12

El interrogatorio

Al principio el centro comercial se había llamado EPA, luego Tempo, ahora Åhléns, y justo antes de que se cerraran las puertas con un suspiro, una mujer embarazada salió empujando un cochecito. Delante de la tienda de bebidas alcohólicas, a unos metros de allí, dos chicas con los ojos pintados con kohl esperaban a que apareciese el camello adecuado. La calle peatonal de Åsgatan era en verdad deprimente.

Si ibas en dirección a la iglesia de Kristine y el adoquinado de Stora Torget llegabas a la zona «elegante» de la ciudad. Pero nada más cruzar la plaza de Fisktorget y la polvorienta Koppargruvan, llegabas a den gruvliga, la horrible, construida sobre capas y más capas de siglos de escoria. Y allí, justo pasado el puente, estaba la comisaría de Falun.

A finales de los años sesenta se habían producido bastantes protestas cuando demolieron la antigua casa de baños para levantar el grotesco edificio de hormigón cuya fachada se curvaba hacia dentro como una media luna. Estaba cubierta de losetas negras y presentaba dos hileras de ventanas insonorizadas cuyas persianas blancas permanecían cerradas para atajar el sol vespertino.

En uno de los extremos de la segunda planta, detrás de aquellas persianas, se encontraba una de las cuatro salas de interrogatorio de la brigada de homicidios. Sobre la mesa, en la penumbra, había una libreta de notas escritas con letra angulosa. Delante de la libreta, alguien había colocado un vetusto magnetófono con la tecla rec apretada. Sin embargo, en aquel momento no registraba nada, aparte del susurro del sistema de ventilación y el monótono parpadeo de un fluorescente del techo.

Sentado en una silla negra había un hombre encorvado. Vestía americana de pana y, detrás de unas gafas Ray-Ban, tenía los ojos inyectados en sangre. Frente a él, al otro lado de la mesa, se hallaba un huraño y acatarrado policía de Falun con mostacho. Llevaban así varias horas.

Por fin, el del mostacho se enderezó en la silla, dispuesto a hacer un nuevo intento.

—Bien, volvamos a empezar desde el principio. ¿Qué hacía en la casa de Erik Hall ayer por la noche?

Esta vez, Don ni siquiera hizo el amago de intentar responder. Aquel policía era, sin lugar a dudas, lo que Bube habría llamado un shmendrik, un idiota redomado, y por mucho que se esforzara en explicarle la situación, parecía imposible hacérselo entender.

El interrogatorio empezó en cuanto la policía llegó al lugar de los hechos. Es posible que al principio se hubiera expresado de manera balbuceante, teniendo en cuenta la cantidad de fármacos que había consumido, pero ya había repetido su versión de lo ocurrido tantas veces que el único motivo para seguir preguntando debía de ser que no les gustaba lo que oían.

—Espero que no esté a punto de dormirse —dijo Mostacho.

Don se quitó las gafas y empezó a limpiarlas meticulosamente con su pañuelo.

Ya le había explicado que Hall lo había invitado para que examinase la cruz que, según él, había encontrado en la mina anegada. Lo confirmaba el listado de llamadas de las últimas semanas, con el que parecían haberse obsesionado. Además, había reconocido haber bebido un poco de vino en la cocina de la casa, lo que explicaba la presencia de sus huellas dactilares en una copa, e implicaba que había entrado en la propiedad sin permiso… Pero ¿algo de eso era motivo suficiente para retenerlo allí tantas horas?

Don volvió a colocarse las gafas, parpadeó e hizo una mueca para ajustárselas sobre el puente de la nariz.

—¿Debo entender que se niega a contestar? —prosiguió Mostacho mientras anotaba algo en su libreta.

Se hizo de nuevo el silencio, sólo roto por la ventilación susurrante, los chasquidos del techo, y al final Don se hartó:

—Bien, ¿podría explicarme de una vez por qué estoy aquí?

El agente levantó la vista de su libreta.

—Mejor dicho —precisó Don, y clavó la mirada en una mancha de grasa en el raído uniforme del policía—, ¿podría explicarme por qué todavía estoy aquí?

Mostacho golpeó la mesa con el lápiz con ademán autoritario.

—Porque nos llamó para informar de un asesinato.

Don le dio una patada a la mesa, pero el policía continuó con voz gangosa:

—Hasta ahí, todo correcto. Pero, cuando llegamos, usted estaba sentado con las manos ensangrentadas…

—Ya les he dicho que soy médico y que intentaba examinar las lesiones…

—Y con un bolso lleno de estupefacientes y sedantes. Apestaba a vino, igual que el cadáver, y parecía completamente ido. Sobre la mesa de la cocina había dos copas, y cuando cotejamos las huellas dactilares descubrimos que había estado fisgando por toda la casa.

—Yo no…

—Cuando luego solicitamos un listado de llamadas descubrimos que Hall lo había telefoneado varias veces durante las últimas semanas y que habían mantenido largas conversaciones. En su ordenador encontramos anotaciones acerca de esa cruz, y del sumo interés que usted manifestó por saber más cosas acerca de ella. Y, sin embargo, cuando registramos la casa no encontramos ninguna cruz… Así que, ¿a usted qué le parece?

Al no recibir respuesta, Mostacho soltó un resoplido. Después hizo una pausa y se sonó la nariz. Luego, bajo la luz parpadeante del fluorescente, se limpió meticulosamente los restos de moco de los bigotes. Shmendrik.

Don hizo memoria y volvió a encontrarse sobre la hierba húmeda al lado del cadáver de Hall y mirando hacia los blancos nenúfares del lago.

Después de llamar a la policía había tenido tiempo de sobra para borrar de sus manos cualquier rastro de sangre y masa encefálica. Pero durante la larga espera no había tenido fuerzas para moverse, sino que había permanecido sentado, terriblemente confuso, junto a la cabeza destrozada de Hall. Ni siquiera cuando oyó las sirenas de la policía en el camino fue capaz de ponerse en pie.

Cuando más tarde vio todas aquellas sombras acercarse a la carrera desde la linde del bosque, lo único que pensó fue que por fin podría descansar. Sin embargo, un par de fuertes brazos se lo habían llevado a rastras hasta un coche patrulla aparcado frente a la casa. Una vez allí, alguien lo había obligado a agachar la cabeza y meterse en el asiento trasero del coche, momento en que vio al policía del mostacho por primera vez. Cuando comprendió que nadie estaba dispuesto a escuchar sus explicaciones sino que sólo querían hacerle nuevas preguntas, Don se había abstraído de todo y había dejado que sus cansados ojos siguieran la sinuosa carretera hacia Falun.

Ya en la comisaría, lo habían conducido por un largo pasillo hasta un habitáculo donde sólo había un camastro con un colchón de gomaespuma. La puerta carecía de tirador por la parte de dentro, y Don comprendió que lo habían encerrado en una celda. Se echó sobre el camastro e intentó dormir, pero, cuando por fin consiguió relajarse, se presentó Mostacho, acompañado de un colega. Entre los dos lo condujeron por unas escaleras hasta la sala de interrogatorios donde en ese momento se hallaba.

Al principio se habían turnado para hacer las preguntas, pero durante la última hora parecía que el colega había empezado a rendirse. Tras disculparse, había ido por café. Mostacho, sin embargo, seguía sin darle tregua.

—Entonces, ¿qué hacía en casa de Erik Hall ayer por la noche, además de atiborrarse de pastillas? —se obstinó, y recogió del suelo la ajada cartera de Don. La puso sobre la mesa y, sin dejar de mirarlo, empezó a sacar frascos—. Veamos qué tenemos aquí… —Alineó los frascos y empezó a recitar—: Stesolid, Rohipnol, un frasco sin etiqueta…

—Ya he dicho que… —Don sintió que le faltaba el aire y que se le pegaba la lengua al paladar. Finalmente, con gran esfuerzo, consiguió articular—: Ya he dicho que soy médico.

—Nitrazepam, Ketogan —prosiguió Mostacho—, otro medicamento sin etiqueta, y luego, a ver: Oramorph, Xanax, Haloperidol, Modiodal, algo escrito en caracteres rusos, Fentanyl…

—Tengo derecho a prescribirme medicinas.

—Spasmomen, Ritalin, Nozinan, Dormicum, Subutex…

—Podéis llamar a la Dirección General de Salud Pública y…

—Valium, Oxazepam, Mogadon, más Steolid, otro frasco sin etiqueta… Efedrin…

Al final el policía le dio la vuelta a la cartera y un montón de ampollas sueltas cayeron sobre la mesa, seguidas de jeringuillas desechables y una tira de goma con un pasador.

Luego apagó la grabadora y dejó que el silencio se instalara en la estancia antes de decir:

—¿Sabe? Tarde o temprano encontraremos los restos de la botella con que le destrozó la cabeza a Erik Hall.

Don intentó evitar mirar la colección de fármacos que tenía delante y se hincó las uñas en las palmas para reprimir cualquier movimiento de las manos hacia el Mogadon.

El corazón parecía a punto de salírsele del pecho. ¿Cómo era posible que ese estúpido policía, ese jene tsemishung, no se diese cuenta de lo mucho que le costaba respirar? Tenía que librarse del recuerdo de la sien destrozada de Hall, del ojo fuera de su órbita, de la hierba manchada de sangre seca.

Don miró al policía, quien a esas alturas seguramente ya casi se había olvidado del muerto y pronto necesitaría una fotografía para recordar su aspecto. Para él, conciliar el sueño no sería ningún problema.

Llamaron a la puerta.

Cuando se abrió, Don aspiró agradecido el aire colmado de oxígeno que se coló. Era el otro policía, que al cabo de media hora volvía con dos tazas de café humeantes.

Pero entonces Don vio que había alguien más en el pasillo. Una mujer con un abrigo beige y una rubia melena recogida en un moño alto. Era difícil determinar su edad, pero Don calculó unos cuarenta y cinco años. Las arrugas a los lados de la boca indicaban que el tiempo había dejado su rastro.

El policía depositó el café sobre la mesa. Mostacho cogió su taza, bebió un largo sorbo y después se volvió con expresión inquisitiva hacia la mujer, que permanecía en el pasillo.

El colega se aclaró la garganta y dijo:

—Es la abogada Eva Strand. Dice que la han enviado del bufete Afzelius de Borlänge.

Le hizo una seña de que entrase. Ella avanzó un par de pasos y se detuvo en el umbral. El policía posó una mano en el hombro de Mostacho.

—La fiscal pronto tomará una decisión —dijo—, de modo que da igual que Titelman tenga una abogada, ¿no crees?

Mostacho no respondió y siguió sorbiendo el café.

—A no ser que prefieras a otro —añadió su colega, y pasaron unos segundos hasta que Don comprendió que la frase iba dirigida a él.

—¿A otro?

—A otro abogado para que te defienda.

Don negó con la cabeza. Seguía costándole entender cómo había acabado allí. La mujer se acercó a la mesa, apoyó las manos en el respaldo de una silla y se volvió hacia Mostacho.

—¿Me permite?

Él masculló algo ininteligible, pero ella tomó asiento a pesar de todo. Acto seguido tendió la mano hacia Don y dijo:

—Hola. Me llamo Eva Strand y soy abogada.

Don le estrechó la mano.

—Oímos la noticia del asesinato en la radio —prosiguió ella—, y que ya habían detenido a alguien en relación con el caso. Entonces, ¿usted es Don Titelman?

Él asintió con la cabeza, sin soltar la cálida mano de la abogada, que añadió:

—Por lo que tengo entendido, señor Titelman, lleva toda la mañana sentado aquí contestando preguntas. No le han permitido hacer ninguna llamada telefónica, no le han dado comida, ni café, nada…

Puesto que Don no tenía fuerzas para contestar, ella se volvió hacia Mostacho y preguntó:

—¿Es así?

—Sí, pero…

—Lo más adecuado sería que le sirvieran el desayuno.

Mostacho no se movió, pero, al comprender que ella hablaba en serio, se puso de pie, vacilante.

—¿Y todo esto? —preguntó la abogada, mirando los medicamentos que cubrían la mesa.

Mostacho pareció recuperar parte de su seguridad.

—Bueno, échele usted misma un vistazo —dijo—. Subutex, un sustituto de la heroína. El resto, Rohipnol, Valium y tal. —Señaló los frascos—. Aquí hay un producto ruso, y aquí tres sin etiqueta. Esto es Spasmomen, con codeína, y el resto estupefacientes, como puede ver.

—¿Hay alguna receta para el Subutex?

—Sí, supongo que alguna habrá en la cartera. Pero…

—¿Y para el Spasmomen?

Mostacho asintió a regañadientes con la cabeza.

—En tal caso, sugiero que se disculpen con el señor Titelman y le devuelvan todos los medicamentos de los que haya receta. En cuanto a los demás, exijo que se levante acta conforme han sido confiscados. Ya nos ocuparemos del asunto en cuanto pasemos por el juzgado.

Don seguía sosteniendo la mano de la abogada; de pronto tuvo la certeza de que nunca la soltaría.

El del mostacho empezó a devolver los medicamentos a la cartera a regañadientes y luego se la tendió a Don por encima de la mesa.

—Habíamos hablado de un desayuno —dijo la abogada.

Con un hondo suspiro, Mostacho se acercó a su colega, que estaba junto a la puerta. Una vez allí se volvió.

—¿Ha dicho que se llamaba Eva Strand?

La abogada asintió levemente con la cabeza, sin apartar la migada de Don.

—¿Del bufete Afzelius de Borlänge?

Ella volvió a asentir.

—¿Es nueva en esto?

—Bueno, yo no diría que nueva. Llevó con ellos desde el verano, cuando me mudé aquí. Antes trabajé trece años como penalista en Estocolmo. ¿Por qué?

—Él sólo quería decir que es poco frecuente que veamos caras nuevas por aquí —intervino el colega, conciliador.

—Siempre estamos dispuestos a colaborar —apuntó Mostacho.

—¿Sí? —dijo Eva Strand.

—Sí, eso es todo, supongo. Bienvenida.

Mostacho se marchó y el otro miró a la abogada con una sonrisa.

—Ha sido una noche muy larga —dijo.

—Lo comprendo. También para mi cliente. Y ahora, ¿podrían dejarnos a solas un rato?

Don no soltó la mano de la abogada hasta que el agente hubo cerrado la puerta tras de sí.

Eva Strand se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de la silla. Debajo llevaba una chaqueta de tweed con hombreras y una blusa de color óxido abotonada hasta arriba. A Don le recordó ligeramente a una Ingrid Bergman rubia, de rostro anguloso y vestida como si acabase de salir de una película de los años cuarenta. Intemporal, ésa era, tal vez, la palabra adecuada.

Eva Strand tenía ojos azules y ligeramente transparentes, y de no haber sido porque Don había tenido la impresión contraria mientras sostenía su mano, habría dicho que su mirada era fría. Por fin volvió la mirada hacia su cartera y, tras hurgar a conciencia, consiguió sacar unas pastillas azul claro, ovaladas y estriadas: 6 mg de Alprazolam. Se las tragó con un sorbo del café ya medio tibio.

—Bien —empezó la abogada—, creo que ha llegado el momento de que me explique qué ha pasado.

Don empezó desde el principio: el encuentro en el estudio de televisión, las llamadas de Erik Hall a horas intempestivas de la noche y su insistencia en que fuera a Falun para echarle un vistazo a la extraña cruz ansada. Le habló largo y tendido acerca de sus investigaciones y se ocupó de aclarar que, en realidad, no le gustaban los objetos misteriosos y que el viaje a Dalarna había sido fruto de una decisión bastante fortuita. Mencionó brevemente lo de la moto que había salido a toda velocidad del lugar y, hasta que llegó al momento en que entró en la casa de Hall, la abogada no lo interrumpió.

—O sea, que la puerta no estaba cerrada con llave.

Don negó con la cabeza.

—Y entonces usted aprovechó para entrar.

—Pues sí; al fin y al cabo, fue él quien insistió en que fuera.

Ella anotó algo y con un gesto de la mano le indicó que continuara. Repasaron el momento en que había bebido el vino y por qué, así como su recorrido por la casa.

—¿Encontró algo?

Don parpadeó.

—¿Por qué iba a encontrar nada?

—Porque fue hasta allí para examinar una cruz.

—¿Cómo iba yo a saber dónde había metido Erik Hall su maldita cruz? —replicó Don, de pronto irritado.

—A lo mejor se lo dijo por teléfono.

—Pues no, no estuve buscándola, si es eso lo que pretende decir.

—Yo no pretendo decir nada —contestó Eva Strand con una sonrisa—. Pero, por lo que tengo entendido, la policía está preocupada porque la cruz ha desaparecido.

Don se toqueteaba el forro de la americana por debajo de la mesa.

—Sí, la policía estuvo revisando mi ropa, y por lo tanto les va a costar mucho acusarme de haber robado algo.

—¿Lo hizo?

—¿El qué?

—Robar algo.

La postal seguía en su bolsillo, apenas se notaba a través de la americana.

—No, ya se lo he dicho. Todo esto es un enorme malentendido.

—Muy bien.

Don suspiró y le explicó que si habían encontrado sangre en sus manos se debía a que, instintivamente, había tratado de ayudar a Erik Hall. Cuando finalmente se calló, Eva Strand trazó una raya al final de sus anotaciones y pasó las páginas hacia atrás mientras reflexionaba en voz alta.

—Si he entendido bien, entró sin permiso en la casa de Hall y, cuando la policía llegó al lugar de los hechos, la sangre que encontraron en sus manos era de la víctima y usted estaba bajo los efectos de estupefacientes.

—Estupefacientes, yo…

—Sus huellas dactilares están por toda la casa, y afirma haber oído una motocicleta, una BMW Endurance Racer si no he entendido mal, que abandonaba el lugar justo cuando usted llegaba, pero no tiene ninguna prueba de ello. Además, consume psicofármacos en una cantidad lo bastante importante para calificarlo de drogodependiente. —Hizo una breve pausa, dejó la libreta sobre la mesa y añadió—: Bueno, así al menos sabemos a qué nos enfrentamos.

Dirigió la mirada hacia la ventana cerrada y la apartó en cuanto se encontró con su propio reflejo. Sin embargo, tenía un rostro que valía la pena contemplar, pensó Don al hundir el suyo entre las manos.

—Entonces, ¿qué hacemos a partir de ahora? —dijo finalmente.

—¿Hay algo más que yo debería saber?

Don la observó entre los dedos.

—Pues yo…

—¿Sí?

—La verdad es que tengo una condena anterior.

—Vaya.

—Pero fue por un delito menor. Me dieron la condicional. A causa de una manifestación de neonazis que… —Su voz se apagó.

Ella le cogió las manos y se las apartó de la cara.

—Escuche, Don. La verdad es que eso podemos dejarlo para más tarde. ¿Hay alguien que debería saber que está aquí?

Don pensó en su hermana, pero luego negó con la cabeza. Entonces notó, por la pesadez de los párpados, que el Alprazolam por fin empezaba a surtir efecto. Una leve somnolencia se apoderó de él y un suave sosiego inundó su pecho. Pronto el cansancio lo hizo inclinarse y apoyar la mejilla sobre la mesa.

Su respiración se fue lentificando, y Eva Strand lo cogió de la mano.

Permanecieron así hasta que de pronto llamaron a la puerta. Cuando Don abrió los ojos vio que Mostacho y su colega volvían a estar allí.

—¿Sí? —dijo Eva Strand.

El colega parecía algo cohibido.

—Bueno, acabamos de hablar con la fiscal y dice que ha recibido una llamada desde Estocolmo.

—¿De veras?

—A ver, ésta no es manera de… —intervino Mostacho.

—Lo siento —prosiguió el colega—, pero habrá que trasladar al detenido.

—¿Trasladarlo? —repitió Eva Strand.

Don se incorporó fatigosamente sobre los codos, con la espalda encorvada y el pelo alborotado. Seguía costándole comprender que aquella conversación se refiriese a él.

—Y por lo visto hay que darse prisa —apuntó Mostacho—. Ya se han presentado unos compañeros que se harán cargo del traslado.

—¿De la Brigada de Investigación Criminal estatal?

Mostacho enarcó las cejas.

—¡Qué dice, señora! —bufó—. ¡Sólo faltaría que la estatal se entrometiese en un caso de asesinato que compete a la policía local!

El colega se acercó a Eva Strand y le mostró la resolución de la fiscal.

—A lo mejor su cliente tiene alguna explicación que darnos. —Miró a Don y añadió—: Son dos tipos del Säpo, el servicio secreto.