Don Titelman
Don acababa de conseguir detener su Renault abruptamente delante de la casa de Erik Hall cuando el rugido de una moto desgarró la noche. Por el retrovisor vio el faro rojo revolotear por encima del asfalto hasta desaparecer en la oscuridad, en dirección sur.
Bajó la mirada hacia el plástico agrietado de la palanca de cambios de aquel montón de chatarra con ruedas y tiró del freno de mano envuelto en esparadrapo. Luego empezó a pelearse con la manilla interior de la portezuela y, tras varios intentos, consiguió arrancarle un clic y abrirla.
Mientras tanto, el estruendo de la motocicleta se había apagado hasta convertirse en un lejano rumor, pero Don siempre había tenido una gran sensibilidad para los ruidos. Y lo que en ese instante oyó era un motor de gran cilindrada. Uno de cuatro tiempos y dos cilindros que debía de superar los 250 kilómetros por hora. Una moto fabricada por alemanes. Una BMW.
Sacó con esfuerzo las delgadas piernas del coche y las estiró para desentumecerlas mientras intentaba pensar en otra cosa, pero su maquinaria interior ya se había puesto en marcha.
Bayerische Motoren Werke. La empresa que había fabricado el primer motor a turbina operativo. El 18 de julio de 1942 fue instalado en un Messerschmitt ME 262. El primer vuelo de prueba se realizó en Niedersachsen en 1944, y al año siguiente fue empleado en el último y desesperado intento por salvar el corazón mismo de la enfermedad: Stuttgart, Ulm, Munich, Innsbruck, Salzburgo. La última arma superior junto con los cohetes V2. Era…
Golpeó el marco de la puerta con la muñeca y el repentino dolor detuvo en seco el flujo de recuerdos. Se apeó y cerró la ruinosa puerta. Se sacudió los desconchones de óxido de la mano y miró hacia la verja que rodeaba la casa de Erik Hall.
No sabía cómo sería la vivienda del buceador, pero desde luego no había contado con que estuviera completamente a oscuras. Al fin y al cabo eran las… Pues sí, las once de la noche, y el porche acristalado sólo estaba iluminado por la luna. No era posible que Hall ya estuviera durmiendo. Muchas de las llamadas que éste le había hecho durante las últimas semanas habían sido de noche, para despertarlo con alguna nueva y absurda teoría acerca de aquella extraña cruz.
En todo caso, podía llamar a la puerta. Llamar sin avisar antes, como solía hacer la gente en el campo, pensó Don.
Al acercarse a la verja se dijo que alguien había puesto mucho amor en aquella casa, eso saltaba a la vista, a pesar de la oscuridad. Don retiró la aldabilla, empujó y la verja se abrió crujiendo contra la gravilla.
Ahora que la motocicleta había desaparecido sólo se oía un apacible susurro y desde un canalón caían las gotas de lluvia en un bidón. Don se había encontrado con la tormenta de camino a la casa, pero por allí parecía que había pasado hacía un buen rato, y para ser de noche hacía mucho calor.
Avanzó por el sendero iluminado por la luna y vislumbró su propio reflejo en los ventanales del porche acristalado. Subió los escalones y llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Apoyó la frente contra la puerta de cristal y echó un vistazo al interior.
En la penumbra distinguió un par de botas y un poco más allá, delante de un antiguo reloj de pie, dos sillones de mimbre con cojines bordados y unos viejos zuecos. En un perchero, el buceador había colgado una cazadora con una especie de logotipo naranja y un jersey azul. Al lado mismo de la puerta que parecía conducir a una especie de distribuidor colgaba un póster con las flores silvestres que eran el símbolo de Suecia y frente al nomeolvides de Dalsland había un paragüero vacío.
Volvió a llamar a la puerta, esta vez sin preocuparse por ser discreto, sino con energía, para que Hall pudiera oírlo dondequiera que estuviese. Sin embargo, por toda respuesta oyó el susurro del viento entre las hojas y el goteo en el rebosante bidón.
Casi se había rendido cuando por puro instinto probó con el tirador. La puerta se abrió con un chirrido. Don permaneció un instante en el vano, vacilante, pero por fin entró en el porche acristalado, que olía a vino tinto y cera quemada.
—¿Hay alguien en casa?
El apagado tictac del reloj de pie.
—¿Hola?
Don titubeó un momento en medio de la oscuridad.
Entonces pensó que había viajado desde muy lejos como para desistir, y llamó a la puerta interior. De nuevo el silencio, aparte del compás regular del viejo reloj de péndulo.
Entró y siguió llamando a voces mientras atravesaba un salón con sillones tapizados en terciopelo rosa. Llegó a un pequeño distribuidor en el que había una puerta azul. La abrió y se encontró ante una estancia con vistas a la parte trasera de la casa. Se volvió y vislumbró una nueva puerta, que resultó conducir a la cocina. En ésta brillaba el piloto naranja de una cafetera encendida. Así pues, Hall no podía estar muy lejos.
Sobre la mesa había dos copas, velas y un par de botellas de vino. Cuando Don consiguió encender la lámpara de porcelana observó que una botella estaba medio llena. De pronto el corazón le dio un brinco al divisar una figura larga y estrecha en la ventana. Hasta que movió una mano no se dio cuenta de que aquella figura era él mismo.
Siempre había tenido aquella nariz aguileña, una verdadera jiddische nuz, que sobresalía de su rostro como un perchero roto. Las gafas Ray-Ban las había comprado hacía unos años, cuando la vista empezó a fallarle, y eso fue más o menos cuando su cabello comenzó a encanecer y ralear. Desde la adolescencia, siempre había caminado un poco encorvado, pero no recordaba cuándo se había quedado tan delgado ni la piel de sus manos se había vuelto tan amarillenta. La americana de pana no ayudaba, sino que hacía más evidente el arco que dibujaban sus hombros, hacia delante, y lo único de lo que tal vez podía haberse sentido satisfecho, sus nuevas botas Dr. Martens, ni siquiera aparecían en su reflejo en la ventana.
Entonces oyó un ruido y se le aceleró el corazón. Enseguida reparó en que se trataba del motor de la nevera, que se había puesto en marcha. Los latidos de su corazón se convirtieron en aquel revoloteo debajo del esternón que últimamente se había tornado tan habitual. Una agitación acelerada a la que pronto la seguiría una sequedad de boca y cierta dificultad para tragar.
Hurgó en la cartera que llevaba al hombro y sacó un paquete de Ravotril ruso. Lo había comprado recientemente, y sería la primera prueba con esas tabletas, pero servirían. Sacó seis comprimidos de 2 mg, se los puso sobre la lengua e intentó tragarlos. La botella de vino. Se volvió hacia la mesa y se sirvió una copa.
Aquel tinto tenía un ligero sabor ferroso, y mientras bebía Don pensó que eso no era precisamente lo que se esperaba que hiciera una chushever mentsh, una persona respetable, como decía Bube. Aunque tampoco había sido exactamente una buena idea desplazarse hasta la casa de Erik Hall, a las afueras de Falun.
Dejó la copa sobre la mesa y oyó el tictac del reloj. En su reloj de pulsera comprobó que faltaba media hora para la medianoche. Tal vez podía esperar treinta minutos más a que apareciera Hall, siempre y cuando consiguiera algo con que iluminarse.
En el distribuidor no encontró ninguna lámpara, pero en el salón había un viejo interruptor de baquelita. La luz incandescente hizo brillar la hilera de ventanas, y al mirar hacia el extremo de la estancia vio una figura sin cabeza y sin pies. Colgaba de una percha enganchada de una puerta entreabierta.
Se acercó y palpó el tejido del traje de submarinista. Su tacto era como de plástico, y Don se preguntó qué clase de personas eran las que se internaban por propia voluntad en un laberinto a más de cien metros de profundidad. Entonces advirtió que la puerta se abría lentamente.
Vio una cama y le pareció que había alguien en ella, pero no era más que el revoltijo de un edredón. Sin embargo, todo parecía indicar que Hall tenía que hallarse en algún lugar cerca de allí. Además, en esa habitación había un ordenador encendido cuya pantalla mostraba el artículo del diario local en que se mencionaba la cruz ansada. El suelo estaba cubierto de periódicos y revistas en las que aparecían mujeres con las piernas abiertas, así como de ropa, tazas y vasos sucios. Aquel lugar era ein chazershtal, una auténtica pocilga.
Don estaba a punto de cerrar la puerta cuando su mirada topó con algo que no acababa de encajar allí.
Sobre la mesilla de noche, detrás de una botella de ginebra, había una fotografía sepia apoyada contra la pared. Representaba una especie de… iglesia.
Se acercó, cogió la foto y se la llevó a la estancia contigua. Una vez allí descubrió que no era una simple iglesia, sino más bien una catedral. El edificio tenía tres naves y presentaba una serie de cruces griegas en lo alto de la fachada. Encima de la puerta lateral, que estaba cerrada, había un rosetón flanqueado por dos altas agujas. Un lado de la fotografía estaba descolorido, y en la plaza adoquinada delante de la catedral se adivinaban tres figuras borrosas y pequeñas, como de niños. Don supuso que pasaban casualmente por allí en el momento de hacer la foto, que tenía todo el aspecto de ser muy antigua.
Era extraordinariamente rígida, y al volverla se dio cuenta de que se trataba de una postal. Faltaba el sello y no había anotado ningún destinatario, pero en la esquina superior izquierda se leía impreso: «La Cathédrale Saint Martin d’Ypres».
Donde debería haber habido un saludo aparecía la huella de unos labios, como si alguien hubiera besado la postal con los labios pintados. Y sobre la marca del beso aparecía escrito en tinta azul con una bonita letra:
la bouche de mon amour Camille Malraux
le 22 avril
l’homme vindicatif
l’immensité de son désir
les suprêmes adieux
1913
Don volvió de nuevo la tarjeta y contempló la fotografía una vez más. La catedral de Ypres, un año antes de la Primera Guerra Mundial. Un par de frases sueltas en francés, escritas el 22 de abril de 1913 a una mujer amada. Parecía un poema.
De pronto se oyó un ruido procedente del porche acristalado. Don supuso que era Hall de vuelta en casa, pero entonces sonó el primero de los doce repiques del reloj de pie. Se dio un leve golpe en la palma de mano con la postal, aguardó a que los repiques acabaran y decidió que ya había esperado lo suficiente.
Cuando apagó la luz del salón volvió a ver el cielo estrellado al otro lado de las ventanas. Vio unas sábanas tendidas en dos cuerdas y, más allá, distinguió una pendiente cubierta de árboles.
Los comprimidos que había tomado no parecían haber surtido el efecto deseado, y lo que Don hubiera querido hacer en ese momento era sentarse en un sillón y descansar. Pero era mejor esperar en el coche, pues Hall podría aparecer por allí más tarde y no estaría bien que lo encontrase repantigado en el salón de su casa.
Cuando regresaba por el sendero en dirección a la verja, Don reparó en que su mano seguía sosteniendo la postal. Se la metió en el bolsillo roto de su americana, donde se deslizó hasta dar con la costura del fondo del forro. Al principio maldijo su despiste, pero luego decidió que permanecería allí hasta que Erik Hall se presentase.
Una vez en el coche, reclinó el asiento todo lo que pudo y se quedó allí con los ojos cerrados, pensando en la postal. Entonces advirtió que los comprimidos empezaban a sentarle mal. Volvió a abrir los ojos y vio que el volante había adoptado una forma extrañamente ovalada y que, a pesar de la corta distancia que lo separaba de la puerta del coche, le resultaba difícil dar con ella para abrirla y permitir que entrase un poco de aire fresco.
Se sentía los dedos blandos como miga de pan cuando finalmente consiguió alcanzar la manilla, y tuvo que apoyar todo su peso contra la puerta para lograr abrirla y apearse. Al salir al aire cálido de la noche, se echó en el suelo y permaneció un rato resollando. Luego sintió como si las piernas se le llenaran de burbujas efervescentes y se vio obligado a moverse. Se incorporó con esfuerzo y de pronto se vio andando.
Debió de pasar un buen rato dando vueltas y tambaleándose cuando descubrió que se encontraba detrás de la casa. Enfrente de él, la luz de la luna le reveló el principio de un sendero. Serpenteaba a través de la noche, aunque ¿era «serpenteaba» la palabra adecuada para describirlo? Hurgó en su cartera en busca de algo que le proporcionara claridad mientras sus piernas efervescentes seguían alejándolo de la casa como si tuviesen vida propia.
A medida que Don avanzaba, el bosque de pinos se estrechaba, ciñéndose hasta formar casi una gruta. Cuando por fin consiguió sacar los comprimidos de la cartera, uno se le cayó al suelo y, por mucho que removió la tierra con los dedos, no pudo dar con él. Además, se había agachado, ¿y cómo iba ahora a incorporarse encontrándose en aquel estado?
Sentía una opresión terrible en el pecho y su respiración sonaba peligrosamente superficial, jadeante y débil. Desesperado, sacó una caja de la cartera, la abrió en medio de la oscuridad, se tragó algo sin tener la menor idea de lo que era y al instante su mirada se nubló.
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Cuando volvió a abrir los ojos, Don estaba echado en el sendero, mirando el cielo. Le pareció que había perdido su color por completo. ¿Acaso no era negro hacía un rato? Ahora parecía haber pasado a un gris claro, ¿o acaso a un azul pálido? ¿Era posible que ya estuviese amaneciendo? De ser así, qué suerte que Hall no lo hubiera encontrado.
Se incorporó y miró alrededor.
Sí, era de día. En algún lugar cantaba un mirlo y al final del sendero se veían destellos como de agua. Había una especie de muelle en forma de T y a un lado de éste la superficie del agua aparecía cubierta de una espesa capa de hojas verdes y rosas blancas. Al final del muelle distinguió una camisa rosada.
De pronto se le ocurrió que tal vez Hall se había ahogado, que eso explicaría que la puerta de la casa estuviera abierta cuando llegó. Entonces vio a alguien echado en el suelo cerca de la linde del bosque. Parecía dormido.
El rocío resplandecía alrededor de Hall, porque ¿quién si no él podía yacer desnudo en la hierba? Sin embargo, al lado de la cabeza el suelo no brillaba, sino que se veía oscuro y fangoso. Era como si Erik Hall se hubiera echado a descansar con el rostro metido en un charco de color óxido.
Don avanzó unos pasos hacia el cuerpo. Aunque apenas había amanecido, el sol brillaba intensamente. Ya nada se movía ni se curvaba de una manera extraña. No obstante, aquello tenía que ser una alucinación, pensó, pues a Hall parecía faltarle un buen pedazo de cara, concretamente desde la sien hasta la nariz.
Faltaba un ojo, o tal vez estuviera allí, entre el barro. Resultaba difícil de determinar, pues desde los rizos de la frente hasta el cuello el rostro estaba cubierto de algo que parecía una boñiga de sangre coagulada.
Don hubiera querido detenerse, pero sus piernas siguieron avanzando, y cuando llegó al lado del cuerpo se dejó caer de rodillas. Sus manos, las manos de un médico, querían hacer algo, pero cuando tocó aquella masa sanguinolenta se le revolvió el estómago y a punto estuvo de vomitar.
El pulso volvió a acelerarse, desbocado, y Don buscó torpemente entre los medicamentos que llevaba en la cartera. Lo primero que encontró fue un objeto rectangular de plástico. Lo sacó, lo miró y descubrió que era un teléfono móvil. Lo encendió; tenía poca batería. Mientras contenía las ganas de devolver, sus dedos pulsaron las teclas: uno, uno, dos.