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E4, en dirección norte

Shaynkayt, belleza.

Era lo único que podía pensar de las vistas sobre Vättern. Al norte de la isla de Visingsö los cirrocúmulos se extendían en lo alto, pero hacia el sur el cielo todavía estaba despejado y una suave luz vespertina reverberaba sobre la superficie del lago, abajo.

Pero era a shande, una pena, que el cristal de la ventana junto a la que se hallaba sentado Don estuviera tan sucio y que el tufo a comida infantil recalentada, como salchichas y albóndigas, se mezclara con el aroma de su café. Sin embargo, era algo con lo que había que contar si decidías dejar la autopista para meterte en un restaurante de carretera, pues al fin y al cabo la vida era a tsore, un sufrimiento, como habría dicho Bube.

Don había abierto el Dalakuriren sobre la mesa por el artículo sobre Erik Hall. Miró de reojo la fotografía de éste. No era especialmente favorecedora.

Unas semanas atrás, tras una breve charla en la sala de maquillaje del estudio de televisión, Hall lo había llamado un sinfín de veces para recordarle lo que había hallado en el pozo de la mina e invitarlo a su casa en Falun. Había telefoneado en mitad de la noche y al parecer no había manera, al menos civilizada, de conseguir que desistiera.

Sin embargo, ahora el Dalakuriren publicaba un artículo acerca del secreto del buceador, haciendo partícipes del mismo a decenas de miles de suscriptores. A su vez, el autor del artículo no parecía darle demasiada credibilidad al peculiar relato de Hall sobre la cruz ansada que había encontrado. Sonaba a invención barata de alguien que quería hacerse el interesante: inverosímil, extemporánea.

Por la mañana, Hall había llamado a Don a su casa y había sonado muy desanimado. Las cosas no habían resultado como él esperaba y, por mucho que ese periodista dijera o insinuase, el relato de la cruz ansada era real.

Además, en la mina había encontrado otra cosa, un documento de difícil interpretación con el que Don a lo mejor quería echarle una mano. Por tanto, una vez más, ¿cuándo creía el científico de Lund que podía acercarse a su casa? Don había contestado con vaguedad y había colgado.

Sin embargo, más tarde, en un repentino arranque de energía, había decidido que, a pesar de todo, se acercaría a Falun aunque sólo fuera para que aquel buceador dejase de llamarlo.

Había colgado el habitual papel en la puerta de su despacho en la Universidad de Lund comunicando a sus pesados alumnos, con su letra ilegible, que estaría «temporalmente ausente». Y debajo, si acaso alguien lograba, contra todo pronóstico, descifrarlo, el número de un móvil que siempre permanecía apagado. Luego se había subido a su Renault, que tenía aparcado delante del departamento de Historia y, por arte de magia, había conseguido ponerlo en marcha.

Don apartó la mirada del artículo, dejó lentamente la taza de café sobre la mesa y se volvió hacia la ventana mugrienta con la esperanza de abstraerse de nuevo en las vistas sobre Vättern y Visingsö. Sin embargo, los pensamientos acerca de la cruz ansada ya habían propiciado que los recuerdos lo invadiesen una vez más, y no hubo manera de contenerlos.

Anj, la crux ansata, la cruz original, símbolo del planeta Venus. Un jeroglífico que podía representar la vitalidad, el agua y el aire, la inmortalidad y el universo. Aunque eso, por cierto, no eran más que teorías; ni siquiera los egiptólogos conocían el verdadero significado de la cruz ansada.

De acuerdo con una teoría, la cruz representaría el útero de la mujer; otra sostenía que reproducía la forma originaria de Egipto: la línea vertical era el Nilo, y el óvalo, su delta. Alguien, con un sentido más práctico de las cosas, había propuesto que sencillamente imitaba la forma de una sandalia.

Por otro lado, si había que creer a la orden de la Rosa Cruz, el símbolo podía ser utilizado por los iniciados como una llave para abrir las puertas de entrada al interior de la Tierra. Pero ¿quién creía a los rosacruces? Por desgracia, la respuesta era: un número sorprendente de los estudiantes que asistían a los seminarios de mitología comparada que dictaba Don. Y para ellos no sólo eran tentadores los misterios de los rosacruces. ¿Por qué no la Atlántida o el ovni de Roswell? ¿Por qué no la teoría sobre las diez sefirot a través de las cuales se creó el mundo según la Cabala, o las civilizaciones perdidas de Lemuria y Agartha, ya puestos?

Al principio, tras abandonar Karlskrona después del incidente con los neonazis, se instaló en la casa de su hermana. Fue ella quien le aconsejó que empezara de nuevo con algo completamente distinto, y así fue dándose cuenta de que, en realidad, esa polvorienta institución de Lund le había salvado la vida.

Bube había llenado su cómoda de símbolos nazis, igual que un niño que no puede parar de hurgar la costra de una herida. Para Don, los estudios se convirtieron en una manera de reabrir la herida en busca de un camino que le permitiese abandonar la oscuridad de la casa de su abuela. Con sus investigaciones había pretendido desenterrar los símbolos que para ella habían estado cargados de terror.

Había dedicado su tesis doctoral a la Ahnenerbe, la organización que Heinrich Luitpold Himmler, el principal ideólogo de la llamada «solución final», había creado para descubrir, o más bien hacer renacer, la herencia mitológica de los germanos.

Don había seguido cada línea de investigación, por morbosa que fuera, hasta su miserable final: desde el uso de runas inventadas, hasta las estúpidas ideas acerca de la Lanza del Destino; desde las teorías sobre una patria primigenia de los arios, la Última Thule, hasta la cruz gamada, el símbolo del sol y del culto a Mitra que los románticos alemanes habían vinculado, equivocadamente, al pueblo ario y, a través de éste, de modo igualmente erróneo, a los germanos.

En realidad, con cada mito roto sus sentimientos se debilitaban, al menos en parte. Porque ¿cómo sentir terror por lo ridículo? Resultó que ni siquiera Hitler había creído en las teorías de la Ahnenerbe.

Don todavía era capaz de evocar la cita, al igual que todo lo demás, palabra por palabra:

¿Por qué tendríamos que atraer la atención de todo el mundo hacia el hecho de que nosotros, los alemanes, no tenemos una prehistoria? ¿Acaso no basta con que los romanos construyeran grandes monumentos mientras nuestros antepasados seguían viviendo en chozas de barro?

Ahora Himmler está desenterrando poblados de chozas y da saltos de alegría con cada fragmento de vasija y cada hacha de piedra que encuentra. Lo único que conseguimos probar con esto es que seguíamos utilizando lanzas con puntas de piedra y agazapándonos alrededor de hogueras al aire libre mientras Grecia y Roma habían alcanzado el momento de mayor esplendor de la civilización.

En realidad deberíamos esforzarnos por silenciar todo esto, pero en cambio Himmler corre de un lado a otro reclamando la atención del mundo. Los actuales romanos deben de estar partiéndose de risa con sus hallazgos.

En sus posteriores investigaciones, Don había diseccionado los mitos alrededor de la doble ese rúnica, el Wolfsangel, la cruz solar, la insignia con forma de calavera de las Schutzstaffel, Thule, Karl Maria Wiligut, etcétera, y finalmente: die schwarze Sonne, el sol negro, una fuente de cristal encontrada en un cajón tiempo atrás. Al final, se había demostrado a sí mismo que cada uno de los símbolos nazis o eran puras invenciones, o habían sido utilizados de forma absolutamente equivocada. Una escenografía para las masas que proporcionaba unos lazos de sangre con el pasado para justificar la idea del exterminio de todo aquel que fuera diferente.

Después de la tesis doctoral, cuando había conseguido expulsar de sí mismo una parte del terror que moraba en él, Don amplió su campo de investigación al estudio crítico de todos los símbolos y mitos, no sólo los del nazismo. Sin embargo, sus investigaciones fueron interpretadas de un modo por lo demás desafortunado.

Al principio, sólo unos pocos cayeron en la cuenta de que el departamento de Historia había empezado a organizar seminarios sobre leyendas ancestrales. Pero, una vez se hubo extendido el rumor, los adeptos más recalcitrantes de la new age empezaron a acudir en masa a los cursos de Don. Para ellos, representaban una especie de beca que les permitía profundizar en el ocultismo de la Antigüedad. Y Don no quería ni pensar en lo que aquellas personas que apestaban a incienso serían capaces de fantasear acerca de aquella cruz —símbolo de las llaves del inframundo— encontrada en el pozo de una mina.

Parpadeó y negó con la cabeza. Se puso en pie y dejó vagar la mirada por el paisaje.

Shaynkayt, belleza.

Lo bello era lo sencillo. Por tanto, ¿cuál era la explicación sencilla de la cruz ansada encontrada en la mina? Probablemente algo mucho más prosaico de lo que ese buceador estaría dispuesto a creer.

Don empujó la puerta de cristal del restaurante de carretera y bajó por la rampa para discapacitados en dirección al aparcamiento. Las nubes habían escampado en dirección norte y ahora el cielo estaba claro y luminoso.

Se detuvo al llegar al viejo Renault 5 e inspiró unas últimas bocanadas de aire fresco. ¿Cuánto faltaba para llegar a Falun? ¿Cinco horas?

Abrió la puerta del coche y levantó su bolsa. Hurgó hasta dar con la caja de cartón correcta. Sacó el envoltorio de aluminio y, de éste, cinco comprimidos de Rubifen de 40 mg. En total, 200 mg de psicoestimulante. Los masticó para conseguir un efecto más inmediato.

Al llegar a la altura de Gränna le sobrevendría, pensó, esa extraña sensación de cosquilleo que anunciaba el desvelo. Luego, al llegar a Mjölby, seguramente tendría que repostar antes de desviarse hacia Motala y Örebro. Desde allí debía seguir por carretera unos cincuenta kilómetros, hasta las afueras de Falun. Entonces, de acuerdo con las instrucciones, debía buscar un cartel que pusiera «Svartbäck». Luego, girar a la derecha, después otra vez a la derecha por un camino de grava, y a la izquierda, seiscientos metros después de un granero en ruinas.

A partir de allí, le había dicho el buceador, sólo tenía que prestar atención hasta ver una verja y un porche acristalado.