La mañana del 24 de diciembre, Morosini y Vidal-Pellicorne llegaron a la estación de Santa Lucia después de un viaje sin incidentes. La Mancha se había mostrado complaciente y el confort de la Compañía Internacional de Coches Cama había sido tan irreprochable como siempre.
Adalbert estaba de un humor inmejorable. Le encantaba la perspectiva de pasar las fiestas en Venecia, que no había visitado desde hacía mucho, y quizá todavía más la de vivir unos días en uno de esos magníficos palacios semiacuáticos cuyo esplendor le había hecho soñar cuando era adolescente. La idea de que ese palacio fuera de un amigo lo colmaba de satisfacción.
—¿Desde cuándo nos conocemos? —había preguntado mientras, tras la parada de Mestre, el tren recorría lentamente el dique que separa Venecia de la tierra firme y los viajeros miraban a través de las ventanillas cómo la Serenísima se acercaba a ellos entre la bruma lechosa de la mañana.
—Desde la primavera pasada. En abril creo que fue.
—Es curioso. Me parece que hace mucho más tiempo. Que hemos compartido la infancia, o los estudios, o, ¿por qué no?, la familia. En tan sólo unos meses, te has convertido en un hermano para mí.
Como sabía que los accesos de ternura de su amigo no duraban mucho y que incluso llegaba a lamentarlos, Aldo lo asió de un hombro con firmeza.
—Yo tengo la misma impresión —murmuró. Y se apresuró a añadir—: Mira, las cúpulas parecen pompas de jabón que reposan sobre el agua. Hará un día precioso.
Al bajar del tren, se dirigieron presurosos a la salida, seguidos de dos maleteros encargados de su equipaje.
—He pedido que vengan a buscarnos con la góndola —dijo Morosini—. He pensado que, tratándose del día de nuestra llegada, te gustaría más que la barca de motor.
—Puedes estar seguro. Gracias.
La orilla del Gran Canal, al igual que la estación, estaba abarrotada de gente. A esa hora se cruzaban los viajeros que llegaban de París con los que iban a tomar el expreso de Viena. Aquello creaba una especie de barullo, y los dos hombres tuvieron cierta dificultad para llegar al borde del agua, donde Zaccaria, fiel a sus tradiciones de bienvenida, los esperaba junto a la góndola de los leones de bronce alados estacionada no lejos del embarcadero del vaporetto. Pero, en vez de examinar la multitud para localizar a los que había ido a buscar, el mayordomo le daba la espalda, y fue Zian, tocado con su sombrero de cintas más bonito, el primero en saludar a su señor y a su amigo.
—¿Qué pasa, Zaccaria? —dijo Morosini—. Parece que no somos nosotros los que te interesamos.
El esposo de Celina apenas se volvió. Y lo hizo para señalar la barca del hotel Danieli, que estaba acercándose.
—¡Mire! —dijo.
A bordo sólo había una pasajera, una joven delgada como una azucena y de cabellos rojos como el fuego, con un conjunto de terciopelo verde y piel de zorro que Morosini conocía. No había otra cabeza que pudiera llevar con esa elegancia insolente el gracioso tricornio que le tapaba una ceja.
Olvidándose de los que lo rodeaban, Aldo se acercó y ofreció la mano a la joven para ayudarla a bajar de la barca. Ella le sonrió sin manifestar la menor sorpresa.
—Me enteré de que volvía hoy —dijo—, pero no sabía a qué hora llegaba.
—Si no, se las habría arreglado para evitarme, ¿verdad?
—No sé por qué… Ayer pasé por el palacio para recoger unas cosas y saludar a Celina. Fue una gran sorpresa encontrar allí a la señora de Sommières y a Marie-Angéline, que me pareció que se desenvuelve muy bien.
—¿Hace mucho que está aquí?
—No. Dos días. Como ve, llevo poco equipaje —añadió la ex Mina, señalando la delgada maleta y el maletín de cocodrilo que el empleado del Danieli acababa de bajar del barco.
—¿Y ya se va? ¿Regresa a Zúrich?
—No, voy a Viena a pasar la Navidad en casa de mi abuela…, y debo apresurarme si no quiero tener que subir al tren en marcha —añadió, consultando su reloj.
—La acompaño —decidió Aldo, apoderándose de las maletas. Pero ella se opuso.
—¡De ninguna manera! Es muy amable por su parte, príncipe, pero debería preocuparse más de sus compañeros… y no abusar de la paciencia de las que lo esperan en casa Morosini. Espero que pasen unas buenas fiestas y que el año 1923 sea menos agitado que éste.
—¿Volverá a Venecia? —preguntó Aldo con una voz que de repente le pareció ronca.
—No sé…, sí, seguro que sí. No se renuncia tan fácilmente a los antiguos amores… ¿Haría usted el favor de devolverme la mano? Difícilmente puedo marcharme sin ella —dijo con una sonrisa que atenuaba un poco la firmeza del tono.
No hubo más remedio que soltarla.
—Hasta la vista —dijo, cogiendo su neceser de viaje mientras un maletero se hacía cargo de la maleta. Luego, girando sobre sus talones, se dirigió hacia la estación.
Aldo no pudo evitar llamarla:
—¡Lisa!
Ella se detuvo, se volvió y agitó la mano libre.
—¡No tengo tiempo! ¡Feliz Navidad!
Un instante después, había desaparecido. Aldo se quedó donde estaba, un poco abstraído. La voz cansina de Adalbert lo devolvió a la tierra.
—¿Qué te ha dicho?
—¿No lo has oído? Ha dicho: «¡Feliz Navidad!»
—Es un deseo amistoso. Hay que intentar hacerlo realidad.
Aldo, sin saber muy bien por qué, lo dudaba un poco. No obstante, se dejó conducir hacia la góndola.
Saint-Mandé, marzo de 1995
FIN