14

Eberlein

Tras la puerta principal había una amplia escalinata sobre la que colgaban arañas de cristal. El brillo de éstas llevó a Don a pensar en una gruta con estalactitas, pero en este caso las paredes no eran de granito, sino que estaban decoradas con pinturas al óleo.

Todo olía a polvo y romanticismo nacional: las bañistas de Zorn reflejadas en el agua, la bandada de pájaros de Liljefors, y, por descontado, la atracción principal, un cuadro en forma de portal de Carl Larsson emplazado en lo alto de la amplia y majestuosa escalinata. Una muchacha con sombrilla, dos mozalbetes rubios ataviados con túnicas. En la parte inferior, el título del cuadro: De mina, «Mis amados». Sobre una bandeja, bajo un espejo de marco dorado, había unas cartas con el sello del águila alemana.

El hombre que dijo llamarse Eberlein había agarrado a Don del brazo y lo conducía a través del vestíbulo. Probablemente fuera la palidez grisácea de su rostro lo que había inducido a Don a pensar que tenía unos sesenta años, pero de pronto, al ver la agilidad con que se movía, empezó a dudarlo. Era delgado y nervudo bajo el elegante traje, tenía los hombros estrechos y sobre la nariz afilada llevaba unas gafas redondas con cristales antirreflectantes. Los labios eran un poco demasiado rojos y parecían haber quedado atrapados en una sonrisa enigmática.

Delante de ellos, Eva Strand y el hombre con aspecto de batracio ya habían llegado a la mitad de la escalinata. Don observó la mano de la abogada deslizarse por el pasamanos barnizado al subir los últimos escalones y llegar a la balaustrada.

Los agentes del servicio secreto no parecían tener la menor intención de seguirlos, y lo último que Don vio cuando Eberlein lo condujo hasta lo alto de la escalera y miró hacia el vestíbulo fue al del pelo ralo encender un cigarrillo.

En la planta superior, Batracio los guió a través de una hilera de salones luminosos y por una escalera de abedul hasta un pasillo a oscuras, al final del cual había una puerta de dos hojas cerrada.

Al llegar frente a ella, Eberlein sacó dos minúsculas llaves que por lo visto le había dado el hombre del Säpo de pelo ralo. Acto seguido le quitó las esposas a Don y le frotó suavemente las muñecas. El alemán rezumaba un intenso perfume.

—Espero que comprendan que no tienen nada que temer —dijo—. No se trata más que de un par de preguntas amistosas y en toda confianza. Un intercambio de información, si quieren. —Le rozó ligeramente el brazo a Don y añadió—: Por aquí, por favor.

La puerta de dos hojas se abrió a una biblioteca abovedada. Las estanterías que cubrían las altas paredes iban del suelo al techo. Había incontables hileras de libros de lomo negro y una gruesa moqueta sofocaba cualquier sonido. Era como estar metido en un capullo. En el centro, bajo las lámparas de cristal, había una mesa oscura a la que Eberlein les indicó que se sentaran.

Butacas tapizadas en cuero verde, con remaches de latón. Don se dejó caer en una y puso el bolso sobre sus rodillas. Entonces oyó a sus espaldas que alguien, probablemente Batracio, cerraba las puertas y echaba la llave. Con un suspiro que sonó algo forzado, Eva Strand también tomó asiento a la mesa y empezó a rebuscar entre sus papeles.

—Esto no será más que una conversación puramente informal —dijo Eberlein, y rozó levemente la espalda encorvada de Don al pasar por su lado.

El capullo pareció cerrarse en torno a Don, y Eva le dio un leve codazo para espabilarlo. Sin embargo, al ver que él seguía sin decir nada, decidió tomar la palabra en su lugar.

—No entendemos qué clase de conversación podríamos mantener aquí —dijo.

Eberlein apartó una butaca de la mesa y tomó asiento. Luego juntó las manos sobre la mesa y volvió hacia Don unos ojos grises de mirada profunda.

—En primer lugar quiero darles la bienvenida a Villa Lindarne, actualmente una dependencia de la embajada alemana.

—¿Eso significa que todo esto forma parte de una especie de misión diplomática? —preguntó Eva Strand.

Eberlein sonrió.

—El embajador es, podríamos decir, un buen amigo, pero yo he llegado a Estocolmo esta misma tarde, y les agradecería, como ya he dicho… —Señaló el bolígrafo de la abogada—. Agradecería que se respetara el carácter informal de esta conversación.

Eva Strand vaciló un instante, pero se encogió de hombros y dejó el bolígrafo sobre la mesa.

—Estoy aquí para formularles unas preguntas en nombre de una fundación —continuó Eberlein—. En Alemania existe un gran interés por esclarecer este asunto de la mejor manera, por motivos históricos, por así decirlo.

—¿Me está diciendo que una fundación alemana recibe la ayuda del servicio secreto sueco? —preguntó Eva Strand.

—Sí, para que celebremos una breve y amigable reunión. —Eberlein volvió a sonreír, pero por lo demás su expresión denotaba seriedad—. En este caso, si ambas partes cooperamos, todos saldremos ganando.

—Me cuesta imaginar que la fiscal de Falun esté al corriente de este asunto.

—Puedo asegurarles que todo se ha hecho de forma absolutamente legal.

—Si se trata de la muerte de Erik Hall…

—No sólo de eso, en este caso —dijo Eberlein—. De hecho, me interesa más aclarar qué se llevó Erik Hall exactamente de aquella mina.

La mirada del alemán ejercía tal magnetismo que a Don le resultaba imposible apartar la vista de aquellos ojos.

—¿Le insinuó Erik Hall que estaba en posesión de algún tipo de documento u objeto que pudo haber encontrado en la mina, además de la cruz que ha desaparecido?

—Él tiene… —empezó Eva Strand, pero una tos ronca la interrumpió.

Don tragó saliva para aclararse la voz y dijo:

—¿Qué provecho sacarían ustedes sabiéndolo?

—Ésa, Don Titelman, es una larga historia.

Otra tos hizo que Eberlein mirase de reojo a Batracio, que se había sentado en un taburete, con la espalda apoyada en una estantería.

—Demasiado larga —añadió Eberlein. Parecía expectante, pero, ante el silencio de Don, hizo un nuevo intento—: El caso es que tenemos poderosas razones para creer que la cruz que Erik Hall encontró por casualidad nos pertenece. Podríamos decir que cuanto había en aquella mina son pistas de un enigma histórico que la fundación lleva muchos años intentando resolver. Pero ahora resulta que Erik Hall nos ha abandonado y usted parece ser la única persona que puede ayudarnos a avanzar.

—No entiendo de qué modo —dijo Don.

Batracio emitió un suspiro de irritación.

—Sólo he visto a Erik Hall una vez —prosiguió Don—, y el único objeto del que tengo conocimiento es esa cruz. Por lo demás, sólo sé lo que ha salido en los diarios.

—Es lamentable que hayamos iniciado esta conversación así —dijo Eberlein.

—¿De veras? —dijo Don.

—Sí, porque, por lo que sé, usted no dice la verdad.

Don se removió en la silla, como para acomodarse la americana.

—Será mejor que volvamos a empezar —prosiguió el alemán—. Por lo que tengo entendido, usted mantuvo largas conversaciones con Erik Hall durante la semana que precedió a su muerte. Hemos sabido que hay anotaciones en el disco duro del ordenador de Hall en las que éste afirma que en la mina encontró también una especie de documento, y que lo hizo a usted partícipe del hecho.

—No lo recuerdo muy bien —respondió Don.

—También hemos sabido que Erik Hall mencionó que había sacado algún tipo de «secreto» de la mina. Desconocemos si se refería al documento o a otro objeto.

—¿Otro objeto aparte de la cruz? —intervino la abogada.

—Es la razón por la que ahora nos encontramos aquí, para intentar esclarecerlo —respondió Eberlein.

Don desvió la mirada hacia Batracio, que en ese momento estaba mirando al techo. Eberlein volvió a dirigirse a él.

—¿Le mencionó Erik Hall algo sobre un objeto en forma de estrella, o una zona al norte de Svalbard?

Don negó con la cabeza.

—¿Tampoco le dijo nada acerca de un documento?

—No, acabo de decirle que…

—Entonces, ¿de qué estuvieron hablando?

—Sólo me llamaba a altas horas de la noche —dijo Don, y volvió a moverse en la butaca—. Sobre todo, insistía en que fuera a verlo.

—Ahora quiero pedirle que lo piense muy bien. Lo que a usted puede parecerle insignificante quizá sea de gran interés para nosotros. La mínima pista…

Don consiguió eludir la penetrante mirada del alemán desplazando la atención hacia sus labios. Decididamente eran demasiado rojos para encajar con la palidez del rostro.

—Es tal como le he dicho. Nada. No me dijo anda.

Eberlein chasqueó los dedos y Batracio se levantó torpemente y se acercó a la mesa. Sostenía un papel con una letra azul descolorida.

—¿Esto le recuerda a algo?

Unas curvas sinuosas, trazadas sin duda por la misma mano que había escrito el texto en la postal que Don llevaba en el bolsillo.

—No —respondió Don, e intentó encogerse de hombros, pero de pronto le parecieron demasiado pesados.

—Me cuesta mucho entender qué sentido tiene seguir con esto —intervino Eva Strand—. Es más que evidente que mi cliente no sabe nada y que, además, no tiene ningún interés en hablar con ustedes. Una charla informal, han dicho, pero en realidad se trata de lo que en este país llamamos un interrogatorio. Ahora hagan el favor de procurar que los miembros del servicio secreto nos lleven de vuelta a Falun. —Echó la silla hacia atrás y se puso de pie—. Además, señor Eberlein, o comoquiera que se llame, gran parte de lo que acaba de exponerle a mi cliente está sujeto a secreto de sumario. No logro entender cómo es posible que la policía sueca se atreva a permitir que terceros tengan acceso a esta clase de información.

A pesar de que Don también se había puesto de pie, Eberlein permaneció sentado, con la cabeza baja. Parecía estar reflexionando. Al cabo, levantó la mirada hacia Don.

—¿Sabe qué? Creo que su abogada tiene razón.

—¿De veras?

—Sí, realmente tiene razón cuando dice que esto no debería ser un interrogatorio. —La sonrisa enigmática volvió a aparecer en su rostro, los labios rojos, los dientes grises. Se puso de pie, rodeó la mesa y posó la mano en el hombro de Don—. No lo es, y además comprendo perfectamente que se muestre reacio a contarnos nada, tal como está la situación. Pero como parece que usted es el último eslabón… —Acarició distraídamente la americana de pana, como si estuviera considerando una última opción—. Puesto que parece la última conexión con Erik Hall y su hallazgo, a lo mejor podríamos tomarnos el tiempo necesario para darle la vuelta al asunto y ver si conseguimos una mayor confianza entre nosotros. Yo le contaré una historia y usted me ayudará con el final.

—¿Y cómo imagina que podría hacerlo?

—Eso lo solucionaremos cuando llegue el momento. —Eberlein le dio una palmadita en el brazo y añadió en voz baja—: De hecho, creo que usted, como investigador, pronto mostrará el mismo interés que yo por intentar encontrar una respuesta a este enigma que nos ocupa. Quiero decir, una vez que hayamos conseguido verlo en toda su dimensión.

Cuando Eberlein hubo conseguido que Don y Eva volvieran a sentarse, se acercó a Batracio, que ocupaba de nuevo el taburete. Se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Batracio se puso de pie con un gruñido de fastidio y salió de la estancia.

—Usted espere —dijo Eberlein, y volvió a sonreírle a Don—. Creo que llegará a la conclusión de que ha valido la pena.