Elena
Fue en los albores de su adolescencia, después de que sus especiales talentos enmudecieran hasta desvanecerse, cuando Elena aprendió que no debía exigir nada. Sin embargo, el día que cumplía dieciocho años, uno de los jefes de sección de la Fundación le había entregado la llave de un apartamento, una buhardilla que quedaba a unas manzanas del gran banco. El edificio estaba rodeado de casas señoriales con escalinatas y daba a una plaza adoquinada con un pozo de obra en el centro. Tras una de las solitarias ventanas, en lo más alto, había encontrado la posibilidad de encerrarse por primera vez en su vida.
Al principio, Elena había interpretado la llave como una señal de que su Vater, su padre, la dejaría libre para que iniciara una nueva vida. Sin embargo, todo había seguido igual. La única diferencia era que desde la buhardilla tenía quince minutos andando hasta su oficina, donde el trabajo había seguido siendo el mismo, a la sombra de la torre norte del castillo.
Envuelta en una manta en un rincón de la cocina, saboreó la primera cucharada de miel del bote que había olvidado sobre la mesa cuando salió precipitadamente rumbo a Suecia. El movimiento del brazo hacia la boca fue la única señal de vida en el prácticamente vacío apartamento de dos habitaciones. Le había parecido absurdo decorarlo.
Más allá de la cocina distinguía su dormitorio en la penumbra. La cama que no le había dado tiempo a hacer, la cómoda con el estrecho espejo y el retrato de la Virgen. Aparte de eso, nada. Sin embargo, en la otra habitación se había esforzado un poco más, había colgado el saco de boxeo de la cadena y había fijado sus aparatos de entrenamiento al lado del armario de las armas.
Elena lamió el mango de la cuchara. Sabor dulce, a verano, miele di acacia.
Aún no había tenido tiempo de dormir tras el largo viaje de regreso al neblinoso bosque de Teutoburger, en la frontera con la apestosa cuenca industrial de Ruhr. Había pasado doce horas viendo el asfalto deslizarse a toda velocidad bajo sus pies, con la cruz bien sujeta entre el pecho y el depósito blanco como la nieve de la moto.
Mientras se llevaba a la boca otra cucharada de miel pensó que el dolor que sentía en las piernas tras el largo viaje quizá pudiera beneficiarla. En los últimos tiempos, muy raras veces llegaba a sentir dolor físico, lo que indicaba que el entrenamiento con los tenebrosos hombres de la Sicherheit había tenido sus resultados. Al parecer, ya nada conseguía afectarla.
En el camino de Dinamarca a Westfalia había llamado a la dirección y le habían preguntado sobre Erik Hall y un tal Titelman. Elena había intentado recordar cuanto le había dicho el buceador y ahora, sentada a la mesa de la cocina, volvió a repasarlo una vez más para ver si, a pesar de todo, había algo importante que hubiera pasado por alto.
Se bloqueó al pensar en que se había presentado ante Hall como periodista de la Rivista Italiana dei Misteri e dell’Occulto. Ni siquiera en aquel momento había sido capaz de evitar sentir nostalgia por lo que había perdido. Había escogido el nombre de ese semanario new age sólo porque una vez, hacía mucho tiempo, habían publicado un breve artículo sobre su… ¿cómo lo habían llamado? Sí, «don astral». Pero ¿de verdad sabía leer por entonces? Como todo lo demás relacionado con su infancia, aquel recuerdo se confundía con una onírica sensación de irrealidad.
Cuando finalmente la miel le resultó empalagosa, cerró el bote y se quitó la manta de los hombros. Se puso de pie y pasó por delante de las cortinas corridas de la ventana hasta el espejo de la cómoda. Se acarició las líneas infantiles de los pómulos y descendió hasta la boca sin pintar. Se alborotó la corta melena y no pudo evitar pensar a quién se parecía.
Miele di acacia, el sabor de la miel, mezcla de flores y vainilla.
Apoyó la cabeza en el espejo para alejar la imagen de la mujer solitaria que un día tuvo que abandonar la casa de Vater, rechazada por su propia hija de seis años. Detrás de la miel apareció el conocido sabor a ricotta, a miel y ricotta, a las galletas que ella y sus hermanas solían llevarse a la playa. El sabor a limonada, el calor y todos los olores del golfo de Nápoles. El hedor de la montaña de basura que se filtraba por el resquicio de las puertas del balcón del piso en el ruinoso edificio. Recordó que cuando el olor se hacía insoportable intentaba llegar al pomo de la puerta para cerrarla. Sin embargo, el pomo estaba demasiado alto para las inseguras manos de una niña.
Y entonces el rostro de su madre, aquel claro óvalo por encima de un vestido que envolvía su cuerpo como una segunda piel, fue hacia ella. Cuando oyó las risas de sus hermanas Elena intentó en vano encontrar una manera de retroceder en el tiempo, de que precisamente aquel día, el día que sus facultades fueron puestas a prueba por primera vez, su vida tomara otra dirección.