Su rostro se había marchitado, no cabía duda. A pesar del empeño de la maquilladora, nada podía ocultarlo, y eso que se había esmerado: quince minutos con la esponja, el cepillo y los polvos color melocotón. Tras ponerle de nuevo las gafas Ray-Ban, sus mejillas grisáceas mostraban aún un brillo enfermizo. La chica le dio un ligero golpecito en el hombro y dijo:
—Tranquilo, Don. Ahora mismo vendrán a buscarlo.
Luego le sonrió en el espejo e intentó parecer satisfecha, pero él sabía lo que ella estaba pensando: «A farshlepte krenk[1]» una enfermedad incurable: eso es el envejecimiento.
Había dejado su cartera apoyada contra el pie de la silla giratoria. Cuando la maquilladora se hubo marchado, Don se agachó y empezó a hurgar entre frascos, ampollas y blísteres. Sacó dos comprimidos redondos: 20 mg de diazepam. Volvió a incorporarse en la silla, se los puso sobre la lengua y tragó.
A la luz de los fluorescentes del espejo, el minutero del reloj de pared dio un saltito: las seis y treinta y cuatro minutos. Un televisor con el volumen muy bajo emitía las noticias matinales. Faltaban once minutos para que empezara el programa de entrevistas de la mañana.
Llamaron a la puerta y una figura corpulenta se asomó.
—¿Es aquí dónde maquillan?
Don asintió con la cabeza.
—Luego tengo que ir a TV4 —añadió el recién llegado—. Espero que las chicas se esmeren y el maquillaje me dure.
Avanzó por el suelo de linóleo azul y se sentó al lado de Don.
—Me parece que saldremos juntos, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí, eso parece.
La silla giratoria chirrió cuando el hombre se inclinó hacia Don.
—He leído sobre usted en los diarios. Es el experto o algo así, ¿verdad?
—No es precisamente mi especialidad —contestó Don—. Pero haré lo que pueda. —Se puso en pie y descolgó la americana del respaldo de la silla.
—Pero en los diarios dicen que usted sabe mucho sobre esto —insistió el hombre.
—Bueno, si ellos lo dicen…
Don se puso la americana de pana, y cuando se disponía a colgarse la cartera del hombro, el desconocido lo retuvo agarrándolo por la correa y dijo:
—No tiene por qué darse tantos aires. Fui yo quien lo encontró todo allá abajo, ¿sabe? Y por cierto, se trata de… —Vaciló un instante—. Se trata de un asunto en el que usted podría ayudarme.
—¿Ah, sí?
—Es un… —Lanzó una rápida mirada a la puerta para cerciorarse de que estaban solos—. Bueno, allí abajo encontré algo más. Un secreto, podríamos decir.
—¿Un secreto?
El hombre tiró de la correa para que Don se inclinara.
—Lo tengo en casa, en Falun. Si le va bien, me gustaría que se acercara y… —Su voz se apagó.
Don siguió su mirada hasta la puerta, donde ahora sí aguardaba la presentadora del programa, que vestía chaqueta beige y falda formal.
—Veo que ya os habéis presentado —dijo con una sonrisa nerviosa—. ¿Qué tal si seguís hablando más tarde? —Señaló en dirección al pasillo, donde una pantalla iluminada en rojo indicaba: «Emisión en curso»—. Por aquí, señor Titelman.