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Niflheimr

Con cada paso que daba, Erik Hall advertía que sus botas de agua se hundían cada vez más. Hacía rato que tenía agujetas en las piernas, pero ya no podía faltar mucho.

Corpulento como un culturista, con tres bolsas de material de buceo colgando de la espalda, no era de extrañar que el musgo empantanado cediese bajo sus pies. Lo que sí resultaba extraño era que el bosque se hubiese sumido tan pronto en la oscuridad. Antes, al cerrar el maletero del coche en el área de descanso, había mirado y el linde del bosque le había parecido claro y tentador. En ese momento, después de una hora de dura caminata, una niebla lechosa flotaba entre la maleza. Sin embargo, Erik Hall aún no se había arrepentido.

Cuando por fin vislumbró el claro detrás de los últimos troncos, se detuvo y por un instante tuvo dudas. Entonces, a través del húmedo velo blanco, divisó los restos de la vieja empalizada. Putrefactos, sobresalían como dedos admonitorios delante de la pronunciada pendiente que bajaba hasta la entrada de la mina. Dio las últimas zancadas por la hierba y se deslizó cuesta abajo hasta el rellano que había frente a la mina. Una vez allí, apagó su navegador GPS y se desprendió del equipo que cargaba. Enderezó la espalda para desentumecerla y estiró las extremidades.

Hacía un frío húmedo que calaba los huesos, igual que el día anterior, cuando había conseguido dar con aquella mina abandonada.

Las pesadas bombonas de oxígeno seguían donde las había dejado, igual que aquel hedor repugnante. Respiró hondo por la nariz. Algo debe de estar pudriéndose cerca de aquí, pensó. Tal vez el cadáver de un corzo, infestado de larvas y gusanos.

La neblina había convertido la luz en penumbra, y cuando se asomó al abrupto pozo le resultó difícil distinguir los detalles. Sin embargo, en cuanto sus ojos se acostumbraron consiguió vislumbrar, a unos treinta metros de profundidad, los troncos que apuntalaban las paredes de la mina, y una imagen de dientes escasos y ennegrecidos revoloteó en su mente. Tuvo la sensación de estar examinando la boca de un viejo.

Erik retrocedió y tomó aliento. El hedor parecía provenir del agujero.

En todo caso, había llegado la hora de congratularse. Pocos serían capaces de abrirse camino a tientas entre esa penumbra y volver a encontrar el camino correcto. Cualquiera podía utilizar un navegador GPS para llegar de Falun a un sitio concreto de Sundborn o Sågmyra, pero encontrar un lugar a más de medio kilómetro en medio de una región salvaje era harina de otro costal.

La mayoría de las minas abandonadas, por no decir todas, estaban señaladas con exactitud en los mapas. De eso se habían ocupado los hombres de la Inspección de Minas de Suecia, el Bergsstaten. No obstante, era evidente que se habían olvidado de aquel agujero, y Erik había llevado hasta allí todo el equipo que necesitaría para bajar.

Fue al abrir la cremallera de la primera bolsa cuando reparó en el silencio.

Cuando había iniciado la marcha aún se oía el rumor de los coches. No muy fuerte, naturalmente, pero lo bastante para tener la sensación de que no estaba del todo desamparado. Recordó el martilleo de un pájaro carpintero y el rumor de los animalitos entre la maleza. También el ruido de alguna ave al desplazarse de rama en rama mientras el bosque todavía estaba iluminado. Luego, cuando la neblina se posó, apenas había percibido otra cosa que su propia respiración y el chasquido de las ramas al abrirse camino a través de la espesa maleza.

Ahora, nada.

O tal vez sí: el débil zumbido de las moscas que empezaban a congregarse a su alrededor. Curiosas, fisgoneaban en su bolsa buscando comida. En la primera bolsa sólo había cuerdas, mosquetones y crampones. El cuchillo de titanio de doble filo. El taladro a pilas, el arnés y la linterna que fijaría en el guante de buceo derecho.

Tras depositarlo todo sobre la amarillenta hierba, Erik abrió el compartimento lateral de la bolsa. Allí estaban los instrumentos de precisión finlandeses en sus estuches rígidos. Extrajo el profundímetro que determinaría a cuánto se sumergiría en el pozo anegado, y después un clinómetro para estimar la inclinación de las galerías, una vez hubiera llegado allí.

La profusión de moscas iba en aumento, flotaban alrededor de él como una nube de mugre. Erik espantó a las que intentaban meterse en su boca, al tiempo que sacaba de la segunda bolsa los reguladores y los tubos destinados a mantenerlo con vida. Montó la primera parte y verificó la presión de las bombonas. Luego retrocedió un poco, pero el enjambre de moscas siguió sus pasos.

Medio erguido en la grava, se quitó las botas de goma, los pantalones y la cazadora de camuflaje. Mientras los insectos se le posaban en la cara y el cuello, abrió la última bolsa. Debajo del ordenador de buceo y la linterna frontal esperaba la voluminosa ropa interior y la gomosa piel del traje de neopreno, laminado de tres capas negro brillante, especialmente diseñado para soportar la inmersión en aguas gélidas.

Tras ponerse la parte inferior del traje, se inclinó y se calzó los botines de buzo con refuerzos de goma por encima del talón. Volvió a incorporarse e introdujo la mano izquierda y luego la derecha por los puños de látex. Se ajustó bien el traje y, finalmente, se subió la capucha integral de neopreno. Ahora sólo quedaban al alcance de las moscas los ojos y parte de las mejillas.

A continuación, abrió la bolsa que contenía las aletas y las gafas de buceo. En la boca del pozo, el rancio hedor a huevo podrido lo hizo vacilar, pero aun así enganchó la bolsa a una cuerda de nailon que empezó a largar. En su accidentado descenso, la cuerda alcanzó los cuarenta o cincuenta metros, y siguió bajando. Pasaron varios minutos hasta que tocó el agua que anegaba el fondo de la mina.

Aseguró la cuerda con un par de vueltas y nudos alrededor de una roca y luego fue por el equipo de escalada y los ganchos. Después se arrodilló junto al pozo. El áspero zumbido del taladro rompió el silencio, y pronto pudo colocar el primer tensor. Tiró con fuerza para comprobar que aguantaba. Entonces encendió el taladro de nuevo y colocó el segundo tensor.

Cuando estuvo listo, cargó a sus espaldas la bolsa de cincuenta kilos con las bombonas, el chaleco de buceo y los tubos. Sus piernas se habían fortalecido tras numerosas horas de entrenamiento en casa, pero aun así flaquearon por un instante bajo el peso de los cilindros de acero. Luego se fijó la hebilla del arnés a la altura del tórax y probó varias veces el freno con bloqueador automático de las cuerdas, que regularía la velocidad del descenso. Por fin, Erik Hall se descolgó por el borde del pozo y empezó a bajar.

En internet podían encontrarse imágenes borrosas de urban explorers que en Los Ángeles recorrían sin mapas, kilómetro a kilómetro, el claustrofóbico sistema de alcantarillado. También, de unos italianos que se dedicaban a deslizarse entre ratas y basura en las antiguas catacumbas, y de unos rusos que narraban expediciones a cárceles abandonadas de los tiempos soviéticos, a muchos metros de profundidad. De Suecia se encontraban breves películas que mostraban pozos de minas semiderruidas, donde unos submarinistas nadaban en aguas negras a través de túneles que parecían no tener fin.

Estos últimos se llamaban a sí mismos los Buzos de Baggbo y su sede se hallaba a las afueras de Borlänge. También estaban los Gruf de Gävle, los Wärmland Underground de Karlstad, y otros grupos similares en Bergslagen y Umeå. Además de todos ellos, había gente como Erik Hall, que buceaba por su cuenta y prefería ir por libre. No era recomendable, pero había quien lo hacía.

Puesto que intercambiaban consejos sobre tipos de equipamiento y las grutas que valía la pena explorar, todos los que practicaban esa variedad de submarinismo se conocían. Hacía años que eran los mismos hombres. Sí, hombres, porque todos eran o habían sido hombres, sin excepción.

Sin embargo, unos meses atrás un grupo de chicas habían empezado a colgar en la Red fotos de sus inmersiones en minas. Se hacían llamar las Dykedivers. Nadie parecía saber de dónde venían ni quiénes eran en realidad, y nunca contestaban a las preguntas que se les formulaban. O al menos a las que Erik les había enviado a modo de prueba.

Al principio, cuando visitaba la página de las chicas, sólo encontraba fotografías muy borrosas. Más tarde llegaron películas de inmersiones avanzadas, y el día anterior había aparecido una instantánea de un pozo de mina en Dalarna.

La fotografía mostraba a dos mujeres con traje de submarinismo en una estrecha galería: mejillas pálidas, labios carmesí y sendas cabelleras, negras y brillantes, cayendo sobre los hombros. Detrás, en segundo plano, aparecía escrito con espray azul: «2 de septiembre, profundidad 166 metros».

Debajo de la fotografía, las chicas habían especificado un par de coordenadas GPS que indicaban un lugar cerca de la mina de cobre de Falun. La posición se hallaba a apenas unos kilómetros de donde Erik Hall tenía su cabaña de veraneo.

Pozo anegado del siglo XVIII que encontramos en este mapa / lamontañadecobre l786.jpg /, una bendición del archivo provincial de Falun. Después de los escombros hay galerías, para los que consigan llegar.

No es país para viejos;)

El freno automático lo bajó lentamente a las profundidades.

En la boca del pozo, la nube de moscas seguía arremolinada, pero allí abajo, en la oscuridad, Erik estaba solo. Ahora respiraba por la boca, para evitar el olor a azufre. Cuando miraba alrededor le parecía estar en otra época. Escaleras corroídas por la herrumbre, pozos ciegos derrumbados, marcas de picos y palancas. Tomó impulso apoyándose contra la pared y se contorsionó para evitar ganchos retorcidos y cadenas oxidadas. A la luz parpadeante de la linterna frontal distinguió unas cifras que indicaban las medidas en brazas y varas.

Cuando se desciende solo a una mina no caben los errores. Sin embargo, no debería ser difícil, intentó convencerse, al fin y al cabo no era más que un hoyo vertical con unos apuntalamientos que llevaban siglos soportando la presión de la montaña. A pesar de ello, los pozos de las minas viejas nunca son realmente seguros. Lo que parecía una grieta insignificante podía muy bien tener una enorme profundidad. Y si la pared se desmoronaba era probable que alguno de los bloques de más de una tonelada de peso que colgaban sobre su cabeza se desprendiera y le cayese encima.

¿Cuánto quedaba todavía?

Erik partió una varita luminosa y la dejó caer. La pequeña antorcha desapareció en la oscuridad y, antes de lo que había supuesto, oyó un chapoteo. Allá, en el fondo, la varita emitía un centelleo verde, cabeceando sobre el agua negra. El altímetro que llevaba en la muñeca indicaba que ya había descendido unos setenta metros, y el frío iba en aumento. En la pared rocosa la escarcha resplandecía; la siguiente varita luminosa aterrizó sobre un témpano.

Entonces descubrió un pequeño saliente justo encima del agua. Estaba a unos diez metros y para alcanzarlo tendría que sortear unos toscos bloques de piedra. Una vez lo logró, empezó a tirar de la cuerda de la bolsa, que debía de estar flotando en algún sitio. Fue inesperadamente dificultoso, pues las islas de hielo la atrapaban.

Y ahora, lo más importante.

De un bolsillo del traje de neopreno sacó un pequeño espray rojo, lo sacudió y procedió a pintar, con movimientos rápidos, una E y una H enormes. Debajo escribió «7 de septiembre, profundidad 91 metros». Después extrajo la cámara submarina, la sostuvo con el brazo estirado y se hizo unas fotos. Sus iniciales aparecían nítidas sobre la pared de roca a un lado de la cabeza.

Pero entonces decidió que enviaría las fotos a aquellas chicas, así que debía causar buena impresión. Se quitó la capucha y se pasó la mano por los rizos. Repitió las fotos con flash. Examinó el resultado en la pantalla de la cámara. Pasable. El cabello había empezado a ralear después de los treinta, pero apenas se notaba. Y las marcadas ojeras le daban un aire de dramatismo, pensó.

Luego se puso en cuclillas, en medio del hedor y el frío. Intentó olvidar que nadie sabía que estaba allí ni lo echaría de menos si al final se ahogaba o desaparecía en aquellas galerías subterráneas.

Las Dykedivers habían dejado crampones en los que podría atar la cuerda de seguridad durante la inmersión. Cuando lo hubo hecho, se calzó las aletas por encima de los botines. Se ajustó las gafas de buceo y se colocó el regulador en la boca; inspiró para probarlo. Antes de soltar el aire ya se había zambullido.

Bajo el agua, las oscuras paredes del pozo absorbían la mayor parte de la luz. Sin embargo, la visibilidad era relativamente buena, y el haz de luz llegaba más lejos de lo que se había atrevido a imaginar.

De pronto, algo metálico desprendió un destello a cierta distancia. Erik tomó impulso contra la pared del pozo y se lanzó al vacío. Lo siguió la cuerda de seguridad, culebreando a través del agua como una cola.

A la luz de la linterna que sujetaba en la mano derecha apareció el fondo. Una cisterna de cobre se elevaba un par de metros. También había algo más, unos triángulos afilados. Erik agarró la hoja de lo que resultó ser una sierra circular.

Apretó y el buje corroído se rompió; al soltarse el disco, unas láminas de óxido cayeron lentamente hacia el fondo, donde se aposentaron sobre una capa de limo y fango verde pardusco. Erik extendió el brazo y derribó de un empujón unas barras alargadas. Se levantó una nube de polvo entre los restos de las vagonetas que antaño se utilizaban para transportar el mineral extraído.

Agitó despacio las aletas y flotó ingrávido por encima de una carretilla. La cámara submarina empezó a lanzar flashes captando imágenes de los utensilios de hierro que alguien había abandonado allí tiempo atrás. Herramientas de precisión, mazos, cinceles, un hacha. Vio pistones resquebrajados y, más allá, algo similar a rieles.

Erik dejó que su cuerpo se sumergiera y aterrizó al lado de unos raíles de vía estrecha. Comprobó el profundímetro: veintiún metros por debajo de la superficie del agua. Aunque se decidiera por una emersión lenta para evitar el mal del buzo, aún le quedaba bastante oxígeno. Nadó sobre las vías, que lo alejaron del centro del pozo. Junto a su nuca, el tubo de oxígeno soltaba burbujas y tuvo la sensación de que se estaba adentrando en un pasillo más estrecho. Con cautela, redujo la velocidad. Fue entonces cuando divisó la entrada a una galería con un trozo de tela amarillo sujeto a un gancho.

Avanzó unos metros y la iluminó con la linterna frontal. No era un trozo de tela lo que colgaba allí, sino una tira de neopreno amarillo de siete milímetros. Triple costura, confeccionado para ser visible en aguas turbias. Las chicas probablemente habían cortado un viejo traje para señalar el camino.

La galería medía unos dos metros de alto y en medio había una vagoneta oxidada. El espacio entre ésta y el techo parecía suficiente para introducirse por él. Quizá se tratara del inicio de un sistema de galerías y pozos de varios kilómetros de extensión, pero sin un mapa era imposible determinarlo. Sin embargo, de acuerdo con las fotografías de las Dykedivers, conducía a un lugar lo bastante seco para soltarse el pelo.

Erik consiguió deslizarse por encima de la vagoneta e intentó incrementar la velocidad gradualmente. Con una tercera parte del oxígeno de reserva, le quedaban cuarenta y cinco minutos de buceo. Podría seguir adelante unos quince minutos antes de dar media vuelta para regresar a la superficie.

Cuanto más se adentraba en el pasadizo, más estrecho se hacía éste. El cimómetro indicaba once grados de inclinación, e iba en aumento. Más adelante, seguramente la galería saldría de la zona anegada y estaría seca y llena de oxígeno, o… Llegó a una bifurcación. El pasadizo que continuaba a la izquierda parecía practicable. En cambio, el de la derecha apenas tenía un metro de ancho y estaba derruido.

La linterna frontal no le facilitaba adentrarse demasiado en el oscuro pasadizo, aunque la luz mostró otra tira amarilla de neopreno: las Dykedivers habían tomado este dificultoso camino. Pero ellas eran delgadas, y además podían ayudarse mutuamente. Él, en cambio, estaba solo, como de costumbre, y ni siquiera disponía de espacio para volverse en caso de emergencia.

Pasó la mano por el mineral escarchado y se quedó un rato flotando. Decidió tomar la bifurcación de la izquierda, aunque no tardó en arrepentirse, pues un poco más adelante la galería volvía a estrecharse.

Diez metros, veinte, treinta. Pronto rozaría las dos paredes con los dedos. A los cuarenta metros, sus hombros tocaron las paredes. Cuarenta y cinco metros. Distinguió un angosto paso entre dos puntales de hierro. Ladeó el cuerpo y consiguió abrirse camino.

La galería continuaba estrechándose y no tardó en llegar a otros dos puntales, esta vez tan cercanos que necesitaba retirar uno de ellos para seguir adelante. Iluminó el puntal izquierdo; era evidente que no podría moverlo. En el derecho, en cambio, el óxido parecía haber corroído los anclajes inferiores. Observó que en el techo se habían soltado dos pernos, mientras que otros dos parecían seguir en su sitio.

Agarró el puntal e intentó moverlo con cuidado. Cedió apenas unos milímetros. ¿Y si tiraba con más fuerza?

Erik flotaba sobre las estrechas vías.

Dejó que la linterna frontal barriera la oscuridad hasta lo más hondo. Si daba media vuelta allí… Volvió a empujar el puntal y éste se soltó inesperadamente de la pared. La grava y las piedrecitas que se desprendieron le nublaron la visión. Erik se encogió temiendo el derrumbe inmediato de la montaña, pero no sucedió así. Al cabo de unos instantes empezó a avanzar a tientas arrastrando las manos enguantadas entre el limo. Con gran esfuerzo logró finalmente pasar por el pequeño hueco que había quedado.

Superado este embudo, el túnel se ensanchaba. Erik se dijo que debía darse prisa. ¿Era posible que el corredor en que se hallaba y el de las Dykedivers volvieran a encontrarse un poco más allá? En apenas unos minutos había recorrido unos noventa o cien metros. Ciento veinte, ciento treinta, quizá. No tardaría en salir a la superficie, pues la inclinación seguía siendo la misma.

Agitó las aletas con fuerza y la linterna frontal iluminó las paredes en busca de obstáculos. Erik estaba tan ocupado vigilando los lados que no advirtió que iba a topar con una puerta de hierro hasta que estuvo a pocos metros de ella. Muy oxidada y con grandes grietas que la atravesaban, colgaba torcida de los goznes que la sujetaban a la pared del túnel. Por un resquicio observó que el pasador estaba echado.

Estudió la superficie parda y quebradiza de metal y de pronto vio… ¿Qué? ¿Restos calcáreos, tal vez?

Se acercó más.

No, no era calcáreo, sino trazos de tiza. Alguien había escrito una palabra incomprensible: NIFLHEIMR.

¿Sería el nombre de la mina? En cualquier caso, esa puerta de hierro debería haber estado cerrada, a menos que…

Posó la mano sobre la herrumbrosa superficie y empujó.

La puerta se movió, aunque sólo un poco.

Empujó con más fuerza y oyó, a través del agua, el chirrido del gozne. Erik absorbió oxígeno, tomó impulso y presionó con ambas manos.

El gozne cedió. La puerta cayó hacia atrás y se elevó una nube de lodo que tiñó el agua de marrón. Tenía que recuperar la visibilidad. Se apoyó contra la pared y se propulsó hacia delante. No le dio tiempo a ver la escalera que había detrás de la puerta de hierro. Se golpeó la frente contra el peldaño inferior y las gafas de buceo y el regulador de aire salieron despedidos. Medio aturdido, tragó agua y buscó a tientas el tubo de reserva, en vano. Cerró los ojos con fuerza y sintió que los pulmones le ardían en busca de oxígeno.

Oxígeno.

Presa de la desesperación se impulsó hacia arriba e, inesperadamente, salió a la superficie. Boqueó, resopló y escupió, hasta que lo asaltó un hedor nauseabundo. Contuvo la respiración para detener las náuseas. Subió los últimos peldaños y se desplomó en el suelo. Ahora sólo debía respirar por la boca, sólo por la boca…

Una vez se hubo recuperado un poco, echó un vistazo a aquella galería. Rodó sobre la espalda y descansó. Finalmente consiguió incorporarse.

De pronto advirtió que le faltaba la cuerda de seguridad que marcaba el camino de vuelta al pozo de origen. Debió de soltársele al desprenderse la puerta de hierro y levantar la nube de lodo. Sin embargo, volver por ella no sería tarea fácil, al menos hasta que el agua recobrase parte de su transparencia. Podía esperar un rato.

El hedor a podredumbre le impedía pensar con claridad.

Se quitó las aletas y las gafas de buceo, que se dejó al cuello. Dirigió la linterna hacia el fondo de la galería. Se adentraba, estrecha y húmeda, en una oscuridad negra como el carbón. Erik se puso en pie y echó a andar.

Las paredes del túnel eran lisas y regulares. De pronto llegó a una bifurcación. Tomó el ramal de la derecha. Luego el túnel volvía a dividirse, pero el nuevo ramal de la derecha estaba lleno de piedras. Siguió, pues, el de la izquierda, y después nuevamente el de la derecha cuando la galería volvió a bifurcarse. Sin embargo, resultó que ése no tenía salida, de modo que regresó sobre sus pasos hasta la bifurcación. Por cierto, ¿por qué túnel había ido? Erik titubeó en medio de aquel hedor insoportable.

Tras una breve pausa, se adentró aún más en el laberinto. Tenía la vaga sensación de que se dirigía hacia el norte. Jadeaba. Su aliento se transformó en vaho. En la galería ya no había signos de que allí se hubiese trabajado, sólo racimos de estalactitas que colgaban del techo bajo. Hacía un frío tremendo, capaz de atravesar las tres capas del traje de neopreno.

¿Y si resultaba que no podía regresar a la superficie? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguien empezara a preguntarse dónde estaba? ¿Se le ocurriría a alguien buscarlo? Erik golpeó con fuerza la pared del túnel y el haz de luz tembló.

Su madre había muerto hacía tiempo, y por alguna razón a Erik le dio por pensar en lo que dejaría en su solitaria cabaña. Las pruebas de su celebridad: tres viejos recortes de prensa que había guardado.

Uno hacía constar que en sus tiempos de instituto había hecho once puntos en un partido de baloncesto. Otro consistía en una fotografía de cuando el periódico local hizo un reportaje sobre Dala-El, aunque él estaba un poco escondido. Y, por último, el que recogía su verdadero éxito: una breve cita en el principal diario de la tarde, cuando un verano publicaron un artículo sobre la mina de Falun. En éste, de hecho, aparecía su cara. Y, a propósito de caras, no debía olvidar por qué estaba allí: las Dykedivers…

Se detuvo.

Y cuando sus piernas dejaron de moverse comprendió que aquello realmente podía ser el final. Echó un vistazo a su profundímetro, que señalaba unos inconcebibles 212 metros. Casi cincuenta metros más que las chicas, y lo había logrado sin la ayuda de nadie.

Con los dedos helados, sacó el espray y con trazo tembloroso garabateó una nueva firma: «E. H., 212 metros». Tas reflexionar un instante, añadió: «Ad extremum». Era una expresión muy lograda que había visto una vez en la tele. Ad extremum, al final del camino, en el caso de que lo hubieran traducido correctamente.

Se fotografió una vez más. El frío era tan intenso que esta vez se dejó puesta la capucha. Cuando miró la foto en la pantalla, vio que tenía los ojos enrojecidos por la falta de oxígeno. Barrió una última vez las paredes del túnel con la linterna frontal. Había algo que…

Dio un paso adelante.

Luego, una vez más, el haz de luz iluminó una superficie de metal oxidado. ¿Otra puerta? Debería volver atrás.

Sí, era una nueva puerta de hierro, igual que la anterior, también con el pasador echado por dentro. Y otra palabra (¿escrita con la misma tiza?): NÁSTRÖNDU.

Respiró una bocanada de aquel aire denso. ¿Náströndu? Pero daba igual lo que pusiera en el metal oxidado, porque ya lo había decidido: tenía que regresar sobre sus pasos…

No obstante, dio un ligero empujón a la puerta, que cedió abriéndose de par en par sobre unos goznes chirriantes. Cuando logró recuperar la respiración, Erik se atrevió a asomarse dentro y echar un vistazo.

Justo detrás de la puerta, una escalera descendía abruptamente.

Diez minutos más, se dijo presa de la curiosidad.

Puso su reloj en hora y sus botines de goma se desprendieron del suelo fangoso con un crujido al dar el primer paso. La escalera trazaba una estrecha espiral que, peldaño a peldaño, lo condujo cada vez más abajo. Cuando llegó al final se encontró en… Bueno, ¿cómo podía llamarlo? ¿Una cripta? O, mejor, una enorme gruta. Sí, una gran gruta natural, eso era, de unos veinte metros de altura.

El agua goteaba lentamente desde lo alto e iba a dar a una poza llena a rebosar. En medio de ésta se elevaba una piedra, sobre la cual había algo parecido a un saco. La atmósfera era densa como lodo viscoso y a Erik le costaba respirar. Además, el hedor era peor que nunca.

Decidió dar una vuelta rápida y sacar unas fotos.

Intentó moverse con el mayor sigilo, pero sus pisadas parecían resonar en toda la montaña. Se detuvo para tranquilizarse un poco y oyó las goteras. El haz de la linterna barrió las paredes. A la derecha brillaba una veta de cobre que se extendía hasta el techo de la gruta. ¿Y a la izquierda?

Se sobresaltó al ver lo que parecía una especie de bóveda. Sin embargo, cuando se acercó y pasó el guante por la superficie rocosa comprendió que sólo era un juego de sombras. Alumbró una última vez el lado izquierdo para luego… ¡Allí había algo!

El mismo trazo inseguro y probablemente la misma tiza, pero esta vez quienquiera que fuese se había molestado en escribir más de una palabra. Erik apenas fue capaz de deletrear las líneas temblorosas de texto. Sacó la cámara. El flash se disparó, y Erik miró incrédulo la pantalla.

De regreso hacia la escalera se le ocurrió llevarse un recuerdo del corazón de la montaña. ¿Quizá un trozo de aquel saco sobre la piedra que había en medio de la poza?

Lo siguiente que sintió fue el frío al adentrarse en el agua, pues le llegaba hasta la cintura. Cuando finalmente alcanzó el saco vio que estaba cubierto de una especie de red mohosa.

Se quitó los guantes para agarrarlo mejor.

Era un revoltijo escurridizo y viscoso de hilos grises y negros. Intentó retirarlos y descubrió un objeto enredado. Parecía una especie de herramienta. La cogió por el mango de metal, pero no consiguió moverla. Recorrió la lisa superficie con la mano y topó con dos, no, tres cuerdas atadas al mango.

Sacó el cuchillo de titanio y con su afilada hoja cortó la primera cuerda. Emitió un chasquido. ¿Un chasquido? ¿Acaso la cuerda era tan vieja que se había petrificado?

Agarró la segunda e hizo un nuevo corte. Otro chasquido agudo y, de pronto, el saco empezó a ceder. A pesar del frío, Erik sintió un calor febril. Cortó la tercera cuerda y volvió a respirar con normalidad.

Al principio, cuando el mango se soltó, pensó que se trataba de una llave extraordinariamente larga. Pero, cuando la parpadeante linterna iluminó el objeto, vio que en realidad era una especie de cruz. Tenía un mango y un travesaño, y por encima de éste sobresalía una lazada. Era blanca, brillaba en la oscuridad y tenía la forma ovalada de una trampa para animales.

La agarró con la mano desnuda entre la madeja de hilos e intentó retirarlos para llegar al contenido del saco. Parecían cosidos, de modo que cogió un manojo y tiró con fuerza, llevándose todo el saco, que salió disparado y lo golpeó. Erik trastabilló, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.

Su cabeza desapareció bajo el agua helada de la poza. Cuando consiguió incorporarse y quedar en cuclillas, a la luz de la linterna de pronto vio una cara desencajada. Un rostro de mujer. En torno a los ojos desorbitados la piel era fina como papel, y en la frente tenía un agujero del tamaño de una moneda.

Erik rozó debajo del agua las tres cuerdas que había cortado, y comprendió que no se trataba de cuerdas, sino de dedos de una mano. Retrocedió instintivamente, pero la cabeza de la mujer lo siguió como si de una muñeca de trapo se tratara. Advirtió entonces que los hilos que sostenía eran en realidad la larga cabellera de un cadáver. Y se dio cuenta también de que ésa era la fuente de aquel olor a putrefacción. La mujer hedía a sangre y hierro. Erik ubicó enseguida aquel olor: era el del barniz rojo conocido como «rojo Falun».