El juicio contra Anielka comenzó una de las escasas mañanas soleadas de que se disfrutaba en Londres. Así pues, Aldo y Adalbert decidieron pasar por la orilla del Támesis para dirigirse al lugar donde iba a desarrollarse el drama, Central Criminal Court, más conocido con el nombre de Old Bailey, a fin de aprovechar un momento de excepcional calidez antes de sumergirse en las tinieblas de un caso que se presentaba cada vez peor.
Pese a sus minuciosas indagaciones, la policía no había logrado echarle el guante a Ladislas Wosinski, que quizás ahora sí había salido del país. Los dos amigos, por su parte, se habían repartido la vigilancia del conde Solmanski y del sacerdote polaco sin obtener ningún resultado: el cura llevaba una vida austera y regular como pocas; en cuanto al padre de la acusada, había paseado a sus perseguidores por las diversas iglesias católicas de Londres, donde rezaba largas oraciones y gastaba una fortuna en cirios, aunque no había vuelto a Shadwell. Los condujo también a la cárcel, a la embajada polaca y a casa de algunos miembros eminentes del personal de ésta, a casa de la duquesa de Danvers y, por supuesto, a casa de sir Desmond. Siempre vestido de negro, era la viva imagen del padre doliente.
Hacía un tiempo espléndido; una brisa fresca animaba a unas nubecillas blancas a perseguirse a través del cielo azul, mientras que una bandada de gaviotas se entregaba a una actividad frenética revoloteando sobre Temple Gardens, antes de descender en picado hacia el río. Era un espectáculo que serenaba el corazón, pero no hubo más remedio que resignarse a darle la espalda.
Old Bailey era un imponente edificio que databa de principios de siglo y que, con su torre y su cúpula, se parecía un poco a la catedral de San Pablo, con la diferencia de que sobre la cúpula de aquél había una gran estatua de la Justicia. Una estatua que Aldo observó con mirada dubitativa, pues los tribunales británicos, con su ceremonial de otra época, le inspiraban muy poca confianza. El interior no le pareció más alentador.
Las altas ventanas, tras las que el azul del cielo hacía guiños sonrientes, iluminaban una vasta sala revestida de madera oscura en la que ocupaba un lugar destacado el sillón del juez, situado bajo un altorrelieve que representaba la espada de la justicia apuntando hacia las armas de Inglaterra. El juez, sir Edward Collins, se sentaría allí, por encima de diversos juristas, para arbitrar el combate que acusación y defensa iban a librar dentro de un momento.
Los usos y costumbres del sistema judicial británico diferían mucho de los continentales. En Gran Bretaña, un juicio no era una investigación para determinar lo que había pasado —investigación en el transcurso de la cual el juez es una especie de inquisidor, puesto que el papel del abogado se encuentra bastante limitado—, sino un enfrentamiento, una especie de competición entre el abogado de la Corona, que representa al ministerio público, y el de la defensa, en la que se suponía que el juez era el árbitro imparcial e imperturbable. La cuestión no es, pues, saber si el acusado es culpable sino si el ministerio público ha demostrado suficientemente que lo es. La tarea del defensor es mostrarse más convincente ante los doce jurados.
La disposición interior difería mucho también. Frente al juez, la tribuna del acusado, a la que se accedía por una escalera que arrancaba en el sótano. A la derecha, y perpendicularmente a ésta, unas hileras de abogados con toga negra, alzacuellos y peluca blanca de prietos tirabuzones sobre la cabeza. Acusación y defensa ocupaban la primera fila, y sus representantes se limitaban a levantarse para intervenir. Por último, en el otro lado de la sala, en la misma línea que la especie de púlpito donde se sucedían los testigos, el jurado, al que ningún magistrado acompañaría en el momento del debate y que debería resolver guiándose únicamente por su conciencia. El público tenía acceso a las galerías superiores, un espacio del estilo del gallinero de los teatros, mientras que los diversos testigos ocupaban unos asientos situados detrás del acusado, junto con los amigos de las dos partes.
Como no se trataba de un proceso ordinario, sino de un caso que afectaba a la alta sociedad, el público, muy escogido, era admitido previa presentación de entradas que facilitaban los sheriffs encargados del mantenimiento del orden. En cuanto al banco de la prensa, estaba a rebocar y, para sorpresa de sus compañeros de aventura, Bertram Cootes, por una vez correctamente vestido, se hallaba presente y mostraba una expresión triunfal.
Como lord Desmond Killrenan había advertido a Morosini que quizá lo llamara a declarar, éste se instaló junto con Adalbert en las filas de los privilegiados, al lado de la duquesa de Danvers, que ese día lucía un sombrero de tul y de terciopelo negros bastante parecido a un nido de cigüeñas y sin duda muy molesto para las personas sentadas detrás. La duquesa recibió a los dos amigos con una especie de alivio.
—La angustia me atenaza la garganta —le confesó a Aldo—, pero me sentiré un poco mejor sabiendo que está usted cerca de mí. Tener que testificar es una prueba terrible.
—Hace mal en atormentarse tanto. El juez y los abogados la tratarán con mucha consideración. Lord Desmond es amigo suyo…
—Sí, pero sir John Dixon, el abogado de la Corona, no me tiene mucha simpatía. Siempre le ha parecido escandalosa mi amistad con el pobre Eric y nunca lo ha ocultado. Sé que nuestra justicia obliga a los abogados a comportarse con una educación perfecta e incluso con una gran cortesía, pero conozco a muchos que debajo de eso saben esconder frases y alusiones muy desagradables.
—Vamos, tranquilícese. Estoy seguro de que todo irá bien.
—¡Dios le oiga! ¿Usted cree que sir Desmond llamará a declarar a Anielka?
Ésa era también una peculiaridad de la legislación inglesa: el acusado podía ser escuchado como testigo, lo que permitía a su abogado interrogarlo directamente. Este contrainterrogatorio podía resultar beneficioso o desastroso, según los casos y… la inteligencia del acusado.
—Eso espero —susurró Morosini, pensando en la juventud y la belleza de la muchacha. Si el jurado se mostrara sensible y comprensivo, esa comparecencia quizás influyera favorablemente.
La llegada del juez hizo que la sala se pusiera en pie. Vestido de púrpura y armiño, el largo rostro enmarcado por una gran peluca al estilo del siglo XVII que recordaba bastante a un chal arrugado, sir Edward Collins hizo su entrada y se dirigió al sillón elevado entre un silencio casi religioso. En cuanto se hubo instalado, un jurista anunció el comienzo del juicio denominado «El rey contra lady Ferrals», curiosa fórmula que habría podido aplicarse a un duelo, con la diferencia de que en este caso uno de los adversarios no se encontraba allí en persona. Inmediatamente después se oyó la orden:
—¡Hagan entrar a la acusada!
Todas las cabezas se levantaron, y en la galería el público se inclinó para ver mejor. En cuanto a Aldo, sintió que se le encogía el corazón al pensar que quizá dos o tres días más tarde el juez se pondría un birrete negro, tal como era costumbre cuando debía pronunciar una sentencia de muerte.
Cuando, flanqueada por dos guardianas, Anielka emergió de las sombras de la escalera a la luz de las altas ventanas, un murmullo recorrió la multitud como una ráfaga de viento el mar, y allá arriba, en su trono, sir Edward Collins se ajustó los lentes en la nariz a fin de verla mejor. Jamás, ni siquiera el fastuoso día de su boda, la joven polaca había estado más rubia, más encantadora, más frágil y más enternecedora que con aquel traje de chaqueta de crespón negro, sin otro ornamento que el brillo de sus cabellos y de su tez, que convertía su delgada figura en el oscuro tallo «de una flor de oro».
—¡Qué pena! —murmuró la duquesa—. Acaba de cumplir veinte años y mire dónde está…
Aldo no contestó. El abogado de la Corona estaba leyendo el acta de acusación.
—Anielka-María-Elwiga Ferrals, se la acusa de haber asesinado a su esposo, sir Eric Ferrals, la noche del 15 de septiembre de 1922. ¿Es usted culpable o no culpable?
—No culpable.
La voz de la joven sonaba tranquila, clara y firme, en perfecta consonancia con su porte lleno de modestia y de dignidad. Había mirado a su acusador directamente a los ojos, sin insolencia pero con una seguridad que pareció agradarle, pues la sombra de una sonrisa flotó en sus labios.
Era imposible imaginar unos personajes más distintos que sir John Dixon y sir Desmond. El uno, alto y delgado, con un semblante de facciones toscas y angulosas, animado por unos ojos castaños particularmente vivos; el otro, más rollizo, más voluminoso, daba una impresión de fuerza acumulada. Con la peluca, que le sentaba peor aún que a los demás, presentaba un parecido bastante acusado con un bulldog; sin embargo, si uno se fijaba en su mirada, de un gris opaco y dotada de la dureza del granito, percibía que, una vez que clavaba los colmillos en su adversario, no debía de soltarlo fácilmente. Por el momento, tenía la palabra el primero; le correspondía a él romper el fuego.
Sir John Dixon expuso el caso empezando por describir rápidamente las relaciones entre el difunto y su joven esposa desde el principio de su matrimonio, aunque insistiendo en una diferencia de edad poco favorable al nacimiento de un gran amor en una muchacha de diecinueve años. Inmediatamente, sir Desmond intervino.
—Mi distinguido colega debería tener la suficiente experiencia para saber que, en una pareja, una gran diferencia de edad no representa un obstáculo insalvable para el nacimiento del amor. La personalidad de sir Eric Ferrals… e incluso me atrevería a decir su encanto podían seducir a una joven.
—Más adelante pasaremos a interrogar a lady Ferrals sobre la naturaleza exacta de sus sentimientos hacia su esposo. Por el momento, deseo centrarme en la noche del drama, durante la cual, después de haber bebido un whisky con soda en el que había diluido un papelillo de polvos contra la migraña que le había ofrecido su esposa, sir Eric encontró la muerte en cuestión de instantes…
Sir John hizo un breve relato de esa última velada sin insistir en los detalles y, para disponer de un cuadro más completo, rogó a «Su Gracia la duquesa de Danvers» que tuviera a bien salir a declarar.
—Dios mío —gimió ésta—. ¿Ya me toca?
Su intervención distó mucho de ser un éxito. Tras haber aparecido en la tribuna con una majestad que impresionó al público, tentado por unos instantes de creer que podría ser la reina Mary en persona, lady Danvers perdió enseguida el dominio de sí misma. Nerviosa, al borde de las lágrimas, la noble dama tuvo todas las dificultades del mundo para leer la fórmula del juramento. En cuanto a su relato de la velada, fue tan confuso y balbuceante que el juez acudió en su auxilio.
—Tranquilícese, se lo ruego. Comprendemos sobradamente su emoción por encontrarse aquí, y creo que habría sido preferible no hacerla intervenir tan pronto. Quizás —añadió, dirigiendo una mirada severa hacia el abogado de la Corona— deberíamos posponer esta declaración para más tarde, cuando Su Gracia se encuentre mejor.
La gratitud de la infeliz fue conmovedora.
—¡Oh, gracias, milord! —susurró, enjugándose los ojos a través del velo mientras sir John se inclinaba en silencio y la defensa aprobaba con una semisonrisa sardónica que expresaba su satisfacción.
Su adversario había querido asestar un gran golpe en la imaginación de los jurados llamando de entrada a una dama de tan alto rango, pero, como esa iniciativa había resultado desastrosa, él no estaba nada descontento. Así pues, oyó con gran serenidad llamar al inspector Pointer, el policía que había realizado las primeras comprobaciones.
Como hombre acostumbrado a este tipo de situación, hizo una declaración breve y precisa de lo que había encontrado la noche del 15 de septiembre cuando llegó a casa de los Ferrals: la confusión del personal, las lágrimas de las dos damas y la cólera del secretario, que no dudó en acusar de asesinato a la mujer de su jefe. Como si se tratara de una mera descripción, sir Desmond no consideró útil realizar un contrainterrogatorio. Con el testigo siguiente sí que iba a tener que emplearse a fondo, pues sir John Dixon estaba llamando ni más ni menos que a John Sutton.
Con su traje de sarga negro, iluminado tan sólo por la camisa blanca, el secretario parecía más alto de lo que era, más delgado y tan ostensiblemente de luto que a Aldo le pareció ostentoso. Bajo sus cabellos rubios y aplastados, su semblante estaba muy pálido.
—Si su intención era encarnar la estatua del Comendador, lo ha logrado plenamente —susurró Vidal-Pellicorne—. ¡Más siniestro imposible!
—Está aquí para pedir una cabeza. No querrás que aparezca como unas castañuelas…
Morosini se interrumpió. Sutton, con la Biblia en una mano y sin bajar los ojos hacia el texto colocado delante para que lo leyeran los testigos, prestaba juramento mirando al frente. Debía de habérselo aprendido de memoria.
—Juro por Dios Todopoderoso aportar un testimonio fiel y decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad…
La voz serena de sir John Dixon le hizo eco.
—¿Se llama usted John-Thomas Sutton, nacido en Exeter el 17 de mayo de 1899, y ejercía desde hace tres años las funciones de secretario particular de sir Eric Ferrals?
—Así es.
—La noche de su muerte, usted se encontraba en su gabinete de trabajo en compañía de su jefe, de la esposa de éste y de Su Gracia la duquesa de Danvers. ¿Con qué motivo se hallaban reunidos?
—Ninguno extraordinario, simplemente tomar una copa antes de ir a cenar. Sir Eric me había pedido que reservara una mesa en el Trocadero. Le gustaba mucho la cocina y el ambiente de ese restaurante y no era infrecuente que fuese allí con lady Ferrals. Algunas veces invitaba a Su Gracia a acompañarlos.
—¿Y a usted? ¿No lo invitaba nunca?
—Sí, pero yo prefería acompañarlo cuando iba solo o con otro hombre.
—¿Porqué?
—Lady Ferrals no me tenía en mucha estima y yo, por mi parte, le devolvía esa… enemistad. Él lo sabía…
—Lo sabía, ¿y aun así nunca le había pasado por la cabeza la idea de prescindir de sus servicios?
Un destello de cólera brilló en los ojos del joven.
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo lo conocí mucho antes de que se casara con la condesa Solmanska. Éramos… bastante íntimos, y además mi trabajo le satisfacía. Creo poder afirmar que confiaba plenamente en mí.
—No lo dudo ni por un instante, pero ¿ese antagonismo entre su esposa y usted no le contrariaba?
—Llegué a pensar que le divertía. «Está simplemente celoso, querido John, pero con el tiempo se le pasará», me decía a veces.
—Y… ¿era verdad?
—¿Que estaba celoso? Sí, señor. Siempre consideré ese matrimonio un error porque perturbaba a sir Eric, incluso en los negocios. Su cerebro ya no era ese espléndido mecanismo que funcionaba a la perfección y despertaba la admiración de todos, incluso de sus competidores. La prueba era que… bebía más.
—¿Y eso le preocupaba?
—Un poco, lo confieso. Estaba y continúo estando muy unido a sir Eric porque le debo mucho.
—¿Es ésa la razón por la que, en cuanto Scotland Yard se personó en el lugar de los hechos, no dudó en acusar a lady Ferrals de asesinato?
—En parte sí, pero no es la única razón. Hacía unas semanas que lady Ferrals había convencido a su esposo para que tomara a un compatriota suyo como sirviente.
—¿Como ayuda de cámara?
—No, como simple sirviente. Tenemos cuatro bajo las órdenes del mayordomo. Él servía la mesa, entre otras…
—Al parecer, ese hombre no le agradó… Pero, por favor, continúe.
—A primera vista, no había ninguna razón para que me desagradara: realizaba su trabajo con esmero y discreción, iba impecablemente vestido y hablaba nuestra lengua a la perfección. Quizá no habría sospechado nada si el azar no me hubiera puesto frente a una realidad desagradable. Aquella noche, sir Eric cenaba en casa del alcalde y yo había ido al teatro. Lady Ferrals estaba sola en casa… o al menos eso creía yo, pues, cuando entré evitando hacer ruido porque era tarde, vi a ese tal Stanislas…
—Un momento. ¿Cómo se llamaba exactamente?
—Había sido contratado con el nombre de Stanislas Razocki, pero después me enteré de que ése no era su verdadero nombre. Se llama…
—Ladislas Wosinski —dijo el abogado de la Corona tras consultar una de sus notas—. Continúe, por favor.
—Cómo se llame carece de importancia. Lo que la tiene es que lo vi salir de la habitación de lady Ferrals en compañía de la propia lady Ferrals vestida de un modo indecoroso para estar con cualquiera, y con mayor motivo para estar con un criado.
—Usted sabe perfectamente que, para una gran dama, un criado no es un hombre —dijo sir John con una media sonrisa.
—A juzgar por el beso apasionado que se dieron, le aseguro que ella lo consideraba un hombre de la cabeza a los pies. Más aún…
El murmullo que recorrió la sala lo interrumpió y el juez dio unos golpes sobre la mesa.
—No estamos en el teatro. Ruego a la sala que guarde silencio. Haga el favor de continuar, señor Sutton. ¿Qué más tiene que decirnos?
—Lo siguiente, milord: cuatro días antes de la muerte de sir Eric, oí a lady Ferrals decirle a ese hombre: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú».
—Es cierto que suena extraño —dijo sir John—, pero más extraño es que lady Ferrals hablara en inglés. Su lengua materna habría sido más segura.
—Tal vez, y confieso que a mí también me sorprendió, pero, pese a todo, las cosas sucedieron así. A partir de ese momento tuve la convicción de que algo amenazaba a sir Eric, pero, como sabía el amor irracional que sentía por esa mujer, decidí no decirle nada. Esperaba llegar a abrirle los ojos sin verme obligado a hablar. Cuando lo vi caer, no lo dudé ni por un instante: los dos amantes acababan de matarlo delante de mí.
—¿Por qué? ¿Porque había visto a lady Ferrals darle un medicamento a su marido?
—Por supuesto.
—Sin embargo, eso demostraba ser poco inteligente, pues bastaba con hacer analizar el papelillo para descubrir el veneno.
—Sí, pero resulta que el papelillo no apareció. Alguna mano diligente debió de arrojarlo al fuego de la chimenea. Seguramente la de ese criado polaco, que, por cierto, huyó antes de que llegara la policía.
—Comprendo, comprendo… Sin embargo, si bien no tenemos ninguna certeza en lo relativo al contenido del papelillo, sí se ha detectado la presencia de veneno en los cubitos del armario frigorífico que sir Eric había hecho instalar en su despacho. Un… capricho que se había dado y cuya llave llevaba siempre encima, a fin de ser el único en disfrutar de un hielo del que estaba seguro que estaba hecho con agua pura.
—Lo sé. Yo estaba presente cuando se descubrió ese nuevo indicio. No queda más remedio que creer que alguien había conseguido apoderarse de esa llave o encargado hacer una copia.
—¿Alguien? ¿En quién está pensando? ¿En lady Ferrals?
—En ella o en su cómplice. En cualquier caso, si ella no cometió el crimen personalmente, lo encargó. Es una asesina, estoy convencido.
—Eso es lo que tendremos que establecer, y con ese fin me gustaría que el Tribunal escuchase ahora…
Sir Desmond saltó de su asiento como un resorte.
—¡Un momento, sir John! Si ha terminado con este testigo, ahora me toca a mí. ¿O acaso pretende arrebatarme el derecho de llevar a cabo un contrainterrogatorio?
—En absoluto, pero…
—No hay peros que valgan, sir John —intervino el juez—. ¿O acaso tiene intención de cuestionar los usos y costumbres de este Tribunal? El testigo es suyo, sir Desmond.
—Gracias, milord. Señor Sutton, hace un momento ha admitido que estaba celoso. ¿Era únicamente por la influencia que lady Ferrals había adquirido sobre su esposo y que usted consideraba nefasta, o bien se sumaba a ello un sentimiento más turbio?
—Cuando se detesta a una persona, resulta difícil separar lo que es turbio de lo que no lo es.
—No nos vayamos por las ramas, si no le importa. Lady Ferrals es muy joven. Tiene, si hago bien la cuenta, tres años menos que usted. Además, creo que no hace falta llamar la atención sobre su belleza; incluso en este Tribunal es evidente para todos. ¿Está usted completamente seguro de no estar enamorado de ella, en cuyo caso sus celos adquirirían un significado muy distinto?
—No. Nunca la he amado, aunque reconozco haberla deseado…
—… hasta el punto de haberse comportado con ella como un patán con una mujer pública, arrastrándola a rincones oscuros para intentar violentarla.
—¡Eso no se tiene en pie, señor mío! Suponiendo que haya rincones oscuros en la casa de sir Eric, están demasiado expuestos a las miradas para cometer una violación. Supongo que será una empresa difícil… y bastante ruidosa si no se amordaza a la interesada…
—Admito que seguramente no tuvo usted ocasión de llegar hasta ese extremo, pero lady Ferrals se ha quejado de que en varias ocasiones intentó acariciarla, besarla…
—Lo reconozco. ¿Por qué iba a privarme —añadió el joven con insolencia—, si ella concedía tales familiaridades a un criado?
—No coincido con su punto de vista. Sea como sea, una cosa es cierta: durante el último mes, pasó mucho tiempo espiando a lady Ferrals además de perseguirla con sus galanterías. Su trabajo… tan satisfactorio, ¿no se resentía?
—En absoluto. Vigilaba a lady Ferrals y a su sirviente, pero no me pasaba el día detrás de ellos. Ya se lo he dicho: deseaba hacer algo para que sir Eric descubriera por sí mismo con qué clase de mujer se había casado. Pero en los últimos tiempos ella y su amante hacían gala de prudencia.
—Bien. Ahora, señor Sutton, vamos a examinar otro punto de su situación con sir Eric. Usted trabajaba bien, gozaba de su confianza y, a cambio, le profesaba una especie de culto, un… afecto que superaba ampliamente los sentimientos habituales de un empleado hacia su jefe.
—Es verdad. Yo quería profundamente a sir Eric. ¿Tiene algo en contra de eso la ley?
—¡En absoluto! Parece ser, además, que fue pagado con la misma moneda. En su último testamento, cuya beneficiaría es su mujer, sir Eric le lega una suma de… cien mil libras. Una suma enorme, a juzgar por la reacción del público.
Éste, efectivamente, acababa de proferir un «¡oh!» a la vez de admiración y de estupor.
—Creo haber dicho que me apreciaba —dijo tranquilamente Sutton—, e incluso llegué a pensar que me tenía cierto afecto.
—¿Cierto afecto? ¡Debía de adorarlo para hacerle un regalo semejante! Un regalo que, por lo demás, no le sorprende, como resulta evidente. De modo que a mí me asalta una duda: usted disfrutaba de una situación agradable, eso es indudable, pero, sabiendo la fortuna que recibiría a su muerte, pudo muy bien haberse sentido tentado de adelantar la hora. Después de todo, era usted el que pasaba más tiempo en su despacho con él… Apoderarse un momento de una pequeña llave bastante sencilla para hacer un molde le resultaba fácil, y…
Ahora fue sir John el que intervino:
—¡Protesto, milord! Mi distinguido colega está fantaseando e intenta influir en el testigo…
Pero el juez ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca.
—Con su permiso, milord, yo mismo responderé a sir Desmond. He jurado decir la verdad y voy a decirla toda. Sí, yo quería a sir Eric y él me correspondía. Es bastante natural, ¿no?, teniendo en cuenta que era mi padre.
El murmullo del público llenó de nuevo la sala y por un instante el abogado se quedó desconcertado. Sus ojos se estrecharon hasta quedar reducidos a una fina hendidura gris semejante a una lámina de pizarra. La prensa, en su banco, se puso en movimiento.
—¿Su padre? ¿De dónde ha sacado eso?
—Él mismo me lo dijo. Más aún, me lo escribió. Tengo con qué demostrarlo ampliamente…
—¿Y cómo es que no lo reconoció?
—Por respeto a la reputación de mi madre y al honor del que me hacía de padre. Los dos han muerto ya… y yo he jurado decir la verdad. ¿Comprende ahora por qué le quería? No me dio su apellido, pero nunca me abandonó. Veló por mí de lejos. Fui a los mejores colegios: Eton, Oxford… Cuando me diplomé, me llevó a trabajar con él.
Sir Desmond se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y enjugó las gotas de sudor que brotaban a través de la peluca. Evidentemente, no se esperaba ese incidente que había alterado al público y buscaba una réplica. Para darse tiempo, preguntó:
—¿Puede decirnos algo más al respecto?
—Sir Desmond —dijo el juez con firme severidad—, no prosiga su interrogatorio en una dirección que no tiene nada que ver con este caso. Las razones por las que el nacimiento de este joven permaneció en secreto no incumben a nadie. Creo que exponerlas sería ir en contra de los deseos de sir Eric Ferrals. Puede continuar.
—Por el momento no tengo más preguntas, milord.
John Sutton saludó al Tribunal, al jurado, y se retiró. Su mirada no había rozado en ningún momento la cabeza rubia de la acusada.
—¡Vaya, esto sí que es una noticia! —susurró Adalbert—. Curiosa familia, la del pobre Ferrals.
—Mucho me temo que esto no va a beneficiar a Anielka —repuso Aldo—. Un secretario despechado, amargado, rencoroso… podía prestarse a manipulaciones, pero un hijo… El jurado debe de haberse quedado muy impresionado.
—No hay que precipitarse. Esperemos a ver qué pasa ahora.
Siguió el interrogatorio del mayordomo y de Wanda. El primero, Soames, se presentó como el modelo de sirviente discreto que se niega a dejar que las habladurías de cocina lleguen hasta su altura.
Así pues, pasó deliberadamente por alto las relaciones de lady Ferrals con el sirviente polaco.
—Ese hombre hacía bien su trabajo, era educado y discreto. Nunca tuve ninguna queja de él. Por otra parte, como no sé polaco, me era imposible entender lo que milady le decía cuando se dirigía a él.
Al ser preguntado sobre las relaciones entre sus señores, se limitó a declarar que había, efectivamente, fricciones, momentos tensos, pero que eso no era sorprendente en un matrimonio formado por seres tan distintos. En cuanto a la escena violenta de la última noche, él no se había enterado de nada.
—Lo que sucede en los dormitorios se encuentra en el nivel de las doncellas y los ayudas de cámara, no en el mío.
—¡Un sirviente modélico! —murmuró Morosini—. No ve nada, no oye nada y no dice nada. Habrían podido perfectamente prescindir de él…
—Seguro que Wanda es más interesante.
Pero Wanda quedó para más tarde. Después de sacar el reloj de su torrente de púrpura y armiño, sir Edward Collins declaró que había llegado la hora del lunch y que le parecía conveniente interrumpir la sesión. Ésta se reanudaría a las dos y media de la tarde.
Contentos de alejarse un rato de la atmósfera opresiva del Tribunal, los dos amigos decidieron ir a comer al Savoy. Aldo, con su habitual galantería, propuso llevar con ellos a lady Danvers, pero ésta, tras su lamentable declaración, había sido autorizada a irse a descansar un poco y no la encontraron.
En cambio, la salida del público les reservaba una sorpresa a la que gustosamente habrían renunciado. En el gran vestíbulo de Old Bailey, se acercó a ellos lady Ribblesdale, quien se colgó sin ningún preámbulo del brazo de Aldo.
—Me he sentido agradablemente sorprendida al verlo en la sala, mi pequeño príncipe —dijo—. No sabía que había vuelto. ¿Cómo es que todavía no ha venido a verme? Supongo que me habrá traído lo que me prometió.
—Yo no prometí nada, lady Ribblesdale —repuso él, esforzándose en ocultar el desagrado que le causaban el encuentro y la manía que tenía aquella mujer de llamarlo «su pequeño príncipe»—, y menos mal que no lo hice, porque nada he traído. Tenía intención de escribirle para decírselo.
Ella se detuvo en seco y le soltó el brazo para fusilarlo mejor con su mirada negra.
—¿Qué me está diciendo? ¿No tendré mi diamante histórico?
—No. Con gran pesar por mi parte, créame, pero cuando llegué a Venecia su propietaria acababa de morir y sus herederos no quieren vender a ningún precio. Es comprensible, claro, porque llevan años esperando que esa piedra vaya a parar a sus manos. Lo siento muchísimo, pero he vuelto con el morral vacío.
—Con el morral vacío…, ¡vaya expresión! ¿Y qué hago yo ahora?
—Pues tendrá que confiar en que Scotland Yard encuentre pronto la Rosa de York.
—¡Pfff!… ¡Unos inútiles! En este tipo de asuntos, habría que encargar la investigación a mujeres. Nosotras tenemos un sexto sentido para descubrir las joyas. Las…, ¿cómo lo diría?…, las olemos. Sí, eso es, las olemos.
—¿Igual que los cerdos huelen las trufas? —masculló Vidal-Pellicorne demasiado bajo para ser oído.
Ava, ajena al comentario, comenzó a soltar un discurso sobre las asombrosas capacidades femeninas, sin las que los desdichados hombres no serían nada.
—¡Mire a mi hija! Sigue en Egipto, y estoy segura de que si ese tal Carter ha descubierto la tumba de Tu…, bueno, de ese faraón, es porque Alice está cerca de él. El fluido, ¿comprende?
«¡Señor! —pensó Aldo—. Si lo anima a hablar sobre egiptología, Adal es capaz de invitarla a comer».
Pero enseguida pudo respirar aliviado. El arqueólogo, por el contrario, felicitó a la afortunada madre de ese joven genio, pero le rogó que los disculpara, pues estaban esperándolos para comer.
—No tiene importancia, nos veremos más tarde. Mi intención es asistir al juicio hasta el final. Nunca he oído pronunciar una sentencia de muerte y debe de ser muy excitante.
—¡Qué mujer más insoportable! —exclamó Morosini cuando se hubieron alejado un poco—. Como si este asunto no fuera ya suficientemente penoso, encima hay que soportar a esas hienas de salón olfateando la muerte.
—Ella y sus semejantes se sentirán decepcionadas, hay que confiar en ello.
—Pero tú no estás muy convencido, ¿verdad? A mí me pasa lo mismo. Las cosas no están yendo como yo pensaba.
—Sólo se ha celebrado una sesión. Todavía no hay nada decidido.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo las esperanzas iban disminuyendo. Varios criados fueron llamados a declarar. Ninguno acusó a Anielka, pero a través de sus testimonios el clima de desavenencia entre los dos esposos se hacía más presente, más agobiante, y ello pese a los esfuerzos de sir Desmond, que desplegaba una extraordinaria energía. Todavía fue peor cuando salió a declarar Sally Penkowski, la amiga de infancia de Bertram Cootes. Aldo comprendió entonces que era ella quien aportaba las nuevas pruebas contra lady Ferrals.
Lo que Sally tenía que decir se resumía en pocas palabras: alrededor de una semana antes de la muerte de sir Eric, había sorprendido a su señora en el gabinete de trabajo; ésta había abierto el falso panel de la biblioteca y estaba inclinada sobre la puerta del armario frigorífico.
—¿Estaba abriéndolo… o intentando abrirlo? —preguntó sir John Dixon.
—Eso es lo que me pareció. Pero, cuando se percató de mi presencia, se incorporó, cerró el panel encogiéndose de hombros y se retiró.
—¿Parecía molesta?
—La verdad es que no. Incluso vi en sus labios una sonrisita.
—¡Dios nos asista! —gimió Aldo—. ¿Qué hacía ahí?
Sir Desmond se encargó de dar una respuesta al pasar a interrogar a la testigo.
—No sé por qué se concede tanta importancia a este testimonio. Lady Ferrals estaba en su casa en todas las habitaciones de esa mansión y no tiene nada de extraordinario que se sintiera tentada de abrir lo que era el juguete preferido de su esposo. Su presencia en el despacho no tiene, pues, nada de sorprendente. En cambio, la suya, Sally Penkowski, sí me parece curiosa. Usted es una de las doncellas de Grosvenor Square. Como tal, se ocupa de los dormitorios y de forma particular de atender a lady Ferrals. Me gustaría saber qué iba a hacer al gabinete de sir Eric. Esa estancia es cosa de los lacayos.
Bajo el sombrero de fieltro marrón oscuro calado hasta los ojos azules, Sally —una chica, por lo demás, bastante bonita— se puso roja como un tomate. Retorcía los guantes entre las manos sin decidirse a contestar.
—¿Y bien? —insistió el abogado—. ¿Debo concluir por su silencio que espiaba a su señora? En tal caso, tendrá que explicarnos por qué. Si me atengo a lo que ha dicho al principio de su declaración, siempre se ha mostrado amable con usted.
—Es cierto. Y yo… no la espiaba, lo juro.
—Ya ha jurado una vez. Entonces, ¿qué hacía?
—Buscaba a… Stanislas.
—Digamos que al que conocía con ese nombre. ¿Y por qué?
Sally vaciló de nuevo.
—Bueno —se decidió finalmente a responder—, confieso que sentía mucha simpatía por él… e incluso amistad…
—¿Y quizás algo más?
—No…, no sé…, pero compréndalo, es polaco como yo…
—Usted no es polaca. Su madre era galesa.
—En casa eso no contaba. Sólo contaba el padre, que nos había enseñado a amar Polonia y a hablar su lengua. Al ver llegar a un compatriota, me sentí feliz de poder hablar con él. Él no se fijaba mucho en mí, eso es verdad. Enseguida me di cuenta de que era de una condición superior al trabajo que le habían dado… El caso es que yo buscaba ocasiones de encontrarme con él…
—Si era para hablar polaco, también tenía a Wanda, la doncella particular de lady Ferrals.
—Ya, pero no era fácil hablar con ella. Miss Wanda se mostraba bastante severa. Stanislas era distinto…
—No nos cabe la menor duda: era un hombre, y un hombre joven. ¿Debemos entender que al entrar aquel día en el despacho de sir Eric esperaba encontrarlo allí? Es, como mínimo, un poco raro.
—¡En absoluto! —protestó Sally, súbitamente ofendida—. Yo subía de las cocinas, adonde había ido a llevar la bandeja de milady… y a tomar una taza de té, cuando vi la puerta del despacho abierta; oí ruido…
—La contemplación de una puerta no tiene nada de ruidoso.
—No…, pero me había parecido distinguir la silueta de Stanislas, así que entré. No tengo nada más que decir.
—Tendremos que conformarnos. Muchas gracias.
La joven Penkowski iba a retirarse cuando se alzó la voz serena de Anielka.
—Esa chica miente. Ignoro con qué finalidad, pero nunca me ha encontrado en el despacho de mi esposo.
El juez tomó la palabra:
—¿Rebate esta declaración?
—Totalmente. Además, la inverosimilitud de lo que acaba de decir debería resultar evidente.
—¿Porqué?
—Para cualquier ama de casa lo sería, desde luego. Veamos, estando en la biblioteca, veo entrar a esa chica y me limito a salir…, ¿cómo ha dicho?…, con una sonrisita. Eso es absolutamente ridículo: debería haber sido ella quien saliera, después de que yo le hubiera preguntado qué buscaba en una habitación donde no tenía nada que hacer. Así habría actuado cualquier mujer de mi rango ante una criada.
Un murmullo típicamente femenino pero aprobador recorrió la sala. El juez lo dejó morir antes de tomar la palabra:
—¿Qué pasó entonces?
—Nada en absoluto, milord, puesto que no fue a mí a quien vio… sino al hombre al que deseaba encontrar.
—Y que no está aquí para aclarar la cuestión —intervino sir John.
—De eso no tengo yo la culpa —repuso Anielka.
—¿Está completamente segura? Desde que la detuvieron, no ha dejado de afirmar que creía en la inocencia de su compatriota pese a su sospechosa huida.
—Ese hombre estaba aquí con una documentación falsa. Es normal que temiera ser interrogado. De todas formas, por el momento la cuestión no es establecer su culpabilidad o la mía, sino saber a quién vio Sally Penkowski en el gabinete de trabajo. Y no fue a mí.
Con el permiso del juez, sir Desmond hizo comparecer de nuevo a la joven doncella, pero fue imposible hacer que cambiara un solo detalle de su declaración.
—He jurado sobre el libro sagrado —dijo— y no quiero ir al infierno por haber mentido. He dicho la verdad.
Fue la última deposición. Después de que Sally se retirase, sir Desmond, que había reparado en la extrema palidez de su clienta, solicitó que se aplazara la vista. El juez se mostró de acuerdo. Continuarían al día siguiente a las diez. La acusada se retiró para regresar a la prisión mientras la sala se vaciaba lentamente.
Pensando que la atmósfera apacible de su morada era lo que mejor sentaría a Aldo tras esa ruda jornada, Adalbert propuso ir a casa, pero su amigo se resistió.
—Un momento. Me gustaría cruzar unas palabras con el joven Bertram.
—¿Qué esperas que te diga?
—Quisiera que me hablase un poco de su amiga Sally. ¿De verdad son amigos de la infancia?
—Sí, pero ¿qué quieres sacar en claro?
—Ya veremos.
No fue nada fácil retener a Cootes, que salía del Tribunal con el ímpetu de un velero que navega a favor del viento, pero Morosini, además de una mano férrea, tenía argumentos bastante sensibilizadores.
—Venga a cenar con nosotros, amigo —le dijo al periodista, cerrando en torno al brazo de este sus dedos de acero—. A no ser que la perspectiva de una veintena de libras en su bolsillo le sea indiferente.
—Me gustaría mucho, pero… tengo que dictar un texto por teléfono al periódico. Compréndalo, Peter Larke está enfermo y yo lo sustituyo. ¡Ha sido un golpe de suerte!
—Nosotros tenemos teléfono y todo lo necesario para escribir, además de un excelente whisky.
—Está bien, voy con ustedes. «La esperanza de una alegría es comparable a la alegría que esta da», Ricardo II, acto… Pero si por su culpa me sale mal el artículo, quiero más.
—Si es usted razonable, no le saldrá mal nada.
Durante el trayecto en coche, Aldo no abrió la boca, pero, en cuanto se hubieron instalado en el salón, fue al grano mientras Adalbert llenaba los vasos.
—¿Sally Penkowski es amiga suya de verdad?
—Nos conocemos desde pequeños, pero…
—¿Le gusta el dinero?
—Como a todo el mundo, supongo, pero ya sabe que «el oro es para el alma de los hombres un…»
—Olvídese de Shakespeare o no le doy ni un penique. En su opinión, ¿cuánto habría que darle para que cambiara su declaración?
—¿Cambiar su declaración? —exclamó Adalbert—. ¡Pero eso es imposible! ¡Tú estás loco!
—En absoluto. No sé qué objetivo persigue, pero estoy convencido de que esa chica miente y de que es lady Ferrals quien dice la verdad. En cuanto a desdecirse, es pan comido para una mujer: una crisis de arrepentimiento, unas disculpas sinceras y, a modo de explicación, el deseo irreprimible de liberar de toda sospecha al hombre del que está enamorada. Porque es evidente que está enamorada de Ladislas. Y me inclino a pensar que ésa es la verdadera explicación de un testimonio tan abracadabrante.
—Quizá tengas razón —dijo, suspirando, Vidal-Pellicorne—, pero, si es así, no se dejará comprar.
—¿Ni siquiera por mil libras?
Lo elevado de la suma hizo dar un respingo a los dos hombres que escuchaban a Morosini.
—Estaba en lo cierto: estás loco —dijo Adalbert.
—Es posible, pero quiero salvarla, ¿comprendes? Quiero salvarla a toda costa. Así que, Bertram, va a ir usted a ver a su amiguita. Aquí tiene su dinero. Si logra ser persuasivo, tendrá más.
Sin embargo, una hora más tarde el periodista regresó totalmente apesadumbrado.
—No ha habido nada que hacer —dijo escuetamente—. Sally detesta a lady Ferrals porque la ve como una rival. La haría feliz que la condenaran.
—Y ahora —gruñó Adalbert, apuntando a su amigo con un dedo acusador— tú puedes acabar sobre la paja húmeda de un calabozo por tratar de corromper a un testigo…
—No —lo interrumpió Bertram—. Por dos razones: Sally no sabe quién me ha enviado y… le he hecho un regalo de veinte libras.
—Muy bien. Ahora mismo se las doy.
—Muchas gracias. Ahora me voy a escribir mi artículo. Hasta mañana.
Esa noche Aldo apenas durmió. Asaltado por temores que el silencio nocturno incrementaba, se quedó en el salón fumando un cigarrillo tras otro, arrellanado en uno de los sillones o caminando arriba y abajo sobre la alfombra. Hacía rato que el Big Ben había dado las dos cuando se fue a la cama. En lo que se refiere a Adalbert, había ido a acostarse tranquilamente.
Al día siguiente, de camino hacia el Palacio de Justicia después de haber tomado varias tazas de café, Aldo se sentía deprimido, mientras que Adalbert guardaba un silencio prudente. No obstante, al cabo de un rato éste no pudo seguir conteniéndose.
—¿No observaste algo extraño ayer?
—¿Dónde? ¿En Old Bailey?
—Sí. No vi en ningún momento al conde Solmanski. ¿Cómo es que no asiste al juicio de su hija?
—Debe de ser una dura prueba para un hombre sensible como él —ironizó Morosini—. Debe de preferir encender cirios y rezar…, a no ser que se desinterese de la suerte de su hija, culpable de haber actuado por su cuenta y riesgo, sin esperar sus instrucciones.
—Tal vez. Ya veremos si hoy está allí.
Pero, por más que observaron la sala una vez cerradas las puertas, les fue imposible encontrar el semblante severo y el monóculo del hombre que buscaban.
Anielka tampoco debía de haber dormido mucho. Estaba más pálida que el día anterior y tenía ojeras. Eso la hacía resultar todavía más conmovedora, pero la impresión de fragilidad acrecentada que daba hizo que Aldo se estremeciera.
El primer testigo al que llamaron fue Wanda. Para empezar, su aparición no fue nada tranquilizadora. Vestida de negro pero agitando, por precaución, un pañuelo blanco más grande que la bandera de un parlamentario en tiempos de guerra, era la viva imagen de la desolación. Y, de hecho, cuando abrió la boca fue para hacer una apología apasionada de su «palomita», basada en un sólido fondo de denigración del difunto Eric Ferrals. Cosa que, evidentemente, era lo último que había que hacer.
—¡Señor, protégeme de mis amigos que de mis enemigos ya me encargo yo! —exclamó Aldo entre dientes.
—Nunca mejor dicho —susurró Adalbert—. Fíjate en sir Desmond. Jamás habría imaginado que un hombre pudiera transpirar tanto.
Todavía fue peor cuando el abogado de la Corona inició el capítulo Ladislas. Wanda se puso entonces lírica: contó los enternecedores y virginales amores de su señora y de una especie de héroe de la libertad polaca fruto exclusivamente de su imaginación, describió su cólera y su desesperación al enterarse de que se había casado con un hombre que había amasado una fortuna gracias a la muerte de otros, su necesidad de ayudarla, de protegerla…
—Deseo creerla —la interrumpió sir John—, pero me gustaría saber si era su amante.
—¡Por supuesto que no! —dijo Wanda, categórica—. No sé cuándo habría podido suceder tal cosa; yo pasaba todo el día con ella.
—¿Y la noche? ¿Duerme usted bien?
Una sonrisa beatífica apareció en el ancho rostro de Wanda.
—Oh, sí, muy bien, gracias. Duermo como un niño.
La sala rompió a reír y el propio juez se permitió una vaga sonrisa. Sir John se contentó con encogerse de hombros.
—Bien, en tal caso, continuemos. Si la he entendido bien, el tal Ladislas no podía sino odiar a sir Eric, ya que éste, a juzgar por lo que usted dice, hacía desdichada a su esposa. ¿Tiene alguna idea de cómo pensaba protegerla?
—Creo que quería raptarla para llevarla de vuelta a su país, pero las cosas tomaron un mal sesgo y se vio obligado a matar a ese deplorable marido.
—¿Y, una vez logrado su objetivo, desaparece sin dejar rastro, dejando a la mujer a la que ama en manos de la justicia? ¿No le parece un poco anormal todo eso?
—Sí, y no paro de rogar a Dios y a la Virgen de Czestochowa que lo hagan volver, a fin de que pueda aclarar este asunto y liberar a la que tanto ama. Pero a lo mejor está enfermo, a lo mejor le ha pasado algo…
—O a lo mejor ha vuelto a Polonia.
—¡No, no me lo creo! ¡Ladislas Wosinski, allí donde estés, escúchame! La que está aquí corre un gran peligro, y si no vienes, faltarás a todas las normas de la caballerosidad, del amor, de la generosidad. Ofenderías a Dios Todopoderoso…
Costó hacerla callar, porque estaba imparable. Sir Desmond, desanimado, renunció al contrainterrogatorio, pero solicitó que se llamara a declarar a su clienta. Había llegado el momento de poner los pies en el suelo.
Pese a su evidente cansancio, Anielka prestó juramento con voz firme y dirigió hacia los que iban a interrogarla una mirada tranquila en la que incluso quedaba una chispa de diversión.
—Lady Ferrals —empezó su abogado—, ¿está de acuerdo con la declaración que acabamos de oír?
—Por extraño que pueda parecer, estoy de acuerdo en parte. Quiero decir que hay mucha verdad en las palabras de Wanda, aunque lo que ella ha expresado es su verdad.
—¿Qué quiere decir?
—Que Wanda no cambiará nunca. Que conserva y seguramente conservará toda su vida un alma sencilla y buena, fuertemente unida a nuestra tierra natal pero también a sus sueños. Cuando dice que yo amaba a Ladislas Wosinski antes de casarme, es la pura verdad, y sufrí por tener que casarme con sir Eric para obedecer a mi padre. Pero ese amor ya no existía cuando me abordó en Hyde Park mientras yo daba mi habitual paseo a caballo.
—¿Significa eso que su relación ya no era amorosa?
—¿Cree que puede serlo cuando el hombre del que has estado enamorada se convierte en un chantajista? Ladislas exigió entrar al servicio de mi esposo. Si yo no lo ayudaba, le enseñaría las cartas que había cometido la imprudencia de escribirle cuando estábamos en Varsovia.
—¿Tan comprometedoras eran?
—Terriblemente, si se piensa en el carácter violento de mi difunto esposo y sobre todo en sus celos. Lo que yo escribí reflejaba muy bien lo que era para Ladislas antes de casarme: su amante. Pero ese… detalle Wanda no lo supo jamás. Ella es incapaz de comprender que el ardor de la juventud puede llevar a cometer verdaderas locuras. Especialmente a mí, a quien gusta llamar su «palomita»…
—Sin embargo, cuando se casaron, su esposo debió de darse cuenta de que…
—¿De que no era virgen? —dijo la joven, con su particular manera de llamar a las cosas por su nombre—. No, no se dio cuenta porque la consumación de mi matrimonio, que por lo demás tuvo lugar la noche antes de la ceremonia religiosa, no fue sino una violación. Sir Eric estaba tan impaciente por hacerme suya que me forzó pese a mi resistencia. Así pues, dado que él me creía pura, esas cartas habrían sido desastrosas para la continuidad de nuestra vida en común.
—¿Tanto interés tenía en conservarlo como esposo, pese a su brutal comportamiento?
—Sí. Después de aquello se había redimido arriesgando su vida para liberarme de las garras de los autores del secuestro de que fui víctima mi noche de bodas. No creo que haga falta contar eso.
—No. Los periódicos de aquí, haciéndose eco de la prensa francesa, hablaron mucho del asunto. Entonces, ¿usted no odiaba a sir Eric?
—De ninguna manera. Sabía mostrarse encantador y me adoraba…
—En tal caso, ¿le importaría explicarme la frase que míster Sutton escuchó? Era… —Cogió un papel que tenía delante y leyó—: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú».
—No hay nada que explicar. Míster Sutton se ha inventado esas palabras, al igual que se ha inventado mis relaciones adúlteras con Ladislas.
—¿Todo es mentira?
—Todo. ¿Cómo iba a entregarme a un hombre que hacía pesar sobre mí una terrible amenaza, que me obligó a entregarle una parte de mis joyas y que hasta me había amenazado de muerte si le sucedía algo malo durante su estancia en nuestra casa o después? Hablaba de sus compañeros escondidos, de la inquebrantable determinación de todos ellos. Me daba miedo, eso es todo. Ladislas no se habría arriesgado a hacer una cosa así. Yo estaba muy controlada y mi esposo lo habría matado sin vacilar. Míster Sutton se lo ha inventado todo y ahora comprendo por qué. Enterarme de que es mi hijastro no me produce ninguna alegría, pero gracias a lo que oímos ayer podría encontrarse una explicación para muchas cosas relacionadas con la muerte de mi marido, empezando por la desaparición del papelillo que presuntamente contenía estricnina.
En ese momento intervino el juez:
—Permítame recordarle, lady Ferrals, que míster Sutton declaró bajo juramento. Igual que usted.
—Es evidente que uno de los dos miente —se apresuró a replicar sir Desmond—, y yo sé muy bien quién. Voy a tener el honor de confundir al hombre cuyo dolor desmesurado me ha parecido sospechoso desde el principio de este caso.
—¡Protesto, milord! —exclamó el abogado de la Corona—. Mi distinguido colega no tiene derecho…
—Me disponía a informarle yo mismo, sir John. Las últimas palabras de sir Desmond no figurarán en el acta y el jurado no deberá tenerlas en cuenta. Volvamos con usted, lady Ferrals. ¿Mantiene que, desde la llegada de Ladislas Wosinski a Grosvenor Square, no mantuvo en ningún momento relaciones… íntimas con él?
—Jamás, milord. Lo repito, no quedaba nada de nuestros amores pasados, y si acepté hacerlo entrar al servicio de mi marido fue únicamente por miedo.
—Bien. Prosiga, sir Desmond.
—Gracias, milord. Lady Ferrals, háblenos de lo que Wosinski esperaba conseguir haciéndose pasar por sirviente. Supongo que debió de informarla al respecto.
—Así es. Quería dinero y, sobre todo, armas. Es evidente que armas yo no podía proporcionárselas, pero él esperaba conseguir información relativa a los proveedores de mi esposo y quizás a alguna entrega. Perdone, no estoy muy al tanto de este tipo de negocios…, ni, en realidad, de ningún otro. Yo confiaba en lograr que se fuera ofreciéndole algunas de mis joyas. Tenía muchas, pues mi esposo siempre había sido generoso conmigo.
—No lo ponemos en duda, pero, actuando así, ¿no se exponía demasiado? ¿Cómo habría explicado a sir Eric la desaparición de esas piezas de gran valor?
—Le confieso que no pensaba en ello. ¡Tenía tanto miedo! Ladislas me tenía aterrorizada…
—¿Y Sutton? ¿No tenía miedo de él?
—No. Sabía ponerlo en su lugar. Además, tenía la esperanza de librarme de él un día u otro, puesto que ignoraba quién era.
—Y si lo hubiera sabido, ¿qué habría hecho?
Los ojos de Anielka se llenaron de lágrimas y retorció entre sus manos el pañuelo que acababa de sacarse de una manga.
—No tengo ni idea… Tal vez habría huido. Ya había acariciado esa idea. Mi padre y mi hermano estaban en Estados Unidos. Cuando mi esposo murió, estaba pensando en pedirle permiso para reunirme con ellos con motivo de la boda de mi hermano. Me ahogaba en casa entre las amenazas de Ladislas, las maniobras solapadas de John Sutton y…, debo decirlo, las exigencias incesantes de un marido que en algunos momentos parecía volverse loco.
—¿La quería demasiado?
—Podría decirse así.
—¿Había hecho partícipe a alguien de ese deseo de evasión?
—No. Ni siquiera a Wanda, pese a su fidelidad. Sin embargo, la noche del drama estaba decidida a hablar con él de eso cuando volviéramos del Trocadero. Un rato antes había soportado una escena terrible… en la que John Sutton se basó para acusarme.
—Efectivamente. Parece ser que la oyó decir: «Esto tiene que acabar. Ya no te soporto».
—No sé cómo habría podido oírme, a no ser que estuviera escondido debajo de mi cama o detrás de las cortinas. Esa escena tuvo lugar con todas las puertas cerradas, y mi habitación es enorme. Además, yo no pronuncié en ningún momento esa frase.
—Sir Desmond —intervino el juez—, ¿no cree que sería conveniente escuchar de nuevo a míster Sutton? Parece que estamos adentrándonos en un camino cada vez más oscuro, pues resulta muy difícil descubrir si dice la verdad lady Ferrals o su acusador.
—Estoy deseándolo, milord, aunque a ese respecto no sé muy bien qué podrá aclararnos.
—Si sir John está de acuerdo, yo me inclinaría por… ¿Qué pasa ahora?
Uno de los sheriffs de Old Bailey acababa de entrar con una agitación manifiesta. Se dirigía hacia el abogado de la Corona, pero, al oír al juez, se detuvo en medio de la sala.
—Con su permiso, milord, el superintendente Warren solicita ser escuchado por el Tribunal. Inmediatamente.
El juez logró la proeza de levantar una ceja más que la otra.
—¿Inmediatamente? ¡Diantre, debe de ser urgente!… Haga pasar al superintendente.
Warren, más pterodáctilo que nunca con su cara de los días malos, hizo una entrada casi sensacional que puso en pie a la mitad de la sala y a la totalidad de las galerías. Empezó por rogar al Tribunal que disculpara una intrusión tan poco protocolaria, pero le parecía que la información que iba a aportar era de tal naturaleza que no admitía ninguna espera.
—La policía de Whitechapel acaba de informarnos de que, tras ser alertada por una llamada telefónica anónima, ha encontrado el cuerpo de Ladislas Wosinski, que se ha quitado la vida ahorcándose.
Sobre el súbito murmullo del público destacó la voz de una mujer:
—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No es posible!
Tuvieron que llevarse a Sally Penkowski, presa de un verdadero ataque de nervios, lo que acrecentó la emoción general. Tras una enérgica llamada al orden por parte del juez, se hizo un profundo silencio. En el asiento de los testigos, Anielka, más pálida que nunca, parecía una estatua de cera. Todo el mundo contenía la respiración. Fue sir Edward Collins quien tomó la iniciativa.
—¿Un suicidio?
—Eso parece, milord. Se ha encontrado esta carta sobre la mesa de la habitación. Está dirigida a Scotland Yard.
—¿Puedo saber lo que dice?
El juez se puso los lentes y, rodeado de un silencio sepulcral, recorrió con los ojos el mensaje.
—Señoras y señores del jurado, voy a hacerles partícipes del contenido de esta carta —declaró—, que aporta a este juicio un elemento de gran importancia. Presten atención; está escrita en inglés.
Antes de abandonar este mundo, en el que he faltado a todos mis deberes para con la mujer a la que amo, así como para con mis compañeros de armas, quiero declarar que la muerte de sir Eric Ferrals, acaecida la noche del pasado 15 de septiembre, sólo es imputable a mí. Fui yo quien vertió la estricnina en el recipiente donde se forma el hielo dentro del armario frigorífico, de cuya llave pude hacer sin dificultad una copia gracias a un molde de cera. Preso en mi propia trampa, me di cuenta de que no soportaba más ver sufrir a lady Ferrals a causa de su esposo y a causa de mis propias presiones. No lamento haber matado a sir Eric, no merecía vivir, ni tampoco dejar una vida que no me ha sido muy favorable. Me llevo, al menos, la certeza de poner fin a la pesadilla que está viviendo mi amada. ¡Quieran Dios y ella perdonarme!
Finalizada la lectura, el juez agitó un instante la carta dirigiéndose a Warren:
—¿Tiene alguna razón para creer que esta carta no haya sido escrita por el difunto?
—Ninguna, milord. Hemos encontrado algunos papeles escritos en polaco y que estamos haciendo traducir en estos momentos. Están escritos por la misma mano.
—¿Tampoco tiene ninguna que permita creer que han… ayudado a ese hombre a suicidarse?
—El cuerpo no presenta ninguna señal de violencia.
—En tal caso…
—Esto es digno de una novela —murmuró Vidal-Pellicorne—. ¿Tú qué opinas?
—Nada. Estoy desorientado; esto no encaja con el hombre con el que estuve la otra noche. ¿Qué ha podido pasar para que se produzca un giro tan trágico?
—Podríamos decir que los caminos del Señor son inescrutables. El conde Solmanski seguramente atribuirá este milagro a sus oraciones. En este momento debe de estar en plena acción de gracias.
—No parece —dijo Morosini—. Compruébalo tú mismo; está en la cuarta fila a nuestra izquierda.
—¿Está aquí? No lo he visto llegar.
—Yo sí. Ha sido durante el revuelo que ha precedido la llegada de Warren.
El conde estaba muy erguido en el banco, con sus clarísimos ojos clavados en su hija, que lloraba sin contención. Por orden del juez, una de las guardianas fue a buscarla y la condujo a su sitio, donde su compañera y ella misma se esforzaron en tranquilizarla.
La sesión terminó como tenía que terminar. Sir Desmond solicitó que la acusación abandonara la causa. A lo que sir John Dixon accedió de buen grado después de haber consultado al jurado, cuyo presidente se plegó al parecer general.
Sólo faltaba que el juez dictara la puesta en libertad de lady Ferrals, a la que condujeron al sótano en medio de un alboroto indescriptible. Media hora más tarde, sostenida por su padre, montó en un Rolls negro cuyo chófer tuvo todas las dificultades del mundo para abrirse paso entre la nutrida multitud que se agolpaba a la salida de Old Bailey. Morosini y Vidal-Pellicorne asistieron, mezclados con la gente y los fotógrafos de prensa, a esa marcha que no parecía realmente un triunfo. Salvo quizá para Solmanski, cuyo perfil altivo había aparecido un instante detrás del cristal del coche.
—Ahí lo tienes, contento y, sobre todo, rico —observó Adalbert—. Su hija va a poder recibir una espléndida herencia…
—Pueden confiar en mí para ponerle todo tipo de trabas —dijo junto a los dos hombres la voz de John Sutton—. Continúo estando a cargo de los asuntos de mi padre y al corriente de sus secretos. Tendrá que contar conmigo.
—¿Reconoce por fin que se equivocó acusándola? —preguntó Aldo.
—De ninguna manera. Lo que vi y oí, lo vi y lo oí. Sigo estando seguro de que la asesina es ella, y algún día conseguiré demostrarlo.
Sutton desapareció entre la multitud, seguido por la mirada de Adalbert, que parecía preocupado.
—A mí me pasa algo parecido —dijo—. Este suicidio tan oportuno no me convence. ¿Y a ti?
—No puedes negar que lo tuyo es escudriñar las necrópolis —dijo Aldo, que había recuperado el buen humor—. Deja de buscarle tres pies al gato. Yo siempre he creído que Anielka era inocente y ahora es libre. Ven, vamos a celebrarlo.
Los dos hombres se alejaron. A su alrededor, la muchedumbre se dispersaba.