanece fija sobre el polo norte celeste. —Hizo una pausa, contemplando el dibujo, y prosiguió—: Según las notas de Strindberg, el dibujo de los siete puntos surgió de la nada justo encima de la cruz ansada y la estrella, casi inmediatamente después de que éstas se fundieran por primera vez. Al principio creyó que se trataba de unas chispas fortuitas del mechero Bunsen, y no logró entender por qué seguían suspendidas en el aire. Después, al cabo de unos minutos, la constelación se acopló en esta primera esfera celeste que dibujó encima de la cruz y la estrella. Más tarde escribiría que fue como ver una aureola que surgiese de la nada.
—¿La primera esfera? —dijo Don.
Eberlein hizo un gesto con la cabeza hacia el dibujo inferior. Don se pasó la lengua por los labios agrietados y desplazó lentamente la mirada hacia él.
En la siguiente imagen había, en efecto, una segunda esfera. Bajo el cielo estrellado con el Carro Pequeño, Nils Strindberg había dibujado otra semiesfera encima de la cruz y la estrella, una cúpula inferior de color gris, borrosa, cubierta de contornos que era imposible no reconocer.
—¿Ha copiado el hemisferio norte? —dijo Don.
—Ha copiado la otra esfera —puntualizó Eberlein. Siguió con un dedo el contorno del continente y añadió—: La costa de Siberia sobre el océano Ártico. La península de Kola. Los fiordos del norte de Noruega… Svalbard y las islas Sjuøyane. Los glaciares de Groenlandia y el mar de Lincoln. La costa norte de Canadá y la tundra de Alaska sobre el estrecho de Bering. Y aquí… —el dedo retrocedió hacia el centro de la esfera inferior— el Polo Norte.
—Entonces, ¿qué es esto? —preguntó Eva.
Desde la Estrella Polar partía una delgada línea hacia un punto situado unos centímetros por debajo del dedo de Eberlein.
—Esto —dijo Eberlein— es un rayo de luz. Al final de la reacción, cayó desde la Estrella Polar hacia el hemisferio norte y al parecer Nils Strindberg enseguida dio por supuesto que se trataba de una especie de guía o indicador.
Don levantó la hoja amarillenta para acercarla a la luz de las lámparas de cristal.
El rayo luminoso partía de la Estrella Polar y terminaba en una pequeña cruz justo al norte del contorno que, de acuerdo con Eberlein, era Svalbard. Sin embargo, Don reparó en que, precisamente en esa zona, había varias cruces pequeñas hechas a lápiz y meticulosamente numeradas. Parecían corresponder a una lista que había en el margen derecho de la hoja:
pos. 1 (29/6): lat. 82°50'N, long. 29°40'E
pos. 2 (30/6): lat. 83°45'N, long. 27°10'E!
pos. 3 (1/7): no indicado
pos. 4 (2/7): no indicado
pos. 5 (3/7): lat. 83°10'N, long. 34°30'E!!
pos. 6 /4/7): no indicado!!!
—Tras varios intentos —continuó Eberlein cuando Don levantó la mirada del papel—, Nils Strindberg consiguió calcular con sorprendente exactitud lo que señalaba la punta del rayo. Como podrán apreciar, desde un principio había unas pequeñas pero ordenadas modificaciones de posición, y tardó un buen rato en trazar un patrón.
Pasó algunas páginas con dibujos cada vez más detallados de la esfera celeste, el hemisferio y el rayo, hasta que llegó a una tabla con columnas minuciosamente elaboradas. Siguió las fechas y las indicaciones de las posiciones con los dedos.
—Esto es, por lo que sabemos, la primera relación concienzuda que Nils Strindberg hizo de las desviaciones del rayo luminoso. Fue a principios de agosto de 1895, y debió de ser entonces cuando aprendió a dibujar rápido, porque la reacción de las esferas en cada experimento apenas duraba unos diez minutos. Luego, la cruz y la estrella volvían a separarse en dos objetos fríos e inalterados, como si la fusión nunca hubiera tenido lugar. —Dejó la hoja sobre la mesa mientras empezaba a recoger las placas de cristal—. Como podrán observar —prosiguió mientras ordenaba las placas—, se trata de unos cincuenta experimentos, y el patrón siempre es el mismo. Nils Strindberg colocaba la estrella sobre el travesaño de la cruz, las disponía en el mechero Bunsen y después ajustaba la llama para que alcanzara la temperatura correcta. Cuando la cruz y la estrella se fundían en un solo objeto, los siete puntos empezaban a brillar, invariablemente. En cada uno de los experimentos formaban el Carro Pequeño, con la Estrella Polar en el cénit, por encima de la estrella fundida a la cruz. Tras algunos minutos aparecía la esfera celeste, seguida de inmediato por el oscuro hemisferio norte. La reacción siempre concluía con el fino y luminoso rayo cayendo desde la Estrella Polar hasta un punto cercano a los ochenta y tres grados de latitud, al norte de Svalbard y Spetsbergen. Y si echan un vistazo a la tabla, comprobarán que la distancia entre las posiciones cambiantes es mínima; de hecho, se encuentran dentro de un radio de unos ciento veinte kilómetros. Al final, Nils Strindberg llegó a la conclusión de que el cambio de posiciones se repetía regularmente y que el rayo se movía aproximadamente cada tres días. Era casi como si buscase algo dentro de la zona limitada al norte de Svalbard, como una flecha que busca un blanco.
Eberlein envolvió las placas de cristal en la guata y las devolvió a la caja de cartulina con mucho cuidado.
—Ver volt dos gegloybt —dijo Don en voz baja.