13

El sueño

Tras largas horas en la sala de interrogatorios, el intenso sol cegó a Don, que tuvo que parpadear para distinguir su propia sombra encorvada.

Después bajó la mirada hasta las esposas y cuando la luz reverberó en ellas empezó a preguntarse cómo era posible que incluso un shmendrik como aquél pudiera creer que valía la pena molestarse en inmovilizar sus delgadas muñecas. Sin embargo, a juzgar por la rudeza con que Mostacho lo agarró del brazo, el riesgo de fuga debía de ser grave, a pesar de que estaban delante mismo de la comisaría de Falun.

Los del servicio secreto estaban esperándolo en el aparcamiento, al lado de una furgoneta de color metalizado. Uno tenía el pelo ralo y de vez en cuando se llevaba la mano a la cabeza para acomodarse sus escasos cabellos, que el viento enmarañaba. Ambos vestían vaqueros y americana de un gris claro, y delante de ellos se encontraba Eva Strand, agitando indignada unos papeles. Sin embargo, cuando el del pelo ralo vio a Don, hizo caso omiso de la abogada y se dirigió hacia la entrada de la comisaría.

Mostacho hizo algún comentario sarcástico sobre la gente de Estocolmo, pero el hombre del Säpo no parecía de humor para bromas, y sin decir palabra se hizo cargo de Don, cogiéndolo del brazo.

Cuando pasaron por delante de Eva Strand, Don sintió que las piernas le flaqueaban, y el del pelo ralo tuvo que ayudarlo a meterse en el asiento trasero del coche. Allí se quedó sentado, impotente, mirando a la abogada a través de sus Ray-Ban.

Eva Strand, sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse tan fácilmente. Don vio que hablaba en tono enérgico por el móvil. Los agentes del servicio secreto esperaban con expresión aburrida a que ella terminara.

Un rato después, se abrió la puerta trasera del otro lado.

—¿Hay sitio para mí?

Don asintió agradecido con la cabeza cuando la abogada ocupó el asiento contiguo. Se ajustó el cinturón de seguridad y metió sus papeles en el bolso, con las piernas muy juntas bajo la estrecha falda. Luego se volvió hacia él y dijo:

—¿Está seguro de que no hay nada que haya olvidado contarme?

Don no respondió, y entonces el del pelo ralo rodeó el coche y cerró todas las puertas.

Cuando pasaron lentamente por delante de Mostacho, lo último que Don vio fue que aquel shmendrik se volvía, se rascaba la cabeza y luego trotaba hacia la entrada de la comisaría.

Al llegar al primer semáforo en rojo, las cerraduras de las puertas traseras se cerraron.

—Ahora deberíais explicarnos adónde nos lleváis —dijo Eva Strand.

El agente la miró por el retrovisor con rostro inexpresivo y al cabo de un instante volvió de nuevo la vista hacia el semáforo, que había cambiado a verde. Arrancó.

—Tiene que tratarse de un malentendido —dijo la abogada para sí mientras tamborileaba con los dedos sobre el bolso.

Don observó que la piel de sus manos era muy fina; parecía cubrir sus venas como un velo.

Entonces volvió a dirigir sus preguntas cargadas de impotencia a los dos hombres del Säpo, pero no obtuvo respuestas. Repasó mentalmente el largo interrogatorio. Sin embargo, por muchas vueltas que le diera, no conseguía encontrar una explicación. Tenía necesariamente que tratarse de un estúpido malentendido, nur Got vayst far vus, sólo Dios sabe por qué, como decía su abuela. Seguramente pronto estaría de regreso en su despacho mal ventilado del departamento de Historia de la Universidad de Lund, entre montones de borradores para alguna conferencia y trabajos de sus estudiantes aún por leer.

Sacó dos comprimidos de Halcion, un somnífero suave, los depositó sobre su lengua, tragó y miró con el rabillo del ojo el cierre bajado de la puerta.

Also… die Türen bleiben geschlossen, bitte.

De nuevo la mirada inexpresiva del hombre del pelo ralo en el retrovisor. Don dejó caer la cabeza contra el respaldo, cerró los ojos y repitió para sí en voz baja:

Die Türen bleiben geschlossen, bitte. Und wenn denen Wasser so gefällt, gefällt ihnen Jauche noch viel besser.

En la oscuridad, detrás de los párpados, entró a hurtadillas en la casa de su abuela. Volvía a ser verano y estaba echado sobre una alfombra que olía a humedad, escuchando la voz de Bube. Solía estar echado así, a los pies de la anciana, debajo de la mesa de cristal, con los ojos cerrados mientras ella hablaba. Die Türen bleiben geschlossen, bitte

Las palabras procedían de una estación desierta en medio de los hayedos de Polonia. Su vagón de mercancías se había detenido en el largo viaje desde el gueto de Varsovia hacia el campo de concentración de Ravensbrück. A cuarenta grados de temperatura, con los candentes rayos del sol entrando por los resquicios oxidados de las paredes de chapa. Habían permanecido allí, esperando, durante cinco días, abandonados en una vía muerta en el caos ferroviario del Holocausto.

Bube intentaba encontrar un espacio entre los cadáveres de los que habían muerto asfixiados, cuando no la levantaba hacia el techo la presión de quienes aún tenían fuerzas para mantenerse en pie. Los alemanes habían conseguido meter a doscientos hombres, mujeres y niños judíos en aquel vagón de mercancías. El calor de agosto era insoportable, y no les habían dado agua. Sin embargo, cuando los gritos se hicieron demasiado insufribles, algunos alemanes dijeron basta.

Oyeron que se ponía en marcha una bomba de incendios y unos instantes más tarde empezó a entrar agua a través de las grietas. No valió de nada, pues el metal oxidado estaba tan caliente que la mayor parte del agua se evaporó rápidamente. Aun así, los oficiales se habían puesto furiosos, toytmeshuge, por el despilfarro, y el que había accionado la bomba fue golpeado como un perro. Después, Bube había oído aquellas palabras: «Die Türen bleiben geschlossen. Und wenn den Juden Wasser so gefällt, gefällt ihnen Jauche noch viel besser» (Las puertas permanecerán cerradas, y si a los judíos les gusta el agua, todavía les gustará más el estiércol).

Al cabo de un rato los guardias de las SS, que con sus capas negras parecían una bandada de cuervos, treparon hasta el techo del vagón. Se desabrocharon los pantalones y orinaron por los orificios del techo oxidado. Y Bube tenía tanta sed —a shandel, ¡qué vergüenza!— que se subió sobre las espaldas de los niños para llenarse la boca con la orina caliente de los alemanes.

El coche dio un bandazo y entre las pestañas pegajosas Don vislumbró un cartel que rezaba «Enköping 42».

En ese momento, los jugos gástricos debieron de diluir el triazolam de los comprimidos de Halcion, porque la siguiente vez que cerró los ojos fue como si alguien hubiera desconectado un interruptor.

Cuando volvió a despertar, le pareció que su cuerpo caía lentamente. Descendió flotando en el aire como una pluma entre las paredes de un túnel. Y cuando finalmente logró separar las pestañas distinguió un destello azul que se filtraba a través de las paredes.

Flotaba como una sombra en medio de la luz cuando de pronto se abrió una enorme cavidad bajo sus pies. A partir de allí, el vacío lo succionó, cada vez con mayor fuerza, hasta que aterrizó en una grieta profunda y polvorienta.

Estaba hundido hasta las rodillas en el polvo. Movió las piernas y el polvo se agitó, propagándose a través de la luz violeta como un abanico de cenizas. Entonces Don dio otro paso adelante y sintió que flotaba, como si fuera ingrávido.

Avanzaba a cámara lenta sobre la polvorienta superficie cuando en el extremo más alejado de la gruta vio el borde de un estanque. De éste emergía una piedra, y encima de la piedra había algo que parecía un fardo. No, un fardo no… Había alguien sentado allí, alguien que ocultaba el rostro tras una cabellera lacia y negra.

Entonces, procedente de la piedra, oyó una voz que creyó reconocer. Era áspera y desagradable, y desde aquella distancia resultaba imposible discernir las palabras. Tenía que llegar hasta aquella piedra. Se metió en el agua helada del estanque y se hundió hasta la cintura. De pronto, unos dedos fríos treparon por su garganta y se cerraron alrededor de la tráquea.

Cuando finalmente alcanzó la piedra, tendió la mano hacia el cabello que cubría el rostro de la mujer. Pero se detuvo antes de tocarlo, porque por alguna razón se puso a pensar en Bube, y recordó que nunca había visto a su abuela llevar el pelo suelto. Y entonces supo, con total certeza, que conocía el significado de cada una de aquellas palabras que, sin embargo, no entendía:

Di nacht kumt. Red tsu der vand, di nacht kumt.

—Cae la noche. Cae la noche y yo hablo con un muro.

—¿Bube? ¿Abuela?

Don estaba casi seguro de que había formulado la pregunta, pero no había oído su propia voz. En ese mismo instante, un resplandor blanco empezó a surgir a través de la lacia cabellera, y cuando miró por encima de la cabeza de la mujer vio que detrás de ésta se alzaba un rectángulo de luz de varios metros de altura.

Loz mir tsu ru, Don. Loz mir tsu ru.

—Déjame en paz.

A él le habría gustado decirle que nunca la abandonaría, pero el hielo en su garganta no soltaba su presa.

S’iz nisht dayn gesheft —dijo la voz aguda. No es asunto tuyo.

Debajo del nudo que sentía en la tráquea se juntaron burbujas de palabras nuevas, pero no lograba que ninguna respuesta se abriera paso a través del hielo. Se había posado como una tapa asfixiante en su garganta.

S’iz nisht dayn gesheft, Don!

En cuanto el grito de Bube se hubo apagado en la gruta, fue como si alguien hubiese soplado con fuerza a través del blanco rectángulo de luz y liberado de su superficie una nube de cenizas resplandecientes.

La nube de polvo voló a través del aire, envolviendo a Bube, que continuaba sentada sobre la piedra, y justo cuando se estrechó en torno a Don, fue como si alguien lo agarrara. Sintió que tiraban de sus brazos hacia atrás y hacia arriba, y que flotaba de nuevo en dirección al túnel.

Cuando volvió la cabeza para averiguar qué lo aferraba con tanta fuerza, vio que las cenizas se unían formando una figura con un rostro de luz. El rostro tenía dos agujeros en lugar de ojos y en su frente había algo negro que giraba a toda velocidad.

Debajo de él, en las profundidades, volvió a oírse la voz aguda:

Don, du kenst mir nisht pishn oyfn rikn meynendik as dos iz bloyz regen!

Ya estaba muy cerca del túnel, pronto saldría de allí.

Don, du kenst mir nisht pishn oyfn rikn meynendik as dos iz bloyz regen!!!

Entonces sintió un dolor agudo justo encima de los ojos. Y cuando miró atrás, hacia el luminoso rostro de cenizas, vio que el punto negro en la frente giraba cada vez más lentamente, y antes de que se extinguiese Don creyó reconocer la forma de la esvástica.

—No hay duda de que nos hemos equivocado de camino.

La voz de la abogada le llegó a través de la oscuridad.

—No lo creo —contestó el del pelo ralo.

Don abrió los ojos y movió el cuello dolorido. Eva iba sentada en el borde del asiento, con la mano apoyada en el respaldo del conductor.

—Para llegar a la Jefatura de Policía deberíais haber seguido hasta Bergsgatan. Ya la hemos pasado de largo.

Du kenst mir nisht pishn oyfn rikn meynendik as dos iz bloyz regen —dijo Don.

Eva Strand se echó hacia atrás y se volvió hacia él.

—Una expresión en yidis —añadió Don.

El hombre del pelo ralo lo miró por el retrovisor.

—No puedes mearme en la espalda y pretender que crea que no es más que agua de lluvia.

—Exijo saber adónde nos dirigimos —afirmó la abogada mirando de nuevo al frente.

Pero no hubo respuesta, sólo el sonido sordo del coche por las calles asfaltadas de Estocolmo.

Don distinguió vagamente una voz metálica que salía de un megáfono cuando pasaron por la escultura luminosa de la plaza Sergel. Debía de tratarse de una manifestación, pensó. Después vio la entrada de los grandes almacenes NK a través de los cristales tintados, las sombras de todas aquellas personas cargadas con bolsas de la compra, camino de casa. La ancha escalinata del teatro Dramaten y luego los barcos en Strandvägen. Tras cruzar el puente Djurgård y seguir en dirección a Skansen, el del pelo ralo dobló de repente a la izquierda por una avenida sinuosa.

Cuando hubieron dejado atrás la alameda de acceso, el coche se detuvo frente a una gran casa de principios del siglo XX con las paredes de madera de chilla oscura. El techo era irregular, con estrechos bajantes de tejas verdes. El zócalo de granito se confundía con el bancal que rodeaba la construcción, produciendo la sensación de que ésta surgía, de modo natural, del mismo subsuelo. A través del cristal trasero del coche, Don vio que dos hombres salían por la puerta de la casa.

Uno de ellos vestía traje oscuro y aparentaba unos sesenta años. El otro era bajito y tenía una cabeza voluminosa que parecía descansar directamente sobre los hombros, lo que le confería cierta similitud con un batracio. Entonces se oyó que destrababan las puertas y el del traje oscuro se adelantó y abrió la del lado de Don. Dijo que se llamaba Reinhard Eberlein, y Don distinguió cierto acento alemán.