Dalakuriren
El Dalakuriren era un diario que ofrecía vividas crónicas cotidianas y mordaces editoriales políticos, pero distaba de ser el más influyente del país. Sin embargo, su redactor jefe poseía una virtud: sabía cuándo debía coger el teléfono.
El soplo le había llegado a las tres y media de la tarde del domingo, justo cuando resultaba más desconsolador escribir artículos de relleno de Gagnef y Hedemora.
La crepitante conexión de teléfono móvil había dificultado captar los detalles, pero el mensaje principal del fotógrafo freelance había sido muy sencillo: se hallaban ante el mayor caso del siglo. A grandes rasgos, la historia iba, al menos por lo que había entendido el redactor jefe, de una chica (¿una menor de edad?), a la que habían encontrado muerta (¿asesinato con abuso sexual de una menor de edad?), en el pozo de una mina (¿espeluznante asesinato con abuso sexual de una menor de edad?).
El que había encontrado el cadáver y llamado al teléfono de emergencias era, al parecer, una especie de submarinista, según el fotógrafo, y antes de que se interrumpiera la conexión había conseguido recitar una serie de cifras, cifras que resultaron ser coordenadas de un GPS. Prácticamente la totalidad del servicio de rescate de Dalarna se había dirigido de inmediato a la posición señalada en el bosque: tres coches patrulla, dos ambulancias, varios vehículos de bomberos y quizá algún funcionario experto en minas y pozos.
Tras hacer una ronda por la redacción, prácticamente desierta en domingo, en busca de algún reportero que cubriera la noticia, el redactor jefe dio por fin con el recurso extraordinario del Dalakuriren: un huesudo y desgarbado becario de Estocolmo.
Dos minutos de conversación más tarde, el becario bajaba las escaleras en dirección al aparcamiento del periódico.
El redactor jefe rezó por que todo fuera bien y volvió a su escritorio. ¿Qué otras redacciones habrían recibido el soplo? Pasó rápidamente por delante de las hileras de ordenadores en cuyos monitores la edición del día siguiente ya empezaba a tomar forma. ¿Qué páginas habría que retocar? La portada, naturalmente, pero ¿algo más? ¿Sería una simple noticia local de Falun, o llegaría a las primeras páginas de todos los periódicos del país?
Tanta actividad mental tenía algo de doloroso despertar, y una vez de vuelta en su escritorio miró con cierta nostalgia hacia el balcón de los fumadores. Al final se conformó con una taza de café que había entre las pilas de artículos sin leer.
Vació su contenido de un ávido trago y con una mueca de asco escupió el poso frío y espeso en la rebosante papelera. A continuación empezó a escribir el breve texto para la edición electrónica del Dalakuriren. Sabía que Tidningarnas Telegrambyrå, la agencia de noticias sueca, lo cazaría al vuelo y pronto transmitiría la información a las demás redacciones, que por fuerza tendrían que hacer referencia, al menos al principio, al Dalakuriren:
ÚLTIMA HORA
HALLAN A LAS AFUERAS DE FALUN
CADÁVER A 200 METROS BAJO TIERRA
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Sosteniendo el teléfono entre el hombro y la mejilla, el becario enfiló la pista forestal que había al sur de Falun. Delante de él, el coche del fotógrafo freelance hacía saltar la gravilla. Era difícil conducir y escuchar a la vez, pero, por lo que logró entender de las indicaciones del fotógrafo, el objetivo era una especie de área de descanso.
Colgó y soltó el teléfono sobre el asiento, pero el aparato resbaló al suelo, entre los pedales. Chasqueó la lengua y se notó la boca seca.
Apretaba con tanta fuerza el volante al sortear los baches y enfilar las curvas que tenía los dedos blancos. Sin embargo, al final llegó a un tramo recto y, cuando vio a lo lejos los destellos de luces de bomberos, policía y ambulancias, supo que por fin habían encontrado el lugar.
Unas mesas de picnic habían sido arrojadas a la cuneta y las patas de los bancos que tenían incorporados apuntaban al cielo igual que escarabajos panza arriba. Sin duda las habían apartado para dejar espacio a los vehículos, aunque éstos se encontraban aparcados tan cerca unos de otros que las ambulancias casi bloqueaban la pista forestal. Un poco más allá, los camiones de bomberos ocupaban el arcén, y hasta que los hubo dejado atrás el becario no encontró un sitio donde estacionar.
Abrió la puerta del coche empujándola con el hombro y lo recibió un silencio susurrante, roto muy pronto por el lejano ladrido de un perro en la linde del bosque. El becario agitó la mano en dirección al fotógrafo para indicarle que se apeara enseguida, y juntos se adentraron en la penumbra del bosque de abetos. No tardaron en oír a los pastores alemanes de la policía, y lo único que tuvieron que hacer fue seguir los ladridos a través de la espesa neblina.
La boca de la mina ya estaba acordonada. Unas delgadas y ondeantes cintas de plástico delimitaban la mayor parte del claro alrededor del pozo. Junto a éste había media docena de policías y unos cuantos bomberos enzarzados en lo que parecía una discusión acerca de qué hacer a continuación.
Detrás de ellos, una figura solitaria permanecía sentada sobre una piedra. Los focos que el equipo de rescate había ubicado apuntando hacia la boca del pozo hacían brillar su traje negro de neopreno. Se había quitado la capucha de buceo. Cuando se volvió hacia el becario, su rostro de rasgos toscos estaba enrojecido y sus ojos parecían heridas abiertas.
El fotógrafo le dio un codazo y el becario se armó de valor, se agachó y pasó por debajo del cordón.
—¿Fue usted quién la encontró?
El buceador pareció no entender la pregunta, pues guardó silencio, mirándose las grandes manos, pero luego asintió, entumecido a causa del frío.
—¿Qué ocurrió allí abajo? —susurró el becario al tiempo que miraba de soslayo a los policías.
—Algo… algo demasiado terrible, creo.
Al becario le pareció ver ante sí, en medio de una oscuridad claustrofóbica, el cadáver pálido y desnudo de una chica en el suelo. No pudo evitar que se le acelerara la respiración.
—¿Y qué edad tenía? —preguntó.
—¿Qué edad? Pues no sabría decirlo. —Entornó los ojos y sus miradas se encontraron—. Su cuerpo es como de niña pequeña. Absolutamente tierno, como si todavía estuviese viva. Y lo cierto es que no pesa demasiado. Cuando la levanté resbalé, y entonces se me cayó encima. Tenía algo en…
—¿Qué aspecto tenía? ¿Presentaba alguna lesión?
—Tenía el pelo muy largo… —El buceador movió la mano para mostrar cuan largo—. Al principio creí que tenía el rostro cubierto por una especie de hilos…
—Pero ¿presentaba alguna lesión? —insistió el becario.
—¡Sí, sí! Una brecha en la frente… Era…
El destello de un flash: el fotógrafo se había puesto en cuclillas a unos metros de allí. El buceador miró por primera vez al becario con cierto interés y un ligero rictus crispó sus labios.
—Oiga, ¿saldrá esto en el periódico?
En la redacción, el redactor jefe acababa de dar con sus auriculares tras hurgar en el cajón de su escritorio, lleno de artículos y recortes, y se puso a transcribir la noticia que les estaba transmitiendo el becario.
ÚLTIMA HORA:
EL CADÁVER HALLADO EN EL POZO DE UNA MINA, VICTIMA DE UN ASESINATO CON AGRESIÓN SEXUAL, CORRESPONDE A UNA MUCHACHA, ASEGURA EL BUCEADOR QUE LA ENCONTRÓ.
«Puedes añadir “exclusivo para el Dalakuriren”», agregó el becario mientras observaba a los agentes de policía y los paramédicos llevarse al robusto buceador.
Luego siguió un tiempo de plácida espera. El Dalakuriren había sido no sólo el primero en llegar, sino también el que había ido más lejos.
El becario y el fotógrafo se habían instalado al pie de un pino, donde intentaron resguardarse del frío del atardecer. Pronto empezó a desfilar en la oscuridad una larga hilera de medios de comunicación, de la radio y la agencia de noticias suecas a los diarios de la tarde y, por supuesto, la gente de TV4 y la televisión estatal, con sus cámaras y sus trípodes. De vez en cuando los reporteros se acercaban al jefe del equipo de rescate para comprobar si éste tenía nueva información.
Al principio, un grupo de submarinistas locales iba a ocuparse de sacar el cadáver del pozo. Después les pasaron la tarea a los submarinistas de la vigilancia costera de Härnösand. Pero entonces, a eso de las siete y media, una alta autoridad de Estocolmo debió de encender el televisor, porque de pronto era una unidad de las fuerzas especiales la que solucionaría el problema. A pesar de que iban en helicóptero, tardaron tres horas en llegar. Para entonces ya eran más de las once. Hasta ese momento, y a lo largo de la tarde y la noche, todas las redacciones se habían visto obligadas a citar el Dalakuriren y la breve entrevista realizada por el becario. Sobre la mesa del redactor jefe, el adjunto había dejado una bolsa con bollos.
Cuando llegaron las fuerzas especiales con sus uniformes negros, el escenario cambió. El jefe del equipo de rescate de Falun tuvo que ceder el mando, la zona volvió a acordonarse y en el borde del pozo se colocaron unas pesadas cajas de plástico. Los submarinistas revisaron sus bombonas de oxígeno y las cámaras de televisión pudieron captar el momento en que aquellos hombres perfectamente adiestrados se ponían sus trajes de neopreno.
Cuando empezaron a descender al pozo, los policías de Falun los observaron de brazos cruzados, como simples espectadores, y cuando regresaron a la superficie el oficial al mando convocó una rueda de prensa que sorprendió a todos.
Los periodistas se reunieron alrededor de él bajo los focos. El fotógrafo freelance sostuvo su cámara en alto, la enfocó hacia abajo y consiguió una toma de alguien que llevaba el pelo al rape y tenía el rostro surcado de arrugas y un semblante enérgico.
—Bueno, escuchadme. Aclaremos las cosas cuanto antes —empezó el oficial—. Nos consta que una parte de los medios aquí presentes han empezado a ofrecer datos antes de que se sepa de qué va todo esto.
—¿Acaso debemos solicitar una autorización? —saltó un reportero de la televisión estatal, que había emitido en directo a las seis, las siete y media y las nueve basándose en la información del Dalakuriren.
Un representante del diario vespertino más importante también se molestó:
—¿De qué va todo esto, dice? Pues va de una mujer asesinada en los confines de una mina anegada por las aguas, y que yo sepa eso es lo único que hemos contado. Al fin y al cabo, fue lo que declaró el hombre que la encontró.
—Sí, bien, pero vosotros… —dijo el oficial—. No sé de dónde habéis sacado esta información, pero empecemos por el principio, para que no haya confusiones. En primer lugar, en ese pozo no hay ninguna mujer.
Los periodistas se movieron inquietos.
—Quiero decir que se trata del cadáver de un hombre —explicó el oficial.
El becario se quedó perplejo. Acto seguido, se oyó a sí mismo exclamar:
—Pero ¡si era una chica! ¡La persona que encontró el cadáver lo dijo!
—No sé con quién has hablado —replicó el oficial con aspereza—, pero es el cadáver de un hombre. Y lleva muerto varios días, tal vez mucho más. Por tanto, antes de sacarlo a la superficie, mis hombres cubrirán el cuerpo adecuadamente, a fin de preservar pistas o pruebas. Os recuerdo que de momento no sabemos nada sobre las causas de su muerte. Según mis hombres, no hay ningún indicio inequívoco de que se trate de un asesinato.
—¿Eso significa que sí hay algo que lo desmienta? —preguntó el becario.
El oficial apretó los dientes y pareció que iba a contestar, pero prefirió dar por finalizada la rueda de prensa.
—Esto ha sido todo, gracias —dijo—. No estaría de más que, en el futuro, intentarais ateneros a los hechos. Ahora vamos a ampliar el perímetro de seguridad hasta unos doscientos metros, por consideración a los posibles parientes y allegados. Sería mejor que empezarais a recoger vuestras cosas.
Sin embargo, a pesar de todas las medidas de precaución, a la mañana siguiente los dos diarios vespertinos del país publicaron la foto: el cuerpo de un hombre sacado del pozo de una mina, cubierto hasta la barbilla por una bolsa para cadáveres de las fuerzas especiales.
La larga cabellera blanquecina, que la luz de los flashes hacía que pareciese una aureola, enmarcaba un rostro exangüe. Sin embargo, lo que los lectores de los periódicos seguramente recordarían con mayor nitidez era el profundo corte que alguien o algo le había hecho en la frente, y que semejaba la cuenca vacía de un tercer ojo.