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Un secreto

Eran cerca de las cinco del último día del período de prácticas y en la redacción del Dalakuriren decidieron organizar una pequeña fiesta de despedida. Había pasado una semana desde el descubrimiento en la mina del hombre vitriólico. Se oyó el ruido de las sillas al apartarlas de la mesa cuando el reducido grupo de reporteros finalmente empezó a ponerse en pie. La encargada de la sección de anuncios clasificados le entregó al becario un ramo de flores y una talla de madera de un caballo con el logo del Dalakuriren. Luego, el redactor jefe pronunció unas palabras amables acerca de los diarios vespertinos, Estocolmo y el futuro, que concluyó con una sorda tos de fumador.

Aunque el becario no consiguió establecer contacto visual con el reportero más envidioso del periódico, sí oyó su comentario en voz baja sobre «el descubrimiento histórico más importante del año». A continuación se oyeron algunas risas aisladas y todo terminó.

Metió el horroroso caballito de madera en su bolsa, se puso el ramo de flores bajo el brazo y echó a andar hacia la escalera que daba al aparcamiento. Cuando ya estaba a medio camino oyó pasos a su espalda y, por última vez, notó la mano del redactor jefe en su hombro.

A través de la respiración sibilante del jefe, el becario logró discernir algo acerca de un último trabajo, y ya había empezado a abrir la boca para decir que no, que tenía que irse, cuando el otro pronunció el nombre milagroso: «Erik Hall».

El caso era que, continuó el jefe en cuanto consiguió recuperar el aliento, la semana anterior Hall había llamado una y otra vez preguntando si finalmente el Dalakuriren le haría la entrevista o no. Si seguían interesados en hablar con él, claro.

La respuesta había sido obvia: la historia de la mina estaba muerta y enterrada. Sin embargo, uno de los temas para el suplemento del sábado había fracasado y se había producido un agujero inoportuno. ¿Podía el becario escribir un artículo no demasiado extenso? Sólo una breve entrevista al buceador local que había gozado de una fama efímera.

De modo que Erik Hall. El becario arrojó su americana sobre el respaldo de la silla y marcó el número. Hall contestó de inmediato, como si hubiera estado esperando la llamada.

O sea, que ya no era tan inaccesible ahora que los grandes diarios habían perdido interés en él. El becario, que no había olvidado el tono cortante de su anterior conversación, no se molestó en mostrarse cortés. Lo que quería el Dalakuriren, si Erik Hall estaba de acuerdo, era una entrevista personal sobre cómo se sentía después de la tensión que debía de haberle supuesto encontrarse en el ojo del huracán durante las últimas semanas.

—Bueno, pues si he de serte sincero, me siento algo vacío —respondió—. Tengo…

El becario echó un vistazo al billete de tren que debía devolverlo a Estocolmo. Si no recordaba mal, se tardaba unos tres cuartos de hora en llegar a la casa del buceador.

—Bueno, lo más importante en esta clase de artículos son las fotos… —dijo el becario.

—Sí, es lo primero que uno mira. Cuando has leído sobre alguien en la prensa, imagino que lo que quieres es…

—De modo que podríamos hacer la entrevista… —El becario miró hacia la puerta—. ¿Le parece que la hagamos por teléfono?

—¿Por teléfono?

—Sí, es que tengo un poco de prisa. Debo volver a Estocolmo esta noche.

—Sí, sí, claro. —La voz de Hall sonó hueca—. Por supuesto.

• • •

Un cuarto de hora más tarde Erik Hall había respondido a todas las preguntas. Apenas había dicho nada que no se supiera, pero alcanzaba para ocupar cinco mil caracteres, una página del suplemento del sábado del Dalakuriren. Al fin y al cabo, el becario no pretendía realizar un retrato heroico del buceador, y ahora sólo quedaba lo de las fotos.

Apagó el ordenador y recorrió el pasillo de los reporteros con la cabeza bien alta. Pasó por delante de la máquina de café, dobló a la izquierda, rodeó una mesa y una fotocopiadora, y allí encontró a la fotógrafa, inclinada sobre un diario vespertino.

El redactor jefe le había dicho que ése era un trabajo perfecto para ella; qué mejor que una suplencia por horas para alguien que acaba de salir de la universidad y necesita adquirir experiencia. Llevaba el cabello recogido en una coleta e iba bastante maquillada, pero los mofletes infantiles revelaban que no tenía más de veinte años.

El becario, que había anotado la dirección y el teléfono de Hall en un papel, le pidió que hiciera unas fotos. Nada de traje de neopreno y esas cosas que todos los diarios habían publicado hasta la saciedad. La fotógrafa asintió.

Luego se colgó al hombro la bolsa con el equipo fotográfico, cogió la cazadora vaquera y se marchó en dirección a los coches de la redacción, aparcados en el patio interior. Mientras la contemplaba alejarse, el becario oyó que alguien había empezado a silbar despreocupadamente. Todo parecía indicar que era él mismo.

—Bienvenida a Svartbäck —dijo Erik Hall—. ¿Te apetece un café? Acabo de hacerlo.

Había estado esperándola junto a la verja que rodeaba la casa. Y de pronto, mientras avanzaban por el sendero de gravilla, la fotógrafa notó la mano de él reptando por su espalda. La mano la condujo con un empujón suave pero decidido escaleras arriba hasta el porche acristalado.

Una vez allí, ella se apresuró a quitarse las zapatillas. En un lugar como aquél le pareció lo más normal del mundo. Los tablones del suelo pintados de verde relucían, y percibió un intenso olor a productos de limpieza procedente del interior de la casa.

Él la condujo a través del vestíbulo y de un salón de techos bajos con un tresillo tapizado de rosa y cortinas de encaje. A continuación, cruzaron otro distribuidor cubierto de jarapas y tapices bordados, hasta que por fin llegaron a la cocina.

En la encimera, la máquina de café borboteaba sobre un tapete a cuadros rojos, y en la estufa de hierro fundido que había en un rincón se oía el crepitar de la leña de abedul. Erik Hall llenó dos tazas de café y le ofreció una a la fotógrafa. Luego propuso que se sentaran en el sofá del salón.

En cuanto la chica se hubo sentado, el buceador empujó la pesada mesa baja de roble hacia ella hasta casi bloquear sus piernas. Él, por su lado, tomó asiento en una butaca, al otro lado de la mesa.

Sólo había cinco fotógrafos en el Dalakuriren, explicó ella, y, en realidad, tenía algo de prisa. Pero tal vez, pensó, valiera la pena charlar amablemente unos minutos para que el tipo recuperara el buen humor. Porque de entrada no parecía demasiado animado.

Por lo visto, todo había ido mal desde el principio: los demás diarios no habían reproducido correctamente los detalles técnicos que Erik había dado sobre el buceo en las minas, lo cual lo había hecho quedar como un ignorante. Más tarde había intentado que subsanaran los errores, pero nadie le había hecho el menor caso.

Aparte, había mucho más que contar, aquello no había sido más que el principio. La cuestión era si realmente había alguien a quien valiese la pena contárselo.

Pongamos el Dalakuriren, por ejemplo. Ni siquiera se habían molestado en enviar a un reportero para hacerle la entrevista. Los periodistas eran condenadamente negligentes y carecían de la mínima profesionalidad.

A continuación, Erik le habló largo y tendido de lo que significaba ser un profesional, y le contó que había trabajado en una empresa de electricidad en Falun que tampoco se había comportado con él de la forma correcta. La chica asentía con la cabeza y le daba la razón, hasta que él empezó a hacerle preguntas de carácter personal. Entonces señaló su taza vacía y dijo que le gustaría buscar un lugar con buena luz para hacer las fotos.

—Tal vez podríamos echarle un vistazo al traje; seguro que te gustaría tener una foto de él —propuso Erik Hall.

Tiró de la mesa con todas sus fuerzas para que la fotógrafa pudiera ponerse de pie.

En el vestíbulo, delante de la cocina, Hall abrió una puerta azul que estaba cerrada con llave. Daba a una estancia rectangular en la que todavía entraba el sol de la tarde. A través de las ventanas se veía la extensión de césped que, más allá de la verja, se convertía en una pendiente cubierta de pinos.

—Qué bonito —dijo la chica.

—Todo lo que ves es obra de mi madre. Ella y yo pasábamos los veranos aquí. Quiero que siga tal como estaba entonces.

La fotógrafa asintió con la cabeza.

—Es un lugar fantástico —continuó Erik—. Si bajas la pendiente, puedes bañarte. A veces se acumulan demasiados nenúfares y algas, pero este año ha sido magnífico.

El traje de neopreno colgaba de una percha sujeta a la puerta de la habitación. Semejaba un cuerpo humano sin cabeza.

—Éste es el que soléis pedirme que me ponga… —Hizo el gesto de empezar a quitarse el jersey, pero la muchacha se apresuró a decirle que no era necesario.

—Este reportaje es sobre ti, no sobre submarinismo —le explicó—, y por eso queremos fotos más personales. Podríamos hacerlas en la cocina, o si tienes algún lugar donde sueles…

La fotógrafa quiso tocar el traje y la puerta se abrió. Allí dentro olía completamente diferente, a cerrado. Vio una cama deshecha, revistas esparcidas sobre unas sábanas mugrientas y el pálido resplandor de una pantalla de ordenador.

—Creo que será mejor la cocina —dijo.

Volvió a sentir la mano de Hall en su espalda cuando la condujo al pasillo.

En la cocina había buena luz. Las delgadas cortinas hacían las veces de filtro, lo que resultaba perfecto para la clase de fotos que buscaba. Ligeramente ensoñadoras, con el tipo sentado a la mesa de la cocina con la cabeza apoyada en una mano. Personales, tal como el becario se las había pedido.

La fotógrafa trabajaba en silencio, y durante un buen rato lo único que se oyó fue su respiración cuando cambiaba de posición y el rítmico clic del disparador de la cámara.

—Por lo que veo, sabes hacer bien tu trabajo —dijo Hall.

Ella le dirigió una rápida sonrisa; sólo faltaban un par de fotos…

—Oye —añadió él—, podría contarte algo que modificaría por completo la historia.

—¿De qué se trata?

—Bueno, según como se mire puede parecer una tontería, pero allí abajo, en la mina, encontré un montón de cosas que no… —Miró por la ventana de la cocina hacia el sendero de gravilla y la verja—. Cuando salí de allí me hallaba en estado de shock y lo metí todo en una de mis bolsas. Y la policía… Al volver a casa dejé las bolsas delante de la puerta, y me olvidé de ellas. No las habían abierto, creo, porque las cosas seguían allí. Tampoco me hicieron ninguna pregunta, y yo… En ese momento no se me ocurrió contarles nada, y luego me pareció que no tenía sentido hacerlo.

—¿Te refieres a cosas como los antiguos periódicos que la policía encontró en la mina?

Hall esbozó una sonrisa socarrona.

—Vaya… —dijo—. Ahora te parece un poco más interesante, ¿eh? —Permaneció mirándola en silencio, hasta que ella se vio obligada a apartar la mirada—. Aguarda un momento. —Se puso en pie y fue al vestíbulo.

Cuando, unos minutos más tarde, volvió a la cocina, llevaba algo en la mano que parecía un hatillo envuelto en una toalla granate.

Lo puso sobre la mesa y lo desenrolló lentamente, hasta dejar al descubierto una cruz de color hueso con la parte superior en forma de óvalo. La fotógrafa la reconoció de inmediato.

—Es una de esas cruces ansadas, ¿verdad? —dijo. Frunció el ceño y añadió—: Supongo que será de plástico.

—¿De plástico? Pues no… —contestó Erik. Le pasó la cruz. Era muy ligera, de una sola pieza, semejaba un juguete barato—. He leído que es la llave del inframundo —agregó.

—¿Qué?

—En Egipto, la llamaban la llave de Osiris, la llave del inframundo. En la Red hay un montón de referencias a ello, sólo hay que buscar.

La chica se mordió el labio inferior.

—Entonces, ¿encontraste esta cruz de plástico en la mina? —preguntó.

—¡No es una cruz de plástico! La encontré allí abajo… Todavía la sostenía en la mano.

Ella miró la cruz y luego de nuevo a Hall.

—¿Éste es tu… secreto?

Él tragó saliva y un extraño brillo iluminó sus ojos.

—Es fantástico —dijo la fotógrafa. Sin embargo, se dio cuenta de que no sonaba convincente, y Hall pareció de la misma opinión.

—No sé de qué vais vosotros los periodistas —masculló—. Esto le da una dimensión muy distinta al asunto. ¿Qué hacía este chisme allí, por ejemplo? —Dejó la cruz sobre la toalla y empezó a envolverla—. Si le cuentas a alguien algo de todo esto, te mataré.

La chica no supo si había oído bien, pero siguió un silencio tan desagradable que se apresuró a recoger sus cosas.

—De todos modos, tienes un trabajo muy interesante —dijo Hall cuando salieron al porche acristalado.

—Pues la verdad es que sí —respondió ella. Se puso las zapatillas y hurgó en los bolsillos de la cazadora en busca de las llaves del coche.

—Oye…

La muchacha se volvió hacia él.

—Podríamos vernos algún día, en la ciudad. Solos tú y yo.

Ella sonrió, pero no dijo nada.

Sólo cuando subió al coche y metió la llave en el contacto advirtió que le temblaba la mano. Sin embargo, en el camino de regreso, cuando llamó al becario, no vaciló en contarle el hallazgo del buceador.