Bube
Don Titelman sólo había amado incondicionalmente a una persona, y ésa era su abuela, la madre de su padre, su jiddische Bube. Fue la primera que lo trató como a una persona adulta a la que había que tomarse en serio. Todavía recordaba cuando ella le anunció que lo consideraba su confidente: él se había sentido una especie de elegido. Por entonces sólo tenía ocho años.
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Aquella pequeña casa de los años cincuenta, con su olor a naftalina, ropa sin orear y algas podridas constituía para Don el recuerdo de sus veranos en Båstad. Sus padres solían dejarlo allí a comienzos de junio, para pasar a recogerlo en septiembre, a regañadientes, y llevárselo de regreso a Estocolmo, adonde acostumbraba a llegar cuando ya hacía un par de semanas que habían comenzado las clases.
La casa se hallaba en pésimo estado. La fachada estaba desconchada y el jardín se iba cubriendo poco a poco de frutas en descomposición que ninguno de los dos se molestaba en recoger. En el caso de Don, la razón de todo ello no era otra que la pereza, pero en el de Bube eran sus piernas, que ya apenas la sostenían.
Los últimos veranos la anciana ni siquiera había tenido fuerzas para subir la única escalera de la casa, y Don había dispuesto de la planta superior para él solo. A pesar del polvo y la maleza que cubría las ventanas, prefería dormir allí antes que en la planta baja, pues por la noche Bube nunca conseguía descansar.
Desde el dormitorio al final de la escalera, Don podía oír cada noche su monótono ritual. Primero los pasos sobre el parquet, y a continuación el profundo suspiro que revelaba que la anciana se había dejado caer en el sofá de pana. Allí se quedaba sentada un rato, y él sabía que solía inclinarse y deslizar los dedos por las cicatrices y los hoyuelos de las pantorrillas. Después volvía a ponerse de pie y todo comenzaba de nuevo: los pasos sobre el parquet, el suspiro, el quejido de los muelles cuando el sofá la acogía para proporcionarle otro rato de descanso.
Este ritual se repetía incontables veces, creando el ritmo que lo acunaba cada noche hasta que el sueño lo vencía.
La llevaron al campo de Ravensbrück en julio de 1942, y para entonces los experimentos con los prisioneros ya habían empezado.
Los médicos de las SS querían comprobar el efecto bactericida de las sulfamidas en infecciones graves o heridas de bala. Según ellos, ese experimento ayudaría al ejército alemán y, en consecuencia, requería el mayor realismo posible. Las primeras cobayas humanas habían sido quince prisioneros del campo, todos hombres.
Los médicos les cortaron los músculos de las pantorrillas, desde el tendón de Aquiles hasta el pliegue de la rodilla. Luego aplicaron en los bordes de las heridas una solución de bacterias causantes de la gangrena gaseosa. Las bacterias habían sido cultivadas en el Hygiene-Institut de las Waffen-SS. Limitaban las incisiones a las pantorrillas para posibilitar la amputación a la altura de la rodilla en cuanto la gangrena empezara a extenderse. Las heridas abiertas eran espolvoreadas con sulfamidas y después cosidas.
Esperaron con curiosidad lo que pasaría a continuación, pero pronto constataron que las heridas sanaban demasiado rápido. El experimento no reproducía lo que ocurría en el frente, y la conclusión fue que no se habían esforzado lo suficiente. Entonces seleccionaron un nuevo grupo de cobayas, esta vez formado por unas sesenta mujeres. Todas tenían menos de treinta años, y una de ellas era la abuela paterna de Don, su Bube. Los médicos del campo les practicaron las mismas incisiones en las pantorrillas, aunque, para obtener un mayor parecido con las heridas de guerra, esta vez no sólo infectaron los cortes con la bacteria de la gangrena, sino que además les introdujeron trozos de cristal, tierra y serrín. Bube, cuyas piernas se hincharon de pus, se sumió en un sueño febril del que ni siquiera los gritos de las demás mujeres lograron arrancarla. Sin embargo, al final las sulfamidas surtieron efecto y tras un par de días se hizo evidente que ninguna de ellas moriría a causa de las infecciones. Por tanto, el experimento había vuelto a fallar por insuficiente realismo.
Entonces, los médicos encargados del mismo, Oberheuser y Fischer, asistieron a un congreso en Berlín donde debatieron sobre el tema con otros colegas. Pronto llegaron a la conclusión de que no bastaba con bacterias, cristal, tierra y serrín. También había que detener el flujo sanguíneo, puesto que en las verdaderas heridas de bala se veían dañadas varias arterias principales. En sus experimentos, al realizar los cortes de aquella manera controlada, la sangre había seguido fluyendo, lo que probablemente había impedido que la gangrena se extendiera de la forma debida.
Alguien propuso disparar a las mujeres en las piernas. De ese modo, el experimento no carecería de realismo. Sin embargo, tras profundas reflexiones los médicos reunidos decidieron que se trataba de una opción poco viable: las heridas de bala resultarían distintas en cada mujer y, por tanto, no serían comparables científicamente.
En su lugar, a uno de los asistentes se le ocurrió que después de practicar las incisiones en las pantorrillas sería conveniente ajustar unas gomas elásticas en los tobillos y las rodillas de las mujeres. Eso interrumpiría el riego sanguíneo en el músculo destrozado de la pantorrilla, favoreciendo así las condiciones para la gangrena.
Resultó una propuesta acertada.
Pronto, cinco mujeres del grupo de Bube desarrollaron gangrena desde la pierna hasta el tronco. A pesar de que eran jóvenes, sus cuerpos se rindieron a los pocos días.
Una de ellas había estado echada sobre una litera al lado de Bube, retorciéndose de dolor. En pocas horas sus piernas se habían convertido en columnas hinchadas a rebosar de pus sanguinolento. Durante la noche, las venas acabaron por colapsarse y la gangrena se extendió hacia los muslos y el bajo vientre.
Aunque algún médico se hubiera molestado en permanecer despierto, no le habría dado tiempo a amputar. Por la mañana realizaron un informe y después sacaron a la mujer de la sala y le pegaron un tiro. Para Bube había sido a shrekleche zach, una cosa tremenda, y ni siquiera había tenido fuerzas para protestar. Sencillamente había sentido un alivio infinito cuando se libró del repugnante olor de aquella mujer.
A finales del otoño de 1942, los médicos de las SS de Ravensbrück empezaban a hartarse de los experimentos con las sulfamidas y la gangrena. Entonces decidieron que, en su lugar, pasarían a experimentar con la cirugía plástica. El objetivo consistía en encontrar nuevos métodos para recomponer a los soldados alemanes después de la guerra.
Había diferentes tendencias: desde seccionar de cualquier manera e intentar trasplantar partes de los músculos y el esqueleto, hasta exámenes minuciosos para averiguar el tiempo que podía tardar en curar una pierna destrozada o un nervio cercenado. Para ello se echó mano de Bube y las demás supervivientes del experimento de la gangrena.
Los médicos alemanes cortaron tiras de la pantorrilla de Bube, hasta llegar al periostio incluso, a fin de comprobar si el tejido se reconstruía de forma natural. El resultado fue decepcionante.
Más tarde, le partieron la tibia en cuatro partes para ver cuánto tardaba en soldarse. Las enfermeras se mostraron muy meticulosas con el yeso. Transcurridas unas semanas, cuando la tibia casi se había soldado, abrieron el yeso y anotaron el resultado. Luego volvieron a romper el hueso, de manera que pudiera continuar el experimento.
Al principio, Bube había recibido morfina, si bien en dosis bajas, pero hacia el final, cuando la situación en Ravensbrück se fue tornando cada vez más caótica, a menudo se olvidaban de administrársela. Y, aun así, Bube había tenido suerte, a sach mazel, como siempre recalcaría.
A una de las mujeres le habían extraído un omóplato en una especie de experimento de trasplante, y luego ya nunca pudo levantar el brazo derecho por encima del hombro. A otras les habían cortado miembros enteros: por ejemplo, un brazo, con hombro y clavícula incluidos, o una pierna desde la cadera hasta el pie. A una chica polaca, Bube fue testigo de ello, le quitaron ambos pómulos, de manera que el rostro se le hundió por completo.
Como más tarde quedaría demostrado en los procesos de Núremberg, ninguno de aquellos experimentos tenía el menor valor médico.
La primavera anterior al final de la guerra llegaron los autobuses Bernadotte. Bube estuvo entre aquéllas a las que marcaron con una cruz blanca de tiza en la espalda. Se la llevaron a Padborg y, desde allí, a Öresund. El 26 de abril de 1945 la subieron a bordo del ferry de Helsingborg en una camilla. Para entonces tenía veintiocho años.
Tardó tres años en volver a caminar, pero las lesiones que sufrió en las piernas serían permanentes. A lo largo de ambas pantorrillas corrían las abultadas cicatrices. Don tenía ocho años cuando las tocó con los dedos, y pensó que eran como las ramas de un árbol moribundo.
Todos los veranos transcurrían de la misma manera, mientras las manzanas se pudrían en el jardín. La anciana contaba su historia en una confusa mezcla de yidis y sueco, y él la escuchaba, porque siempre había querido a su abuela. Ella solía llamarlo mayn nachesdik kind, mi tesoro, mi alegría, y los alemanes eran jener goylem, seres sin alma.
Cuando abandonaba sus propias historias, le hablaba de las ejecuciones masivas de Lublin, o de las muertes por asfixia con monóxido de carbono en las cámaras de gas de Sobibor y con Zyklon B en Treblinka y Auschwitz, o del experimento sobre los efectos de las altitudes elevadas en Dachau, donde los médicos de las SS realizaban vivisecciones en cerebros humanos a fin de averiguar si era posible distinguir las burbujas de aire en la sangre.
Y cada relato se iba almacenando en la memoria de Don como guijarros afilados. Pero, por profundas que fueran las marcas que estos relatos dejaron en él, no eran, ni mucho menos, el recuerdo más aterrador de la casa de Bube.
Un día de verano, en la planta superior, abrió casualmente la cómoda que contenía la colección de secretos de su abuela. Allí encontró unos estuches de piel ajada con las runas Sig de las SS, un puñal con el símbolo del lobo y medallones de bronce con la esvástica. Bube había comprado algunos retratos de oficiales de la Gestapo y la Wehrmacht, además de varias copias de los anillos con la calavera de las SS Schutzstaffel. Debajo del montón de basura nazi había una fuente de cristal en la que alguien había grabado el sol negro de Himmler, die schwarze Sonne. Sus doce rayos se retorcían como tentáculos, y a Don le pareció que lo buscaban para absorberlo.
En un cajón dio también con el catálogo de la casa de subastas en el que aparecía, marcado con tinta roja, el precio de cada uno de los objetos. Nunca se atrevió a preguntarle a Bube por qué había dejado entrar la enfermedad en su propia casa, ni sabía si ella habría podido darle una respuesta.
En casa, en Estocolmo, nunca tuvo valor para hablar de la colección ni de los relatos susurrados de Bube. Había apuntado algunos de éstos en la libreta de colores que su maestro de primaria había repartido en clase. Sin embargo, jamás permitió que nadie los leyera, y con el paso del tiempo las palabras de Bube se fueron hundiendo cada vez más en él.
El verano que cumplió once años, Don se negó a volver a la casa de Båstad. Su hermana acababa de nacer y ya no quería estar a solas con Bube y su fantasmagórica cómoda, o quizá no se atrevía. Sus padres insistieron, pero acabaron por darle las llaves de la casa de Enskede y dejar que se quedara allí. Por eso también fue un chico de once años quien contestó cuando telefonearon del hospital de Skåne para comunicarles que la abuela había muerto.
A partir de ese instante, Bube desapareció en el más profundo silencio. Vendieron rápidamente su casa y el padre de Don no hizo una sola mención a la cómoda y los símbolos nazis. Fue como si, ahora que la anciana por fin había muerto, su hijo hubiera aprovechado la ocasión para borrar en aquella familia cualquier vestigio del pasado. Prohibió los libros sobre la guerra y si alguna vez emitían en la tele algo sobre el tema, la apagaba de inmediato.
Con el tiempo, el silencio que rodeaba a Bube creció y se propagó como una metástasis hasta que la vida en la casa de Enskede pasó a consistir poco más que en el sonido de los cubiertos y frases cortas pronunciadas por bocas secas. La atmósfera acabó por ser asfixiante, y Don se marchó de allí en cuanto pudo.
Teniendo en cuenta las historias de Bube, tal vez se tratara de una elección algo extraña, pero, tras terminar el instituto, Don decidió estudiar medicina. Probablemente, dado que le resultaba demasiado fácil perderse y olvidar el límite entre la realidad y los sueños, resolvió que necesitaba dedicarse a algo práctico.
Cursó la carrera sin tomar un solo apunte. Memorizaba de inmediato cuanto decían en clase y apenas necesitaba abrir los libros para recitar su contenido de cabo a rabo. Después de licenciarse en Medicina General, intentó especializarse en cirugía, pero, cuando llegó el momento de cortar con la afilada hoja del escalpelo, se mareó. Así pues, optó por dedicarse a la psiquiatría, y fue entonces cuando por fin encontró el remedio capaz de aliviar el dolor de los guijarros de la memoria y alejar, al menos temporalmente, los relatos que desde los ocho años lo habían roído por dentro.
Al principio, Don sólo tomaba pequeñas dosis de somníferos y calmantes leves, pero al cabo de unos años se pasó a las benzodiacepinas y a la morfina. Justo antes de cumplir los treinta, era tan adicto que lo echaron del departamento de Psiquiatría del hospital Karolinska. Que más tarde, a principios de los años noventa, hubiera conseguido una plaza en el hospital de Karlskrona seguramente se debía a la falta de facultativos y al hecho de que no se hubieran preocupado por buscar referencias. Fue en aquella ciudad soporífera donde, un día nublado de agosto, se encontró con los camisas pardas del Frente Nacionalsocialista.
Había leído en el diario local sobre los jóvenes que utilizaban el saludo hitleriano y gritaban consignas por una Suecia poderosa. Sin embargo, no caló en él hasta que topó con ellos en persona en el edificio de apartamentos de Galgamarken donde vivía.
Los neonazis habían repartido folletos con la gavilla de Vasa amarilla, pero en sus enseñas ondeaba la cruz gamada. Alzaron la runa Sig, la cruz de hierro y el águila imperial alemana hacia las nubes plomizas de Blekinge. Desde una de las banderas más grandes, el sol negro tendía sus tentáculos hacia él. No era más que un símbolo gráfico, nada extraordinario, pero para Don, precisamente ese día, fue como un hacha que se abatía sobre él.
Cayó de rodillas sobre la hierba, con la cabeza inclinada y el corazón transido por un pánico infantil. El dolor que lo embargó hizo añicos su mundo.