Sulfato de cobre
El becario de Estocolmo bajó la vista al suelo, se encogió de hombros tanto como pudo y dio un rodeo pasando por el lavabo para evitar cruzar el pasillo de los reporteros en plantilla.
La reunión matinal del Dalakuriren había sido un tormento prolongado. Uno de los zorros más viejos de la redacción había arrojado la primera piedra.
—Es vergonzoso —dijo, sosteniendo en alto las cuatro pobres columnas del artículo del becario.
Luego, todos los que estaban sentados alrededor de la mesa, excepto el redactor jefe, empezaron a meterse con él. ¿Dónde estaban las pruebas capaces de proporcionar una exclusiva? ¿Por qué no había recurrido a las fuentes policiales adecuadas? ¿Por qué no había seguido la pista de los neonazis y la Ásatrú? Al fin y al cabo, ya habían pasado cuatro días. ¿Y por qué, por qué, por qué no había conseguido una entrevista con Erik Hall?
¿Imposible?
¿Ah, sí? Pues esa misma mañana el buceador había intervenido en un programa de entrevistas y había contado todo lo ocurrido. Por tanto, no podía ser completamente imposible, ¿verdad?
El becario se pasó la reunión mirando fijamente su taza de café sin atreverse a abrir la boca por miedo a que su voz no le respondiera. Al final, incluso la tipa con tos de fumadora de la sección de anuncios clasificados se apuntó para decir cuan incomprensible le resultaba que hubieran puesto a un becario sin experiencia a cubrir la noticia más candente del país, y que había oído que hasta la prensa gratuita de Estocolmo había conseguido más información exclusiva sobre el caso.
—Y eso que ni siquiera tenían un reportero en el lugar de los hechos —remachó.
Tras conseguir escabullirse de la reunión, el becario cerró la puerta de su despacho, se dejó caer en la silla y se sintió un auténtico inútil. Probablemente había llegado el momento de rendirse, pensó.
Sin embargo, cuando se acercó a la mesa del jefe para comunicárselo, se encontró con una susurrante y solitaria pantalla de ordenador, periódicos de la mañana abiertos y montones de artículos surcados de correcciones en rojo. Tardó varios minutos en advertir el suave golpeteo en el cristal de la ventana.
El redactor jefe estaba en el balcón, fumando. Cuando vio que el becario lo miraba, alzó un papelito azul con un número de teléfono. Soltó una bocanada de humo y luego vocalizó la palabra «llama».
El becario se sentó cansinamente en el borde del escritorio, sacó el teléfono de entre el desorden de papeles y marcó el número. Tras un par de tonos contestó una voz que pronto se tornó afilada como un cuchillo.
—¿O sea, que fuiste tú quién escribió el artículo en el Dalakuriren? Claro, de la prensa vespertina te puedes esperar cualquier cosa, pero que nuestro periódico local haga especulaciones sobre asesinatos, nazismo, creencias paganas y no sé qué más, pues es realmente penoso.
El becario murmuró algo como que lo lamentaba pero que a fin de cuentas esos textos acerca de Niflheimr y Náströndu existían y, sobre todo, un tipo había aparecido asesinado en una mina.
—¿Un tipo, dices? —exclamó la voz malhumorada.
—Sí, eso es lo que afirma la policía —respondió el becario.
—Pues resulta que yo conozco a una persona que vio a ese tipo del que hablas.
El becario cogió una libreta de notas manchada de café y empezó a garabatear febrilmente con los bolígrafos Bic que tenía a mano en busca de uno que escribiera.
—Entonces… —preguntó— ¿tú conoces a alguien que conocía a la víctima? ¿Sabe quién es, puede identificarlo, es alguien de Falun?
—Bueno, ¿se puede ser sincero con alguien que no hace otra cosa que repetir un montón de rumores?
—Estás en tu derecho de mantenerte en el anonimato —dijo el becario—. Puedes…
—No pienso entrar en detalles —lo interrumpió la voz, en tono de irritación—, pero si alguna vez recuperas la confianza y te decides a escribir algo más acerca del caso, puedes considerarlo un soplo. Resulta que el médico forense del hospital de Falun es amigo mío, un amigo muy cercano. Y por lo que él me ha explicado de la autopsia del «tipo», este caso es único. O, mejor dicho, casi único.
—No te sigo.
—Vitriolo.
—¿Perdón?
—Sulfato de cobre.
El becario, que por fin había dado con un bolígrafo que funcionase, apuntó las palabras, las rodeó con un círculo y añadió tres signos de interrogación.
—¿Has dicho sulfato de cobre?
—Ni siquiera eres de Dalarna, ¿verdad? —dijo la voz, y colgó.
Cuando el redactor jefe regresó del balcón, el becario aún sostenía el auricular en la mano.
—Y bien, ¿de qué se trataba?
—Era un lector que quería hablar de… cobre —contestó el becario.
—Todos los que llaman son una pandilla de chalados. Ahora vete a hacer algo de provecho, para variar.
—O sea que…
—Continúas.
Lo primero que hizo el becario cuando hubo vuelto a su despacho fue intentar, por enésima vez, ponerse en contacto con Erik Hall. La fotografía del buceador ya aparecía por todas partes, y todos y cada uno de los periodistas del país parecían haber conseguido una entrevista con él.
Al quinto tono, cuando ya casi se había rendido, una voz respondió:
—Hall. —No mostró gran entusiasmo al saber quién llamaba—. Vaya, el diario local. Oye, ¿podríais llamar más tarde, u otro día? Ahora mismo me está llamando mucha gente.
—Pero es que nos gustaría mucho…
—Por cierto, ¿eres del Dalakuriren? —lo interrumpió Hall con tono suspicaz—. ¿Fuiste tú quién afirmó que yo había dicho que lo que había allí abajo era el cadáver de una muchacha? En tal caso, no hace falta que vuelvas a llamar. Vaya mierda de periódico.
El becario se encontró de nuevo con un auricular mudo en la mano.
Miró abatido la libreta. Allí, en medio de un círculo negro de tinta, aparecían las palabras: «sulfato de cobre???».
No tenía ni idea de lo que significaban, y lo más sencillo habría sido salir al pasillo para preguntárselo a algún redactor.
Sin embargo, un minuto más tarde se alegró de no haberlo hecho. «Sulfato de cobre» arrojó treinta y tres resultados en el archivo de artículos del Dalakuriren. Activó la búsqueda y empezó a leer el primero de los artículos:
… que fue encontrado en 1719, conservado en sulfato de cobre. Mats el Gordo era…
¿Mats el Gordo? De nuevo uno de esos antiguos apodos de la zona, como Anders el de la Colina, Lasse el hijo del Juez, Emil el de Gällsbo… y tantos otros. ¿Por qué demonios se le había ocurrido hacer las prácticas justamente en Dalarna? Desanimado, siguió leyendo.
Al parecer, Mats el Gordo se llamaba Mats Israelsson y en 1677 había desaparecido en la gran mina de Stora Koppargruvan, donde trabajaba. Fue una noche de marzo, justo después de Pascua, y Mats acababa de prometerse con una tal Margareta Olsdotter.
El becario se frotó las sienes. Si ésa iba a ser la única pista… Era penoso.
En 1677, nadie dedicaba demasiado tiempo a intentar encontrar a un minero desaparecido. La única que no se había rendido había sido la prometida de Mats, Margareta, que siguió buscándolo hasta convertirse en una anciana encorvada.
Llevaba esperando cuarenta y dos años cuando, en 1719, un grupo de mineros encontró por casualidad el cadáver de un hombre a 147 metros de profundidad. Estaba en una galería conocida como «el Pozo de la Piel de Marta», en un agujero lleno de agua y… ¿sulfato de cobre?
El becario releyó el párrafo y continuó.
Parecía haberse ahogado recientemente y su cuerpo no presentaba la rigidez característica. Quienes lo encontraron se mostraron sorprendidos, pues nadie había dado parte de una desaparición en la mina en los últimos tiempos y, además, aquel pozo permanecía cerrado desde el gran derrumbe en… 1687.
Cuando finalmente consiguieron subirlo a la superficie, la confusión fue aún mayor, pues nadie supo reconocer el cadáver. Lo que tenían delante era un joven de unos veinte años, grueso y saludable (obviando el hecho de que estaba muerto) y con un cuerpo inalterado por el paso del tiempo.
Una semana más tarde, cuando las autoridades de la mina convocaron una reunión y expusieron el cadáver, una anciana se levantó temblorosa por el llanto. Margareta Olsdotter reconoció de inmediato a su prometido y tres de los antiguos compañeros del minero lo identificaron como Mats Israelsson. En las actas se dejó constancia de que lo único que diferenciaba al joven que había bajado a la mina en 1677 del que habían subido de ella en 1719 era el cabello, que, tras la muerte, había seguido creciendo, brillante, ondulado y negro.
—Esto empieza a parecer García Márquez —murmuró el becario para sí, pero al llegar al siguiente párrafo no pudo evitar llevarse una nueva sorpresa.
La clave del enigma había sido el alto contenido de vitriolo en el aire y el agua del Pozo de la Piel de Marta.
Hacía tiempo que se conocía la capacidad del sulfato de cobre, o vitriolo azul, para conservar la madera, entre otras cosas. Y en este caso había evitado que durante cuarenta y dos años se pudriera un cadáver.
El becario notó que se le secaba la boca. ¿Qué había dicho aquel oficial de policía? «El cadáver lleva varios días en la mina, tal vez mucho más». ¿Cuánto más?
Siguió avanzando.
Hasta tal punto se había conservado el cuerpo de Mats Israelsson que ni siquiera dio muestras de empezar a descomponerse cuando lo sacaron a la superficie. La piel impregnada en sulfato de cobre permanecía tan tersa como antaño. El Instituto Geológico de Estocolmo se mostró tan fascinado con el caso que expuso públicamente el cadáver del joven como una curiosidad. Al principio, metieron a Mats Israelsson en un tonel, pero más tarde, cuando el número de personas interesadas en verlo aumentó, lo colocaron, en posición vertical, en una especie de vitrina. Desde allí, Mats había mirado a los visitantes durante treinta años sin recibir sepultura; hasta el famoso naturalista Carlos Linneo se había pasado por allí.
Cada primavera abrían la vitrina para cortarle el pelo, que seguía creciendo, pero, por lo demás, dejaron al minero en paz. Finalmente, en 1749, un sacerdote de buen corazón decidió darle sepultura bajo el suelo de la iglesia de Stora Kopparberg. Sin embargo…
El becario empezaba a impacientarse.
A principios de la década de 1860, con motivo de la reparación del suelo de la iglesia, volvieron a encontrar a Mats el Gordo, que conservaba su aspecto juvenil. En esta ocasión lo metieron en una caja de madera que guardaron en alguna dependencia de la sede de la empresa, donde permaneció acumulando polvo hasta 1930. Entonces lo enterraron por última vez y colocaron una lápida de granito en su recuerdo.
Cuando metieron el cadáver en el ataúd habían pasado más de doscientos cincuenta años desde aquel día de marzo de 1677 y, sin embargo, los ojos de Mats continuaban abiertos y cristalinos. Hubo quien dijo que había algo en su mirada que expresaba un vago asombro. Otros fueron de la opinión de que lo único que se veía en los ojos de aquel minero eran siglos de dolor.
—Casi me entran ganas de averiguar qué aspecto tiene en este momento —dijo el becario para sí, y cerró el artículo.
Quince segundos más tarde había marcado el número del lector, esta vez dispuesto a hablar con él de sulfato de cobre y autopsias. Sin embargo, tras varios intentos, nadie contestó. Entonces decidió dirigirse directamente a la fuente, algún médico forense del departamento de Patología del hospital de Falun. Pero el jefe del servicio dijo algo sobre el secreto profesional y colgó.
El becario permaneció pensativo unos minutos, al cabo de los cuales añadió una breve nota en la libreta: «sulfato de cobre??? - el cadáver podía llevar mucho tiempo en la mina».
En tal caso, ¿cómo procedería la policía para averiguar quién era el hombre asesinado? Tras reflexionar un instante, el becario introdujo la palabra «identificación» en la búsqueda de la Red y miró abatido los resultados.
El primero era sobre unos consejos de la Dirección General de Medicamentos para identificar pastillas y cápsulas desconocidas. Avanzó. Un poco más abajo, una antigua noticia del periódico: «Los bancos de sangre prestan su ayuda para identificar a las víctimas del tsunami». La abrió y leyó:
En una sesión extraordinaria del Parlamento se ha decidido que el registro PKU, el banco de sangre del Instituto Karolinska, se utilizará para la identificación de los ciudadanos suecos fallecidos en la catástrofe asiática, en especial aquellos niños que carecían de registro dental.
Registro dental. Eso era. La policía debía de estar intentando identificar al muerto a través del registro dental. De pronto recordó que el padre de un antiguo compañero de instituto era dentista y tenía la consulta en el barrio de Karlaplan. Buscó el número, llamó y lo atendió una recepcionista. Apenas pasaron su llamada, oyó el leve zumbido del torno.
—¿Registro dental? Nosotros no nos ocupamos de esas cosas. Debería averiguar en la Dirección General de Medicina Forense, pero no tengo ni idea de hasta qué año se remonta su registro. —El dentista sonaba ligeramente estresado.
—¿Y cómo puedo ponerme en contacto con ellos?
Sonido de pasos que se alejaban y una puerta que se cerraba.
—Bueno, verá, creo que tendrá que llamar.
El becario apretó los labios.
—Ahora que lo pienso… —continuó el dentista—. Conozco a alguien que trabaja allí. Un tipo bastante raro. Fuimos compañeros en la facultad de Odontología…
—¿De verdad?
—Podría intentar localizarlo cuando haya terminado aquí.
El dentista tardó menos de media hora en devolverle la llamada.
—Escuche —dijo, muy excitado—. La policía de Falun solicitó los registros dentales de todos los ciudadanos suecos desaparecidos a partir de mediados de los años cincuenta. No han acertado con ninguno. Además, pidió la ayuda de Interpol para llevar a cabo una búsqueda internacional. Tampoco ha dado resultado. Los forenses han llegado a la conclusión de que el tipo llevaba mucho tiempo muerto, aunque el cadáver estaba extraordinariamente bien conservado. No sé si lo entendí bien, pero al parecer tiene que ver con las sales que hay en la mina, que han evitado que se descompusiera y que incluso el pelo…
—¿Dijeron algo más? —El becario ya había empezado a tomar notas.
—Sí, por lo visto vestía unas prendas muy raras, de una tela basta, un traje con chaleco, pechera y camisa sin cuello postizo. No llevaba ningún tipo de identificación, ni carnet de conducir ni tarjeta de crédito, nada. De hecho, la policía no encontró ningún objeto de plástico. Los botones de la camisa eran de marfil, los de los pantalones de carey, las suelas de los zapatos de una especie de caucho…
—Algún ricacho de un barrio acomodado de Estocolmo —aventuró el becario sin dejar de tomar notas.